31.8.09

A Dream within a Dream


¡Toma este beso sobre tu frente!
Y, me despido de ti ahora,
No queda nada por confesar.
No se equivoca quien estima
Que mis días han sido un sueño;
Aún si la esperanza ha volado
En una noche, o en un día,
En una visión, o en ninguna,
¿Es por ello menor la partida?
Todo lo que vemos o imaginamos
Es sólo un sueño dentro de un sueño.

Me paro entre el bramido
De una costa atormentada por las olas,
Y sostengo en mi mano
Granos de la dorada arena.
¡Qué pocos! Sin embargo como se arrastran
Entre mis dedos hacia lo profundo,
Mientras lloro, ¡Mientras lloro!
¡Oh, Dios! ¿No puedo aferrarlos
Con más fuerza?
¡Oh, Dios! ¿No puedo salvar
Uno de la implacable marea?
¿Es todo lo que vemos o imaginamos
Un sueño dentro de un sueño?

Edgar Allan Poe


In Zaccarath


-Venid -dijo el rey en la sagrada Zaccarath-, y que nuestros profetas hablen en vuestra presencia.

Desde muy lejos se veía la joya que era aquel palacio, maravilla de los nómadas de la llanura. Estaba el rey, con sus magnates con los reyes menores que le rendían vasallaje, y también estaban sus reinas con todas sus joyas. ¡Quién podría hablar del esplendor en el que residían, o de los miles de luces y de las esmeraldas que las reflejaban; de la peligrosa belleza de aquel tesoro de reinas, o el resplandor de sus cuellos abrumados!

Había un collar allí de perlas carmesíes como no podría imaginarlo el más soñador de los artistas. ¿Quién podría hablar de aquellos candelabros de amatista, en los que las antorchas, embebidas en raros óleos de Bhitinia, ardían esparciendo un aroma de bletanías? Baste decir que cuando la aurora llegaba parecía pálida, y áspera y desnuda de su gloria; de tal modo que se ocultaba entre nubes.

-Venid -dijo el rey-, que nuestros profetas profeticen.

Entonces, los heraldos avanzaron entre las filas de guerreros, vestidos de seda, y que, ungidos y perfumados, yacían sobre sus capas de terciopelo, entre una brisa suave, movida por los abanicos de los esclavos. Hasta sus lanzas estaban incrustadas de piedras preciosas. Al través de sus filas, los heraldos avanzaron y se acercaron a los profetas, vestidos de color pardo y negro, y a uno de ellos lo trajeron y lo colocaron ante el rey. Y el rey le miró y dijo: -Profetiza ante nosotros.

Y el profeta irguió la cabeza, sus barbas se destacaron del sayo pardo y los abanicos de los esclavos las hicieron temblar ligeramente. Y el profeta habló al rey, y le habló así:

-¡Ay de ti, rey, y de Zaccarath! ¡Ay de ti y de tus mujeres, porque tu ruina será cruel y rápida! Ya en el cielo los dioses evitan a tu dios, porque conocen su sentencia y lo que está escrito, y ve cómo el olvido se levanta como una neblina. Has provocado el odio de tus montañeses. La maldad de tus días echará sobre ti a los zeedianos, como los soles de la primavera empujan la avalancha. Y se arrojarán sobre Zaccarath como la avalancha cae sobre las chozas del valle.

Y como las reinas cuchicheaban y reían entre sí, él simplemente elevó la voz y habló todavía:

-¡Ay de estos muros y de las cosas cinceladas que hay sobre ellos! El cazador conocerá las acampadas de los nómadas por las huellas de los fogarines en el llano, pero no conocerá dónde estuvo Zaccarath.

Algunos guerreros que se hallaban reclinados volvieron la cabeza para mirar al profeta cuando hubo callado. Lejos, a lo alto, los ecos de su voz murmuraron aún algún tiempo entre los cabrioles de cedro.

-¿No es espléndido? -dijo el rey. Y mucha gente batió con sus palmas el pulido pavimento en testimonio de aplauso. Entonces, el profeta fue conducido otra vez a su sitio en un rincón de aquel grandioso palacio, y durante un rato los músicos tocaron en trompetas maravillosamente recurvadas, mientras los tambores latían detrás, ocultos en un nicho. Los músicos fueron sentándose con las piernas cruzadas en el suelo, soplando todos en sus inmensas trompetas bajo la brillante luz de las antorchas; pero como los tambores sonaban cada vez más fuertes en la oscuridad, aquéllos se levantaron y, suavemente, se acercaron al rey. Más y más fuertemente vibraban los tambores en lo oscuro, y más y más se acercaban los hombres con sus trompetas, a fin de que su música no fuese ahogada por los tambores antes de que hubiera podido llegar hasta el rey.

Una escena maravillosa ocurrió cuando las trompetas se detuvieron ante el rey, y los tambores, en la oscuridad, fueron como el trueno de Dios. Y las reinas movían la cabeza al compás de la música, mientras sus diademas chispeaban como estrellas. Y los guerreros levantaban sus cabezas y sacudían las plumas de aquellos pájaros dorados que los cazadores acechan junto a los lagos de Lidia, apenas matando a seis de ellos durante todo el largo de su vida, para confeccionar los penachos que los guerreros llevaban cuando hacían fiesta en Zaccarath.

Entonces el rey exclamó y los guerreros cantaron; casi todos ellos recordando entonces viejas canciones de batalla. Y, conforme cantaban, el son de los tambores decaía y los músicos marchaban hacia atrás, y el tamborileo se hacía cada vez más débil, hasta que cesó y ya no soplaron más en sus trompetas. Entonces, la asamblea golpeó el suelo con las palmas de sus manos. Y en seguida las reinas pidieron al rey que enviase a buscar otro profeta. Y los heraldos trajeron a un cantor y le colocaron ante el rey; y el cantor era un joven con un arpa. Y acarició las cuerdas del arpa, y cuando hubo silencio, cantó la iniquidad del rey. Y predijo la irrupción de los zeedianos, y la caída y el olvido de Zaccarath, y la vuelta del desierto a lo que fue suyo, y los jugueteos de los cachorros del león en el sitio mismo donde se alzaron las estancias del palacio.

-¿Sobre qué está cantando? -dijo una reina a otra reina.
-Está cantando del imperecedero Zaccarath.

Cuando el cantor cesó, la asamblea golpeó negligentemente en el suelo, y el rey le hizo una seña con la cabeza y él se marchó. Después que todos los profetas profetizaron ante ellos y cuando todos los cantantes cantaron, la real compañía se levantó y se fue a otras cámaras, abandonando el salón al pálido y solitario amanecer. En su soledad quedaron los dioses de cabeza de león que estaban esculpidos en los muros; en silencio quedaron, y sus pétreos brazos estaban cruzados. Y las sombras bailaban sobre sus rostros como pensamientos curiosos conforme las antorchas vacilaban y el triste crepúsculo matutino cruzaba los campos. Y los colores comenzaban a cambiar en los candelabros. Cuando el último tocador de laúd se quedó dormido, los pájaros comenzaron a cantar.

Nunca se vio esplendor más grande ni más famoso castillo. Cuando las reinas se retiraron pasando bajo los cortinajes de las puertas con todas sus diademas, pareció como si las estrellas desertasen de sus puestos y marchasen en tropel hacia Occidente, al apuntar la madrugada.

Tan sólo el otro día encontré una piedra que, sin duda, había pertenecido a Zaccarath. Tenía tres pulgadas de largo y una de ancho. Vi uno de sus bordes que no estaba cubierto por la tierra. Creo que solamente se han encontrado otras tres piedras semejantes.

Lord Dunsany

Significado de la palabra Yo Amé


Con yo amé dice cualquiera
Esta verdad desolante:
-Todo en el mundo es quimera,
No hay ventura verdadera
Ni sentimiento constante.-
Yo amé significa: Nada
Le basta al hombre jamás:
La pasión más delicada,
La promesa más sagrada,
Son humo y viento ¡y no más!

Gertrudis Gómez de Avellaneda


Aventura incomprensible


Hace menos de cien años, en varios lugares de Francia perduraba aún la absurda tradición de que, entregando el alma al demonio, con ciertas ceremonias tan crueles como fanáticas, se conseguía de ese espíritu infernal todo lo que se deseara, y no ha pasado un siglo desde que la aventura que vamos a narrar tuvo lugar en una de nuestras provincias meridionales. El lector puede creerla o no, hablamos solamente después de haberla verificado; por supuesto no le garantizamos el hecho, pero le certificamos que más de cien mil almas lo creyeron y que más de cincuenta mil pueden corroborar en nuestros días la autenticidad con que está consignada en registros solventes. Nos dará permiso para disfrazar la provincia y los nombres.

El Barón de Vaujour combinaba desde su juventud el desenfrenado libertinaje con el cultivo de las ciencias y muy especialmente el de aquellas que inducen al hombre al error y le hacen perder un tiempo precioso que podría emplear de alguna otra manera infinitamente mejor; era alquimista, astrólogo, brujo, nigromante, astrónomo -bastante notable, por cierto- y físico mediocre; a la edad de veinticinco años, el barón, dueño ya de su patrimonio y de sus actos, descubrió en sus libros -según afirmaba- que inmolando un niño al demonio, empleando determinadas palabras y contorsiones durante la execrable ceremonia, se conseguía que el demonio se apareciera y se obtenía de él todo lo que se deseaba, siempre que se le prometiera el alma, y entonces se decidió a perpetrar esa monstruosidad con el único propósito de vivir felizmente su duodécimo lustro, de que nunca le faltara dinero y de conservar asimismo en el más alto grado de potencia sus facultades prolíficas hasta esa edad.

Cometida la infamia y firmado el pacto, ocurrió lo siguiente:

Hasta la edad de sesenta años, el Barón, que disponía tan sólo de quince mil libras de renta, había gastado regularmente doscientas mil y jamás debió un céntimo. En lo que respecta a sus proezas amorosas, hasta esa misma edad fue capaz de gozar a una mujer quince o veinte veces en una noche, y a los cuarenta y cinco ganó cien luises en una apuesta con unos amigos suyos que habían afirmado que no podría satisfacer a veinticinco mujeres, una después de otra; lo hizo y entregó los cien luises a las mujeres. En otra cena, tras la que se inició un juego de azar, el Barón advirtió al empezar que no podía participar, pues no tenía un céntimo. Le ofrecieron dinero, pero lo rechazó; mientras que jugaban, dio dos o tres vueltas por la sala, volvió, se hizo hacer un sitio y apostó diez mil luises a una carta, luises que fue sacando en diez o doce fajos de su bolsillo; el envite no fue aceptado, el Barón preguntó el motivo y uno de sus amigos le contestó bromeando que la carta no iba lo bastante bien servida y el Barón añadió otros diez mil. Todo esto está registrado en dos ayuntamientos respetables y lo hemos podido leer.

Cuando cumplió cincuenta años, el Barón decidió casarse; lo hizo con una joven de su provincia con la que siempre ha vivido en los mejores términos, sin que las infidelidades tan propias de su temperamento provocaran nunca el menor roce; tuvo siete hijos de esa esposa y desde hacía algún tiempo los encantos de su mujer habían ido volviéndole más sedentario; habitualmente vivía con su familia en el castillo donde en su juventud había hecho la espantosa promesa que hemos mencionado, invitando a hombres de letras, apreciando su trato y cultivando su amistad. Sin embargo, a medida que se aproximaba al término de los sesenta años, se acordaba de su desdichado pacto y como ignoraba si el demonio iba a contentarse con retirarle sus favores o le quitaría entonces la vida, su humor cambiaba por completo, se ponía triste y meditabundo y ya casi no salía de su casa.

El día señalado, a la hora exacta en que el barón cumplía sesenta años, un criado le anuncia a un desconocido que había oído hablar de sus conocimientos y solicita el honor de entrevistarse con él; el Barón, que en ese momento no estaba pensando en aquello que no había dejado de preocuparle desde hacía varios años, contesta que le haga pasar a su gabinete. Sube allí y encuentra a un forastero que, por su manera de hablar, le parece que es de París, un hombre bien vestido, con una figura hermosísima y que en seguida se pone a discutir con él sobre las ciencias más elevadas; el Barón le va contestando a todo y la conversación se anima.

El señor de Vaujour propone a su huésped ir a dar un pequeño paseo, él acepta y nuestros dos filósofos salen del castillo; era época de faenas y todos los labradores estaban en el campo; algunos, al ver gesticular a solas al señor de Vaujour, piensan que se ha vuelto loco y corren a avisar a la señora pero nadie contesta en el castillo; aquella buena gente vuelve a su sitio y siguen observando a su señor, que, creyendo que está conversando con alguien animadamente, agitaba las manos como es habitual en esos casos; por fin, nuestros dos sabios llegan a una especie de paseo cerrado al otro extremo y del que no se podía salir más que dando media vuelta. Treinta campesinos pudieron verlo, treinta fueron interrogados y treinta contestaron que el señor de Vaujour había entrado solo, sin dejar de gesticular en aquella especie de alameda cubierta.

Al cabo de una hora, la persona con la que cree estar, le dice:

-Y bien, Barón, ¿no me reconoces?, ¿has olvidado acaso la promesa? ¿has olvidado cómo yo la he cumplido?

El Barón se estremece.

-No temas- le dice el espíritu-, no soy dueño de tu vida, pero sí lo soy de retirarte todos mis favores y arrebatarte todo lo que te es querido; vuelve a tu casa y verás en qué estado la encuentras, en ello reconocerás el justo castigo a tu imprudencia y a tus crímenes... A mí me gustan los crímenes, Barón, incluso los deseo, pero mi destino me obliga a castigarlos; vuelve a tu casa, repito, y conviértete, aún te queda un lustro de vida, morirás dentro de cinco años, pero sin que la esperanza de poder estar un día con Dios te haya sido negada... Adiós.

Y el Barón, que sólo entonces se da cuenta de que está solo y que no ha visto que nadie se despidiera de él, vuelve a toda prisa sobre sus pasos y pregunta a todos los campesinos que encuentra si no le han visto entrar en la alameda con un hombre; todos le contestan que había entrado solo, que asustados al verle gesticular de aquella manera incluso habían ido a avisar a la señora, pero que no había nadie en el castillo.

-¿Que no hay nadie? -exclama el Barón terriblemente turbado- ¡Pero si he dejado dentro a diez criados, a siete niños y a mi mujer!
-Pues no hay nadie, señor -le contestan.

Cada vez más asustado corre hacia su casa, llama, nadie le contesta, fuerza una puerta, entra, y la sangre que inunda los escalones le está ya anunciando la catástrofe que se ha abatido sobre él; abre una gran sala y descubre a su mujer, a sus siete hijos y a sus diez sirvientes desparramados por el suelo en diferentes posturas, en medio de un mar de sangre, todos ellos decapitados.

Se desmaya, varios campesinos, cuyas declaraciones constan, entran y tienen ocasión de contemplar el mismo espectáculo; ayudan a su señor, que poco a poco va volviendo en sí, les ruega que faciliten los últimos auxilios a la desdichada familia, y sin pérdida de tiempo se encamina hacia la Gran Cartuja, donde falleció al cabo de cinco años en el ejercicio de la más elevada piedad.

No emitimos ningún juicio sobre este incomprensible suceso. Existe, no se puede negar, pero es incomprensible.

Hay que andar con cuidado y no creer sin duda en quimeras, pero cuando una cosa es atestiguada por todo el mundo y pertenece como ésta a un género tan singular, hay que bajar la cabeza, cerrar los ojos y decir: así como no entiendo cómo los orbes flotan en el espacio, así también pueden existir cosas sobre la tierra que no acierte a comprender.


Marqués de Sade

23.8.09

Poison


El correo tardaba. Cuando volvimos de nuestro paseo después del desayuno, aún no había llegado.
-Pas encore, madame. -canto Annette, escabulléndose hacia la cocina. Llevamos nuestras cosas al comedor. La mesa estaba servida. Como siempre, la vista de la mesa arreglada para dos, sólo para dos, tan acabada, tan perfecta, que no dejaba lugar para un tercero, me producía un extraño estremecimiento, como si hubiese sido golpeado por aquel resplandor plateado que vibraba sobre el mantel blanco, las copas brillantes y el tazón poco profundo lleno de flores amarillas.
-¡Dichoso cartero! ¿Qué puede haberle ocurrido? -exclamó Beatrice- Deja estas cosas por ahí, querido.
-¿Dónde las quieres?
Ella Levantó la cabeza y sonriéndome con su modo suave y burlón, dijo:
-Tonto. En cualquier sitio.
Pero sabía que tal lugar no existía para ella, y habría preferido quedarme durante meses sosteniendo la botella de licor y los pasteles, antes que arriesgarme a producir el más ligero sobresalto a su exquisito sentido del orden.
-Dámelos, yo los guardaré. -Los dejó caer sobre la mesa, junto con sus guantes largos y una canasta de higos- me asió por el brazo-. Salgamos a la terraza...
La sentí estremecerse.
-Ça sent -dijo tenuemente- de la cuisine.
Había notado que hacía dos meses que vivíamos en el sur, que cuando quería hablar de comida, del clima o sencillamente de su amor por mí, siempre empleaba el francés.
Nos sentamos bajo la marquesina. Beatrice estaba inclinada, mirando a lo lejos, hacia la carretera blanca con su defensa de cactus espinosos. La belleza de su oreja, tan sólo su oreja, tan maravillosa que habría podido dejar de mirarla y gritar hacia toda aquella extensión de mar centelleante que teníamos debajo. Iba vestida de blanco, perlas blancas alrededor de su garganta y lirios del valle prendidos en el cinturón. En el tercer dedo de la mano izquierda lucía un anillo con una perla, sin anillo nupcial.
¿Por qué llevarlo, mon ami? ¿Para qué fingir? ¿A quién crees que le importe?
Y claro está, estuve de acuerdo, aunque en mí interior, en lo mas profundo de mi corazón, habría dado mi alma para poder estar a su lado en una gran, si, gran iglesia de moda, atestada de gente, con un cura viejo y La Voz que alentó en el Paraíso, con ramos de laurel y olor a incienso, una alfombra roja y papeles de colores, y en algún sitio, un pastel de boda, champaña y un zapato de raso atado a la parte trasera del coche. Si hubiese podido deslizar nuestro anillo de bodas en su dedo. No porque me interesen esa clase de espectáculos, sino porque intuía en aquel acto su absoluta libertad.
¡Oh, Dios, qué felicidad torturante, qué angustia! Miré hacia la casa, hacia la ventana de nuestra habitación, tan misteriosamente oculta tras las persianas verdes. ¿Era posible que llegase moviéndose a través de la luz verde, sonriendo con aquella sonrisa secreta, la lánguida y brillante sonrisa que era sólo para mí?
Puso su brazo alrededor de mi cuello; con la otra mano, suave, terriblemente, me echó el cabello hacia atrás, ¿Quién eres? ¿Quién era ella? Era la Mujer.
La primera tarde tibia de primavera, cuando las luces brillaron a través del perfume de las liras y de voces que murmuraban en los jardines, fue cuando cantó en la casa con las cortinas de tul. Como quien marchaba bajo la luz de la luna a través de la ciudad desconocida, suya era la sombra que surgió entre el oro tembloroso de los postigos. Cuando se encendió la lámpara en la quietud recién nacida, sus pasos cruzaron tu puerta. Y miró hacia fuera, hacia el crepúsculo de otoño, pálida, mientras el coche se deslizaba...
El caso es que en aquel momento yo tenía veinticuatro años. Y cuando se recostó en su asiento, con las perlas resbalando bajo la barbilla, y suspiró:
-Tengo sed, querido. Donne-moi un orange. -alegremente, con gusto, habría sacado una naranja de las fauces de un cocodrilo, si los cocodrilos comieran naranjas.
Beatrice canto:
-Tuve dos pequeñas alas y donde un pájaro alado...
La tomé de la mano.
-¿No te irás volando?
-No muy lejos; no más lejos que el sendero.
-¿Por qué allí?
-El no llega. -dijo ella.
-¿Quién? ¿El viejo cartero? Pero si no estás esperando ninguna carta.
-No, pero es igualmente molesto. ¡Ah! -De pronto ella rió y al reír se me acercó- Mira, ahí viene. ¡Parece un escarabajo azul!
Juntamos nuestras mejillas y observamos como el escarabajo azul subía la cuesta.
-Querido -susurró Beatrice. Y la palabra pareció quedarse en el aire, vibrando como la nota de un violín.
-¿Qué, amor?
-No lo sé. -rió suavemente- Una oleada, una oleada de afecto, supongo.
La abracé. -¿Entonces no te irás volando?
Contestó rápido y suavemente:
-¡No, no! Por nada del mundo. De verdad, me gusta este lugar. Me encanta estar aquí. Me parece que podría quedarme durante años. Nunca había sido tan feliz como en estos dos últimos meses, y tú, querido, has sido tan perfecto en todos los sentidos.
Era tan hermoso, tan extraordinario y sin precedentes, oírla hablar de aquel modo, que procuré no darle importancia.
-¡Por favor! Parece que te estás despidiendo.
-Tonterías, tonterías. ¡Estas cosas no las digas ni en broma! –deslizó su pequeña mano bajo mi chaqueta blanca y asió mi hombro- Has sido feliz ¿verdad?
-¿Feliz? ¿Feliz? Oh, Dios, si supieras lo que siento en este momento. ¿Feliz? ¡Mi tesoro! ¡Mi alegría!
Solté la balaustrada y la abracé, levantándola en mis brazos. Y mientras la mantenía en alto, hundí mi cara en su seno, diciéndole:
-¿Eres mía?
Y por primera vez en todos aquellos desesperados meses en que la conocí, aun contando el último mes celestial le creí cuando me contestó:
-Soy tuya.
El ruido de la verja y los pasos del cartero sobre la grava nos separaron. Me sentía mareado. Permanecí allí, sonriendo, y por lo que me pareció, bastante estúpidamente. Beatrice se acercó a las sillas de junco.
-¿Vas a si hay cartas? -preguntó.
Me incorporé, casi tambaleándome, Pero era demasiado tarde, Annette llegaba corriendo.
-Pas de lettres -dijo.
Mi sonrisa atolondrada debió sorprenderla. Estaba loco de felicidad. Lancé los periódicos al aire.
-¡No hay cartas, querida!
Al reunirme con ella, la mujer amada estaba tendida en una hamaca. Por un momento, no contestó. Después dijo, mientras rasgaba la envoltura del periódico:
-Los que olvidan el mundo son olvidados por él.
Hay ocasiones en que la única cosa posible es encender un cigarrillo. Es más que un aliado, un pequeño amigo, leal y secreto, que lo sabe todo y lo comprende todo. Mientras fumas, lo miras, sonriente o serio, según lo pide la ocasión. Inhalas profundamente y expeles el humo en un lento abanico. Aquel era uno de esos momentos. Fui hacia la magnolia y aspiré su perfume. Después volví a su lado y me recosté contra su hombro. Entonces tiró con rapidez el periódico al suelo.
-No dice nada -afirmó ella- Nada. Hay únicamente un juicio por envenenamiento. Si un hombre mató o no a su esposa. Y por ello veinte mil personas se han sentado diariamente en el tribunal y dos millones de palabras han sido radiadas a todo el mundo después de cada sesión.
-Estúpido mundo -repuse, dejándome caer en otra silla.
Quería olvidar el periódico, volver, claro, al instante que precedió a la llegada del cartero. Pero cuando habló, supe que el momento había pasado. No importaba. Me gustaba esperar, quinientos años si era necesario, ahora que lo sabía.
-No tan estúpido -dijo Beatrice- Después de todo, por parte de esas veinte mil personas, no es sólo mórbida curiosidad.
-¿Qué es, entonces, querida? -el cielo sabe que no me importaba-
¡Culpabilidad! –gritó- ¡Culpabilidad! ¿No te das cuenta? Están fascinados como la gente enferma se deja fascinar por pequeñas noticias sobre su propio caso. El hombre del banquillo puede ser inocente, pero la mayoría de las personas que asiste al juicio, son envenenadores. ¿No se te ha ocurrido pensar -estaba pálida por la excitación- en la cantidad de envenenadores que andan sueltos? En los matrimonios, la excepción la forman los que no tratan de envenenarse el uno al otro. Los matrimonios y los amantes. ¡Oh! –gritó- El número de tazas de té, vasos de vino, tazas de café que están contaminadas. Las que me han dado a mí y he bebido, sabiéndolo o sin saberlo, arriesgándome. La única razón por la que muchas parejas -se rió- sobreviven, es porque uno teme darle al otro la dosis fatal. Para esa dosis se necesita empuje. Pero está destinada a llegar más pronto o más tarde. Una vez se ha dado la primera dosis, ya no hay modo de volverse atrás. Es el principio del fin, desde luego. ¿No estás de acuerdo? ¿Comprendes lo que quiero decir?
No esperó a que le conteste, se quitó los lirios y se recostó, pasándoselos ante los ojos.
-Mis dos maridos me envenenaron -dijo Beatrice- El primero me dio una fuerte dosis casi inmediatamente, pero el segundo fue un verdadero artista. Sólo unas gotas, una y otra vez, bien disimuladas. ¡Oh, tan bien disimuladas! Hasta que una mañana desperté y en todo mi cuerpo, hasta la punta de los dedos, había un matiz especial. Llegué a tiempo.
Oírle mencionar a sus maridos con tanta calma, especialmente en aquel momento, era doloroso. No pude soportarlo. Me disponía a hablar cuando de pronto ella gritó lúgubremente:
-¿Por qué? ¿Por qué tenía que pasarme? ¿Qué he hecho? ¿Por qué toda mi vida ha sido marcada? Es una conspiración.
Traté de explicarle que ella era demasiado perfecta para aquel mundo horrible, demasiado exquisita, demasiado fina. Asustaba a la gente.
-Yo no he tratado de envenenarte, Beatrice. –bromeé
Ella rió tenuemente de un modo extraño y mordisqueó el tallo de un lirio.
-¡Tú! –exclamó- ¡Si no eres capaz de hacerle dañar una mosca!
Curioso. Aquello me lastimó. Mucho. En aquel momento llegó Annette con nuestros aperitifs. Beatrice se sentó, tomó una copa de la bandeja y me la tendió. Vi el brillo de la perla en lo que yo llamaba su dedo perlado. ¿Por qué me había sentido herido por sus palabras?
-¿Y tú no has envenenado a nadie? -pregunté, tomando la copa. Aquello me dio una idea y traté de explicársela- Tú, tú haces lo contrario. Cómo llamarías a alguien como tú, que en vez de envenenar a las personas, las llenas, al cartero, a nuestro chofer, al barquero, a la florista, a mí, de una nueva vida, con algo que irradia, tu belleza, tu...
Sonrió soñadoramente y soñadoramente me miró.
¿En qué estás pensando, mi delicioso amor?
-Me preguntaba –dijo- si después de comer te importaría ir al pueblo y pedir el correo de la tarde. ¿Podrías hacerlo, querido? No es que espere ninguna carta, pero pensé que quizás... sería tonto no tenerlas si están allí. ¿No te parece? Sería absurdo esperar hasta mañana.
Dio la vuelta entre sus dedos el pie de su copa. Inclinaba la hermosa cabeza. Levanté mi copa y bebí. Sorbía lenta, deliberadamente, mirando la cabeza oscura y pensando en carteros, escarabajos azules y adioses que no son adioses.
¡Dios mío! ¿No era aquello sorprendente? No, no era sorprendente. La bebida tenía un sabor estremecedor, amargo, curioso.


Katherine Mansfield (1888-1923)

And Death Shall Have No Dominion


Y la muerte no tendrá dominio.
Muerto es desnudo, todos serán uno
Con el hombre en el viento y la luna occidental;
Cuando sus huesos estén limpios
Y limpios sus huesos se hayan ido,
Tendrán estrellas en los codos y pies;
Aunque vayan locos serán cuerdos,
Aunque se hundan en el mar se elevarán,
Aunque se pierdan los amantes el amor no,
Y la muerte no tendrá dominio.

Y la muerte no tendrá dominio.
Bajo las vanas corrientes del océano
Ellos yacen a lo largo sin morir en vano,
Torciéndose cuando los nervios acechan,
Atados a una rueda, ellos no se quebrarán;
La fe en sus manos nunca se romperá,
Y el unicornio correrá entre los males;
Separando todo jamás se desarmarán;
Y la muerte no tendrá dominio.

Y la muerte no tendrá dominio.
Las gaviotas ya nunca clamarán en sus oídos,
Ni las olas romperán sonoras sobre la costa;
Cuando brote un capullo la flor no alzará
La cabeza a los golpes de la tormenta;
Aunque sean dementes y muertos como clavos,
Líderes de los martillados entre margaritas;
Descansando al sol hasta que el sol descanse,
Y la muerte no tendrá dominio.

Dylan Thomas (1914-1953)


Visiones de la noche


Tengo la seguridad de que el don de soñar es un valioso tesoro literario, pues si con alguna técnica aún no descubierta pudiésemos captar, fijar y utilizar las insólitas imágenes que nos proporciona, tendríamos una literatura muy por encima de lo normal. Del mismo modo que los animales adiestrados adquieren nuevas capacidades y aptitudes, ese don podría mejorarse sensiblemente una vez capturado y domesticado. Con ello, doblaríamos las horas productivas y realizaríamos nuestra más fructífera labor mientras dormimos. Pero, incluso en las condiciones actuales, el enigmático mundo de los sueños es un terreno que produce rentas, tal y como demuestra «Kubla Khan» (Nota de Aelfwine: Kubla Khan es un famoso poema de Samuel Taylor Coleridge, el cual, según lo afirmaba su autor, le fue sugerido mediante un sueño).
¿Qué es un sueño? Pues una desordenada disposición de recuerdos, en ocasiones, inconexos, una intrincada sucesión de pensamientos que una vez estuvieron presentes en la conciencia insomne. Es una resurrección de todos los muertos (pasados y recientes, justos e injustos) que, emergiendo de sus tumbas resquebrajadas «con las mismas ropas que llevaban en vida», corren desordenadamente para conseguir una audiencia del director de todo ese baile mientras se desgarran los vestidos unos a otros. Pero, ¿es que realmente hay un director? En absoluto; el que debía serlo renunció a su autoridad y la masa se ha apoderado de su voluntad. Murió, pero no resucita con los demás; su capacidad de juicio y de sorpresa se ha esfumado. Puede sentir dolor y alegría, terror y atracción, pero no asombro. Lo monstruoso, absurdo y antinatural se convierte entonces en sencillo, correcto y razonable. Ni lo ridículo divierte ni lo imposible desconcierta. El único poeta verdadero que encontramos es, pues, el soñador; en él «la imaginación es compacta».
Pero la imaginación no es otra cosa que recuerdo. Si no, intenta imaginar algo que nunca hayas visto, sentido, oído o leído. Prueba a concebir, por ejemplo, un animal que no tenga cuerpo, miembros o cola, o una casa sin paredes ni techo. Cuando estamos despiertos dirigimos y ordenamos nuestros pensamientos por medio de la voluntad y el juicio; seleccionamos y sacamos del almacén de los recuerdos aquello que nos sirve, y excluimos, no sin dificultad, lo que no nos interesa. Por el contrario, cuando dormimos nuestras fantasías nos suceden. Aparecen tan agrupadas y mezcladas, tan impregnadas de sus mutuos elementos, que el conjunto parece nuevo; pero las viejas y conocidas unidades de pensamiento son las mismas. Tanto despiertos como dormidos, lo que sacamos de nuestra imaginación son nuevas combinaciones; la materia de la que están hechos los sueños es reunida por los sentidos y almacenada en la memoria del mismo modo que las ardillas almacenan nueces. Pero hay al menos un sentido que no contribuye a la fábrica de los sueños: nadie ha soñado nunca un olor. La vista, el oído, el tacto, e incluso el gusto trabajan para asegurar nuestro entretenimiento nocturno; pero el sueño no tiene nariz. Sorprende que observadores tan sagaces como los antiguos poetas no describieran a la divinidad en actitud durmiente, y que sus obedientes siervos, los escultores, no la representaran. Puede que estos últimos, al trabajar para la posteridad, intuyeran que el tiempo y la fatalidad revisarían inevitablemente su obra, y por ello la conformaran a hechos naturales.
¿Quién es capaz de relatar un sueño de tal forma que lo parezca? No creo que exista un poeta con un estilo tan fino; es como intentar transcribir la música de un arpa eólica. Existe una especie conocida del género Pelmazo (Penetrator intolerabilis) que después de leer una narración (tal vez de algún gran escritor) se las ve y se las desea para exponer su argumento con el fin de instruir y deleitar. Al final considera (¡qué buen espíritu!) que no hace falta leerla. «Bajo condiciones y circunstancias sustancialmente semejantes» (como reza una ley que rige el comercio interestatal) yo no debería incurrir en una falta similar.
Con todo, me propongo exponer en estas hojas la trama de algunos de mis propios sueños, si bien hay que tener en cuenta que aquí «las condiciones y circunstancias» son diferentes, pues mis fantasías no son accesibles al lector. Algunos fragmentos parecerán pobres y sé que al comentarlos no alcanzaré un gran éxito, pero he de reconocer que me resulta imposible apresar a un espíritu tan esquivo como éste.
Caminaba durante el crepúsculo por un enorme bosque de árboles antes nunca vistos, sin saber de dónde venía ni hacia dónde iba. Sentí la desmesurada extensión de aquel lugar y me noté que estaba completamente solo. La idea de algún horrible hechizo, como castigo a un crimen olvidado que debía de haber cometido al amanecer, me obsesionaba. Avancé mecánicamente y sin esperanzas bajo los árboles siguiendo una senda que atravesaba las embrujadas soledades de la espesura. Un tenebroso arroyo cruzaba perezosamente mi camino: era sangre. Giré hacia la derecha y lo seguí; al cabo de un instante llegué a un abierto espacio circular, inundado por una luz tenue e irreal, en cuyo centro se podía reconocer un depósito de mármol blanco. Estaba lleno de sangre y el riachuelo que había seguido era su desagüe. En torno al depósito, entre él y el bosque, había un espacio de unos dos pies de anchura cubierto por grandes losas de mármol sobre las que yacían unos veinte cuerpos humanos sin vida. Aunque no los conté, sabía que su número tenía alguna relación clara y portentosa con mi crimen. Posiblemente indicaba en siglos la fecha en la que lo había cometido; la precisión de la cifra era pues evidente. Los cuerpos estaban desnudos y distribuidos simétricamente alrededor del tanque como si fueran los radios de una rueda: reposaban sobre la espalda con los pies hacia afuera, y sus cabezas, abatidas sobre el borde de la cubeta, mostraban un corte en la garganta del que brotaba sangre lentamente. Observé toda la escena sin hacer el menor movimiento. Era el resultado natural y necesario de mi pecado y, por ello, no me afectaba. Pero había algo que me llenaba de aprensión y temor, una pulsación monstruosa que tenía un ritmo lento e inexorable. No sé si se dirigía a alguno de mis sentidos o si llegaba directamente a mi conocimiento a través de algún camino desconocido para la ciencia. La lastimosa regularidad de su amplia cadencia era enloquecedora e invadía todo el bosque. Parecía la manifestación de un mal gigantesco e implacable.
No recuerdo nada más de este sueño. Dominado probablemente por el pánico, cuyo origen debía de ser el malestar propio de una mala circulación sanguínea, grité y mi propia voz me despertó.
Este otro sueño aconteció en los primeros años de mi juventud. No tendría más de dieciséis años y, a pesar del tiempo transcurrido, recuerdo lo que en él ocurría con la misma claridad que cuando apenas había pasado una hora y yacía encogido de miedo bajo la colcha.
Me encontraba solo en una inmensa llanura y era de noche (en mis pesadillas siempre suelo estar solo y normalmente es de noche). No había árboles, ni ríos ni colinas, ni rastro alguno de presencia humana. El terreno estaba cubierto de una vegetación rala y oscura, una especie de rastrojos, que recordaba que la llanura había sido arrasada por el fuego. El camino por el que deambulaba mostraba algunos charcos que desaparecían y volvían a aparecer, como si al fuego le hubiera seguido la lluvia. Unos oscuros nubarrones desplazaban aquellas partes de cielo reflejadas en los charcos. Al desaparecer, daban paso al brillo acerado de los astros, a cuya luz álgida las aguas mostraban un lustre sombrío. Me dirigí hacia el oeste, donde un fulgor escarlata resplandecía en el horizonte bajo largas franjas nubosas, produciendo un efecto de lejanía inconmensurable, semejante a la que había aprendido a escudriñar en los dibujos de Doré, quien, con cada trazo, formulaba un presagio y una maldición. Mientras avanzaba vi siluetas de torres y almenas que se perfilaban contra ese escenario misterioso y que crecían cada vez más hasta alcanzar unas dimensiones inimaginables. Aquella construcción que iba llenando mi amplio ángulo de visión no parecía, sin embargo, estar más cercana. Desesperado y sin ánimos, continué avanzando con dificultad por la condenada y lúgubre llanura, mientras la enorme estructura siguió creciendo hasta resultar inabarcable con la vista. Sus torres eclipsaron completamente las estrellas. Entonces atravesé un pórtico descomunal cuyas columnas estaban construidas con sillares ciclópeos.
El interior, completamente vacío, mostraba el polvo propio del abandono. Una luz difusa -esa luz que sólo existe en los sueños, y que tiene vida propia- me permitió recorrer largos pasillos que parecían no tener fin y atravesar estancias enormes cuyas puertas cedían a mi paso. Mis pisadas resonaban con el mismo eco que en las mansiones abandonadas y en las criptas habitadas. Caminé durante horas por aquella horrible soledad, consciente de que buscaba algo desconocido. Por fin, me encontré en lo que supuse el último rincón del edificio: una habitación de dimensiones normales con una única ventana. A través de ella volví a ver el resplandor rojizo que, como un signo inequívoco, se extendía hacia el occidente, y reconocí en él al fuego inmutable de la eternidad. Por encima de aquel fulgor siniestro y amenazante llegaba la terrible verdad que años más tarde, como un capricho extravagante, intenté expresar en verso:
Hace tiempo el hombre desapareció del orbe.
La corte de ángeles cayó en tumbas ignoradas.
También los diablos han quedado fríos al fin,
Y hasta el mismo Dios yace al pie del gran trono blanco.
A pesar del resplandor, era difícil ver en la oscuridad reinante y pasó algún tiempo antes de que descubriera, en el rincón más alejado de la habitación, los contornos de una cama a la que me acerqué con un fatal presentimiento. Sospechaba que la parte funesta de mi aventura terminaría con un clímax espantoso, pero no pude resistirme al hechizo que me empujaba a concluirla. Sobre la cama, medio desnudo, yacía el cadáver de un hombre. Estaba boca arriba, con los brazos pegados a los costados. Al inclinarme sobre él, cosa que hice con asco pero sin miedo, descubrí que estaba horriblemente descompuesto. Las costillas sobresalían entre la carne apergaminada y, a través del vientre hundido, asomaban las protuberancias de la espina dorsal. Tenía el rostro renegrido y acartonado, y sus labios, algo separados de unos dientes amarillentos, castigaban su semblante con una sonrisa horrenda. Un abultamiento bajo los párpados parecía indicar que los ojos habían escapado a la destrucción general. Y así era, pues cuando me acerqué a verlos, se abrieron lentamente y se clavaron en los míos con una mirada sólida y tranquila. Traten de imaginar mi espanto, pues me resulta imposible describirlo: ¡aquellos ojos eran los míos! Esos someros restos de una especie desaparecida, ese engendro horrible que ni el tiempo ni la eternidad habían conseguido destruir, aquel desperdicio tan odioso y aborrecible que continuaba vivo tras la muerte de Dios y de los ángeles... ¡era yo!
Hay sueños que se repiten. De ellos hay uno que me parece suficientemente raro como para justificar su relato, aunque me temo que el lector llegue a pensar que el reino de los sueños es cualquier cosa menos un terreno feliz por el que mi alma vaga a altas horas. Y no es así. Un gran número de mis incursiones en el mundo onírico, y supongo que muchas de las de los demás, van acompañadas de los más felices finales. Mi imaginación retorna al cuerpo como la abeja a la colmena, cargada de un botín que, con la ayuda del azar, se transforma en miel y se almacena en las celdas del recuerdo como un gozo eterno. Pero el sueño que voy a relatar tiene una carácter doble; se trata de una experiencia extrañamente horrorosa, pero el horror que inspira es tan absurdamente desproporcionado al incidente que lo provoca que, al recordarlo, su fantasía divierte.
Atravieso un claro en una zona escasamente boscosa. Entre el cordón de árboles diseminados alrededor de ese espacio irregular, se ven algunos campos cultivados y viviendas en las que habitan inteligencias extrañas. Debe de estar a punto de amanecer porque, a través de las neblinas que llenan caprichosamente el paisaje, se ve una luna casi llena que, de un color rojo sanguinolento, desciende por el oeste. La hierba que piso está húmeda por el rocío y toda la escena tiene la luz de plenilunio de una mañana estival. Junto al camino hay un caballo que pasta ruidosamente. Cuando paso a su lado levanta la cabeza y, sin hacer el menor movimiento, me observa durante un rato. Después se acerca. Es blanco como la leche, manso de porte y de aspecto amigable. «Este caballo es un alma apacible», me digo mientras me detengo a acariciarlo. Con los ojos fijos en los míos, se aproxima más y me habla con voz humana, con palabras articuladas. Esto, más que sorprenderme, me aterroriza, y rápidamente me despierto.
El caballo siempre habla mi lengua, pero nunca entiendo lo que dice. Supongo que será porque salgo de su mundo antes de que se acabe de expresar. Seguro que a él le asusta tanto mi repentina desaparición como a mí su forma de hablarme. Daría cualquier cosa por conocer el significado de sus palabras.
Tal vez una mañana lo haga y ya no regrese nunca más a este nuestro mundo.


Ambrose Bierce

I do not love thee



¡Yo no te amo! ¡No! ¡No te amo!
Sin embargo soy tristeza cuando estás ausente;
Y hasta envidio que sobre ti yazga el cielo ardiente;
Cuyas tranquilas estrellas pueden alegrarse al verte.

¡Yo no te amo! Y no se por qué,
Pero todo lo que haces me parece bien,
Y a menudo en mi soledad observo
Que aquellos a quienes amo no son como tu.

¡Yo no te amo! Sin embargo, cuando te vas
Odio el sonido (aunque los que hablen me sean queridos)
Que quiebra el prolongado eco de tu voz,
Flotando en círculos sobre mis oídos.

¡Yo no te amo! Sin embargo tu mirada cautivante,
Con su profundo, brillante y expresivo azul,
Se planta entre la medianoche y yo,
Más intensa que cualquiera que haya conocido.

¡Yo sé que no te amo! Y que otros rasgarán
La confianza de mi corazón sincero,
Apenas percibo sus figuras en el futuro,
Pues mis ojos están vueltos hacia atrás.

Caroline Elizabeth Sarah Norton (1808-1877)

8.8.09

Versos a Fanny Brawne

Esta mano viviente, ahora tibia Y capaz de estrechar fervorosamente, De tal modo, si estuviese ya fría Y en el glacial silencio del sepulcro, Obsesionaría tus días Y helaría los sueños de tus noches, Que llegarías a desear Tu propio corazón exhausto de sangre Con tal de que en mis venas La purpúrea vida fluyese de nuevo, Y tu conciencia pudiese recobrar la calma... Aquí está, mira... hacia ti la tiendo.

John Keats (1795-1821)

Vampiro

No se hablaba en el país de otra cosa. ¡Y qué milagro! ¿Sucede todos los días que un setentón vaya al altar con una niña de quince?
Así, al pie de la letra: quince y dos meses acababa de cumplir Inesiña, la sobrina del cura de Gondelle, cuando su propio tío, en la iglesia del santuario de Nuestra Señora del Plomo -distante tres leguas de Vilamorta- bendijo su unión con el señor don Fortunato Gayoso, de setenta y siete y medio, según rezaba su partida de bautismo.
La única exigencia de Inesiña había sido casarse en el santuario; era devota de aquella Virgen y usaba siempre el escapulario del Plomo, de franela blanca y seda azul. Y como el novio no podía, ¡qué había de poder, malpocadiño!, subir por su pie la escarpada cuesta que conduce al Plomo desde la carretera entre Cebre y Vilamorta, ni tampoco sostenerse a caballo, se discurrió que dos fornidos mocetones de Gondelle, hechos a cargar el enorme cestón de uvas en las vendimias, llevasen a don Fortunato a la silla de la reina hasta el templo. ¡Buen paso de risa!
Sin embargo, en los casinos, boticas y demás círculos, digámoslo así, de Vilamorta y Cebre, como también en los atrios y sacristías de las parroquiales, se hubo de convenir en que Gondelle cazaba muy largo, y en que a Inesiña le había caído el premio mayor. ¿Quién era, vamos a ver, Inesiña? Una chiquilla fresca, llena de vida, de ojos brillantes, de carrillos como rosas; pero qué demonio, ¡hay tantas así desde el Sil al Avieiro! En cambio, caudal como el de don Fortunato no se encuentra otro en toda la provincia. Él sería bien ganado o mal ganado, porque esos que vuelven del otro mundo con tantísimos miles de duros, sabe Dios qué historia ocultan entre las dos tapas de la maleta; solo que.... ¡pchs!, ¿quién se mete a investigar el origen de un fortunón? Los fortunones son como el buen tiempo: se disfrutan y no se preguntan sus causas.
Que el señor Gayoso se había traído un platal, constaba por referencias muy auténticas y fidedignas; solo en la sucursal del Banco de Auriabella dejaba depositados, esperando ocasión de invertirlos, cerca de dos millones de reales (en Cebre y Vilamorta se cuenta por reales aún). Cuantos pedazos de tierra se vendían en el país, sin regatear los compraba Gayoso; en la misma plaza de la Constitución de Vilamorta había adquirido un grupo de tres casas, derribándolas y alzando sobre los solares nuevo y suntuoso edificio.
-¿No le bastarían a ese viejo chocho siete pies de tierra? -preguntaban entre burlones e indignos los concurrentes al Casino.
Júzguese lo que añadirían al difundirse la extraña noticia de la boda, y al saberse que don Fortunato, no sólo dotaba espléndidamente a la sobrina del cura, sino que la instituía heredera universal. Los berridos de los parientes, más o menos próximos, del ricachón, llegaron al cielo: hablóse de tribunales, de locura senil, de encierro en el manicomio. Mas como don Fortunato, aunque muy acabadito y hecho una pasa seca, conservaba íntegras sus facultades y discurría y gobernaba perfectamente, fue preciso dejarle, encomendando su castigo a su propia locura.
Lo que no se evitó fue la cencerrada monstruo. Ante la casa nueva, decorada y amueblada sin reparar en gastos, donde se habían recogido ya los esposos, juntáronse, armados de sartenes, cazos, trípodes, latas, cuernos y pitos, más de quinientos bárbaros. Alborotaron cuanto quisieron sin que nadie les pusiese coto; en el edificio no se entreabrió una ventana, no se filtró luz por las rendijas: cansados y desilusionados, los cencerreadores se retiraron a dormir ellos también. Aun cuando estaban conchavados para cencerrar una semana entera, es lo cierto que la noche de boda ya dejaron en paz a los cónyuges y en soledad la plaza.
Entre tanto, allá dentro de la hermosa mansión, abarrotada de ricos muebles y de cuanto pueden exigir la comodidad y el regalo, la novia creía soñar; por poco, y a sus solas, capaz se sentía de bailar de gusto. El temor, más instintivo que razonado, con que fue al altar de Nuestra Señora del Plomo, se había disipado ante los dulces y paternales razonamientos del anciano marido, el cual sólo pedía a la tierna esposa un poco de cariño y de calor, los incesantes cuidados que necesita la extrema vejez.
Ahora se explicaba Inesiña los reiterados «No tengas miedo, boba»; los «Cásate tranquila», de su tío el abad de Gondelle. Era un oficio piadoso, era un papel de enfermera y de hija el que le tocaba desempeñar por algún tiempo..., acaso por muy poco. La prueba de que seguiría siendo chiquilla, eran las dos muñecas enormes, vestidas de sedas y encajes, que encontró en su tocador, muy graves, con caras de tontas, sentadas en el confidente de raso. Allí no se concebía, ni en hipótesis, ni por soñación, que pudiesen venir otras criaturas más que aquellas de fina porcelana.
¡Asistir al viejecito! Vaya: eso sí que lo haría de muy buen grado Inés. Día y noche -la noche sobre todo, porque era cuando necesitaba a su lado, pegado a su cuerpo, un abrigo dulce- se comprometía a atenderle, a no abandonarle un minuto. ¡Pobre señor! ¡Era tan simpático y tenía ya tan metido el pie derecho en la sepultura! El corazón de Inesiña se conmovió: no habiendo conocido padre, se figuró que Dios le deparaba uno. Se portaría como hija, y aún más, porque las hijas no prestan cuidados tan íntimos, no ofrecen su calor juvenil, los tibios efluvios de su cuerpo; y en eso justamente creía don Fortunato encontrar algún remedio a la decrepitud. «Lo que tengo es frío -repetía-, mucho frío, querida; la nieve de tantos años cuajada ya en las venas. Te he buscado como se busca el sol; me arrimo a ti como si me arrimase a la llama bienhechora en mitad del invierno. Acércate, échame los brazos; si no, tiritaré y me quedaré helado inmediatamente. Por Dios, abrígame; no te pido más».
Lo que se callaba el viejo, lo que se mantenía secreto entre él y el especialista curandero inglés a quien ya como en último recurso había consultado, era el convencimiento de que, puesta en contacto su ancianidad con la fresca primavera de Inesiña, se verificaría un misterioso trueque. Si las energías vitales de la muchacha, la flor de su robustez, su intacta provisión de fuerzas debían reanimar a don Fortunato, la decrepitud y el agotamiento de éste se comunicarían a aquélla, transmitidos por la mezcla y cambio de los alientos, recogiendo el anciano un aura viva, ardiente y pura y absorbiendo la doncella un vaho sepulcral. Sabía Gayoso que Inesiña era la víctima, la oveja traída al matadero; y con el feroz egoísmo de los últimos años de la existencia, en que todo se sacrifica al afán de prolongarla, aunque sólo sea horas, no sentía ni rastro de compasión.
Agarrábase a Inés, absorbiendo su respiración sana, su hálito perfumado, delicioso, preso en la urna de cristal de los blancos dientes; aquel era el postrer licor generoso, caro, que compraba y que bebía para sostenerse; y si creyese que haciendo una incisión en el cuello de la niña y chupando la sangre en la misma vena se remozaba, sentíase capaz de realizarlo. ¿No había pagado? Pues Inés era suya.
Grande fue el asombro de Vilamorta -mayor que el causado por la boda aún- cuando notaron que don Fortunato, a quien tenían pronosticada a los ocho días la sepultura, daba indicios de mejorar, hasta de rejuvenecerse. Ya salía a pie un ratito, apoyado primero en el brazo de su mujer, después en un bastón, a cada paso más derecho, con menos temblequeteo de piernas. A los dos o tres meses de casado se permitió ir al casino, y al medio año, ¡oh maravilla!, jugó su partida de billar, quitándose la levita, hecho un hombre. Diríase que le soplaban la piel, que le inyectaban jugos: sus mejillas perdían las hondas arrugas, su cabeza se erguía, sus ojos no eran ya los muertos ojos que se sumen hacia el cráneo. Y el médico de Vilamorta, el célebre Tropiezo, repetía con una especie de cómico terror:
-Mala rabia me coma si no tenemos aquí un centenario de esos de quienes hablan los periódicos.
El mismo Tropiezo hubo de asistir en su larga y lenta enfermedad a Inesiña, la cual murió -¡lástima de muchacha!- antes de cumplir los veinte. Consunción, fiebre hética, algo que expresaba del modo más significativo la ruina de un organismo que había regalado a otro su capital.
Buen entierro y buen mausoleo no le faltaron a la sobrina del cura; pero don Fortunato busca novia. De esta vez, o se marcha del pueblo, o la cencerrada termina en quemarle la casa y sacarle arrastrando para matarle de una paliza tremenda. ¡Estas cosas no se toleran dos veces! Y don Fortunato sonríe, mascando con los dientes postizos el rabo de un puro.


Emilia, Condesa de Pardo Bazán.

Los Cuervos





Sobre el negro rincón acosa la sombra de los cuervos al mediodía, rozando la cierva en agria algarabía, puede verse cuán huraños reposan.
Oh cómo agitan la sombría calma en un campo que extasía, cual mujer que grave intuición cautiva; puede oírse cuando regañan
por carroña, que por allí han de oler, y vuelven de pronto al norte el vuelo; como un cortejo se pierden en el cielo, en aires que tiemblan de placer.

Georg Trakl.

1.8.09

Amor bajo la luz de la luna


A veces un hombre o una mujer imponen su desesperacióna otra persona, a eso lo llamanalternativamente desnudar el corazón, o desnudar el alma.(Lo que significa que para entonces adquirieron una.)Afuera, la tarde de verano, todo un mundoarrojado a la luna: grupos de formas plateadasque podrían ser árboles o edificios, el angosto jardíndonde el gato se esconde para revolcarse en el polvo,la rosa, la coreopsis y, en la oscuridad, la cúpula dorada del capitoliotransformada en aleación de luz de luna,forma sin detalle, el mito, el arquetipo, el almallena de ese fuego que en realidad es luz de luna,tomada de otra fuente, y brillaunos instantes, como brilla la luna: piedra o no,la luna sigue estando más que viva.

Louise E Glück-"Iris salvaje"
Trad: Eduardo Chirinos

Vampirismo


-Ahora que habláis de vampirismo, me viene a la mente una historia que hace tiempo leí o escuché. Creo que más bien lo último, pues ahora que recuerdo, el narrador insistió mucho en que el relato era verdadero. Si la historia se ha publicado y la conocéis, interrumpidme, pues no hay nada más fastidioso y aburrido que escuchar cosas conocidas.
-Creo que nos vas a ofrecer algo horroroso y tremendo; así es que, por lo menos, piensa en San Serapio y procura ser lo más breve posible, para que Vincenzo tenga la palabra, pues, según veo, está impaciente por referirnos el cuento que nos prometió.
-¡Calma, calma! -exclamó Vincenzo- Nada mejor para mí que Cipriano tienda un tapiz negro que sirva de fondo a la representación mímico-plástica de mis alegres, pintorescas y saltarinas figuras. Empieza, Cipriano amigo, muéstrate seco, terrorífico, incluso espeluznante, más que el vampírico lord Byron, al que por cierto no he leído.
-El conde Hipólito -comenzó Cipriano- había regresado de sus largos viajes, para hacerse cargo de la rica herencia de su padre. El palacio estaba situado en una de las regiones más bellas y agradables del país, y las rentas que le proporcionaban sus posesiones bastaban para el costoso embellecimiento del mismo.
...Todo lo que el conde había visto a lo largo de sus viajes, lo más bello, atractivo y suntuoso, quería verlo de nuevo levantarse ante sus ojos. Cortesanos y artistas reuníanse en torno a él y acudían a su llamada, de modo que pronto comenzaron las obras del palacio, y el diseño de un amplio parque de gran estilo, en el que se hallarían incluidas iglesia, cementerio y parroquia, formando parte del artístico jardín. El conde dirigía todos los trabajos, pues tenía conocimientos suficientes para ello. Se entregó en cuerpo y alma a estas ocupaciones, de modo que transcurrió un año sin que se le ocurriese (según le aconsejó su anciano tío) dejarse ver a los ojos de las jóvenes, para escoger como esposa a la más bella, a la mejor y a la más noble.
Una mañana que se encontraba sentado ante la mesa de dibujo, proyectando un nuevo edificio, se hizo anunciar una vieja baronesa, lejana pariente de su padre. Hipólito recordó el nombre de la baronesa, y que su padre sentía una indignación intensa contra esta mujer, e incluso que hablaba de ella con repugnancia, y a todas cuantas personas trataban de acercarse a ella les aconsejaba que se alejasen, aunque sin explicar jamás los motivos del peligro. Cuando se le preguntaba al conde, solía decir que había ciertas cosas sobre las que más valía callar que hablar. Con más razón, cuanto que en la residencia corrían turbios rumores de un extraño e insólito proceso criminal, en el que estaba implicada la baronesa, que separada de su marido y expulsada de su alejado lugar de residencia, sólo gracias a la intervención del príncipe se veía libre de encarcelamiento.
Muy molesto se sintió Hipólito por la proximidad de una persona a la que su padre aborrecía, aunque los motivos le fuesen desconocidos. La ley de la hospitalidad, que era privativa de toda esta región, le obligaba a recibir la desagradable visita. Jamás una persona había causado al conde una impresión tan antipática en su apariencia -aunque en realidad no fuese odiosa- como la baronesa.
Al entrar traspasó al conde con una mirada de fuego, luego entornó los párpados y se disculpó de su visita, casi con expresión humilde. Se quejó de que el padre del conde, poseído por extraños prejuicios, a los que le habían inducido sus enemigos maliciosamente, la había odiado hasta la muerte, de modo que, aunque languidecía en la mayor pobreza, y se avergonzaba de su estado, nunca había recibido la menor ayuda. Al fin, como inesperadamente se hubiera visto en posesión de una pequeña suma de dinero, le había sido posible abandonar su residencia y huir hacia un pueblo muy alejado de aquella región. Antes de emprender el viaje no había podido resistir el impulso de conocer al hijo del hombre que le había profesado un odio tan injusto e irreconciliable, aunque a su pesar le reverenciase.
Fue el conmovedor tono de verdad con que habló la baronesa, lo que emocionó al conde, cuanto más que lejos de mirar el desagradable semblante de la vieja, hallábase absorta su mirada en la contemplación de la adorable, maravillosa y encantadora criatura que la acompañaba.
Calló ésta y el conde pareció no darse cuenta: permanecía abstraído. La baronesa pidió que la disculpase, pues al entrar sintióse desconcertada, y se le olvidó presentar a su hija Aurelia. Sólo al oír esto recuperó el conde la palabra, y juró, enrojeciendo totalmente, lo que sumió en la mayor confusión a la adorable joven, que le concediesen enderezar lo que su padre había ejecutado por error, y les suplicó que, conducidas por su propia mano, entrasen en el palacio.
Para confirmar estas palabras tomó la mano de la baronesa, pero la respiración y el habla se le cortaron, al tiempo que un frío enorme le recorría el cuerpo. Sintió que su mano era apresada por unos dedos rígidos, helados como la muerte, y le pareció como si la enorme y huesuda figura de la baronesa -que le contemplaba con ojos sin visión- estuviese envuelta en la espantosa vestimenta de un cadáver.
-¡Oh, Dios mío, qué desgracia está sucediendo en este momento! -gritó Aurelia, y empezó a gemir con una voz tan quejumbrosa, que su pobre madre fue presa de un ataque convulsivo, de cuyo estado, como de costumbre, solía salir unos instantes después, sin necesidad de valerse de ningún medio. Con gran trabajo se desprendió el conde de la baronesa, y como tomase la mano de Aurelia y depositase en ella un ardiente beso, sintió que el dulce deleite del amor y el fuego de la vida retornaban a invadir su ser.
Próximo a la edad madura, sintió el conde, por primera vez, todo el poder de la pasión, de tal modo que le resultó muy difícil esconder sus sentimientos, y como Aurelia le manifestase su agrado de manera ingenua, se encendió en él la esperanza. Apenas pasaron unos cuantos minutos cuando la baronesa despertó de su desmayo, ignorante de lo que había sucedido, y aseguró al conde que estimaba la invitación de permanecer algún tiempo en el palacio, y que olvidaba para siempre todo el mal que su padre le había causado. Así fue como, repentinamente, cambió el hogar del conde, hasta el punto que llegó a pensar que, por un especial favor, el destino le había llevado hasta allí a la persona más ardientemente adorada de todo el universo, para concederle la mayor felicidad de que puede gozar un ser humano.
La conducta de la baronesa fue idéntica, permaneció silenciosa, seria, incluso reservada, y mostró siempre que había ocasión favorable, un dulce talante y hasta una inocente alegría en el fondo de su corazón. El conde, que ya se había habituado al extraño semblante cadavérico y a su figura fantasmal, atribuyó todo esto a su enfermedad, así como la tendencia a una intensa exaltación, de la que daba muestras -según le había dicho su gente- durante los paseos nocturnos que efectuaba por el parque, en dirección al cementerio.
El conde se avergonzó de que los prejuicios de su padre le hubiesen prevenido tanto contra ella y trató de vencer el sentimiento que le sobrecogía, siguiendo los consejos de su buen tío que le indicaba librarse de una relación que tarde o temprano le perjudicaría. Convencido del intenso amor de Aurelia, pidió su mano y figuraos con qué alegría la baronesa aceptó, viéndose transportada de la mayor indigencia al seno de la felicidad. La palidez y aquel aspecto que denotaba un interior extremadamente desasosegado, fue desapareciendo del semblante de Aurelia. La felicidad del amor resplandecía en su mirada y daba a sus mejillas un tono rosado.
La mañana del día que se iba a celebrar la boda, un acontecimiento sobrecogedor vino a contrariar los deseos del conde. Encontraron a la baronesa inerte en el parque, caída en el suelo, con el rostro en tierra, no lejos del camposanto, y la transportaron al palacio, precisamente cuando el conde se levantaba dominado por el sentimiento de su felicidad inminente. Pensó que la baronesa había sido atacada por su acostumbrado mal; sin embargo, fueron vanos todos los medios de que se sirvieron para volverla a la vida. Estaba muerta.
Aurelia no se entregó a los desahogos propios de un intenso dolor, y muda, sin derramar una lágrima, parecía haberse quedado como paralizada después del golpe recibido. El conde, que temía por su amada, con gran cuidado y suavidad se atrevió a recordarle su situación de criatura sola, de modo que ahora más que nunca era necesario aceptar el destino y proceder convenientemente acelerando la ceremonia de la boda que se había diferido a causa de la muerte de la madre. A esto, Aurelia, echándose en los brazos del conde, gritó, al tiempo que derramaba un torrente de lágrimas, con una voz que desgarraba el corazón: Sí, sí, por todos los Santos, por mi bien, sí!. El conde pensó que este vehemente desahogo era debido a la consideración bien amarga de que se encontrase sola, sin patria, y no supiese adonde ir, e incluso a las consideraciones sociales que le impedían permanecer en el palacio.
El conde se ocupó de que una dama honorable le hiciese compañía hasta que el matrimonio se celebró, sin que ningún suceso desgraciado interrumpiese la ceremonia, e Hipólito y Aurelia alcanzaron la cumbre de su felicidad. Mientras todo esto sucedía, Aurelia se había mostrado siempre en un estado de gran excitación. No era el dolor por la pérdida de su madre lo que la desasosegaba, sino una sensación de miedo mortal que parecía atenazarla continuamente.
En mitad de los más dulces transportes amorosos, sentíase sobrecogida de terror, palidecía como una muerta y abrazaba al conde, derramando lágrimas, como si quisiera asegurarse bien de que un poder invisible y enemigo no la llevase a la perdición. Entonces gritaba: ¡No, nunca, nunca!.
Una vez que se encontró casada pareció que el estado de excitación cesaba y que se veía libre del miedo que la sobrecogía. Esto no impidió que el conde adivinase que algún secreto fatídico se escondía en el seno de Aurelia, pero, ciertamente, le pareció inoportuno preguntarle acerca de ello, en tanto que persistiese la excitación, y ella misma se mantuviese callada. Hasta que un día se atrevió a insinuarle la pregunta de cuál era la causa de su desasosiego. Entonces Aurelia afirmó que suponía un inmenso bien para ella desahogar por entero su corazón en su amado esposo. No poco se sorprendió el conde cuando se enteró de que únicamente la fatal conducta de la madre era el motivo del malestar de Aurelia. ¿Hay algo más espantoso -gritó Aurelia- que odiar a la propia madre y tener que aborrecerla? De aquí se deduce que tanto el padre como el tío no estaban dominados por falsos prejuicios y que la baronesa había engañado al conde con una premeditada hipocresía.
Como un signo muy favorable, el conde consideró que la malvada madre se hubiese muerto el mismo día que se iba a celebrar su boda, y no tenía ningún reparo en decirlo. Aurelia, en cambio, dijo que precisamente desde el día de la muerte de su madre se sentía dominada por los más lúgubres y sombríos presentimientos, que no podía evitar sentir un miedo espantoso a que los muertos saliesen de sus tumbas y la arrancasen de los brazos de su amado para llevarla al abismo.
Aurelia recordaba (según refería) los tiempos de su niñez, cómo una mañana, cuando acababa de despertarse, oyó un tumulto espantoso en la casa. Las puertas se abrían y cerraban, se oían voces extrañas. Cuando finalmente se hizo la calma, la doncella tomó a Aurelia de la mano y la llevó a una gran estancia donde estaban muchos hombres reunidos, y en el centro de la habitación sobre una gran mesa yacía un hombre que jugaba a menudo con Aurelia, que le daba golosinas, y al que solía llamar papá. Extendió las manos hacia él y quiso besarle. Los labios que en otro tiempo estaban cálidos ahora estaban helados, y Aurelia, sin saber por qué, prorrumpió en sollozos. La doncella la condujo a una casa desconocida, donde estuvo durante mucho tiempo, hasta que apareció una señora y se la llevó en un coche. Era su madre que la trasladó a la Corte. Aurelia debía tener ya dieciséis años cuando apareció un hombre en casa de la baronesa, al que ésta recibió con alegría, denotando la confianza e intimidad de un amigo querido desde hace tiempo. Cada vez venía más a menudo, y cada vez era más evidente que su casa se transformaba y ponía en mejores condiciones. En lugar de vivir como en una cabaña y vestirse con pobres vestidos y alimentarse mal, ahora vivían en la parte más bella de la ciudad, ostentaban lujosos vestidos y comían y bebían con el desconocido, que diariamente se sentaba a la mesa y participaba en todas las diversiones públicas que se ofrecían en la Corte. Únicamente Aurelia permanecía ajena a las mejoras de su madre, que, evidentemente, se debían al extranjero. Se encerraba en su cuarto cuando la baronesa departía con el desconocido y permanecía tan insensible como antes.
El desconocido, aunque era ya casi de cuarenta años, tenía un aspecto fresco y juvenil, poseía una gran figura y su semblante podía considerarse varonil. No obstante, le resultaba desagradable a Aurelia porque, a menudo, su conducta le parecía vulgar, torpe y plebeya.
Las miradas que empezó a dirigir a Aurelia le causaron inquietud y espanto, incluso un temor que ella misma no sabía explicar. Hasta el momento, la baronesa no se había molestado en dar alguna explicación a Aurelia acerca del desconocido. Ahora mencionó su nombre a Aurelia, añadiendo que el barón era muy rico y un pariente lejano. Alabó su figura, sus rasgos, y terminó preguntando a Aurelia que qué le parecía. Aurelia no ocultó el aborrecimiento que sentía por el desconocido; la baronesa le lanzó una mirada que le produjo un terror indecible y luego la regañó acusándola de ser necia. Poco después, la baronesa se conducía más amablemente que nunca con Aurelia. Le regaló hermosos vestidos y ricos adornos que estaban de moda, y la dejó participar en las diversiones públicas. El desconocido trataba de ganarse el favor de Aurelia, de tal modo que se hacía todavía más odioso. Fue fatal para su tierno espíritu que la casualidad le deparase ser testigo de todo esto, lo que motivó que sintiese un odio tremendo hacia el desconocido y la corrompida madre. Como pocos días después el desconocido, medio embriagado, la estrechase en sus brazos, de modo que no dejase lugar a dudas de sus aviesas intenciones, la desesperación diole fuerzas varoniles, de forma que le propinó tal empujón al desconocido que lo tiró de espaldas, tuvo que huir y se encerró en su cuarto.
La baronesa explicó a Aurelia fríamente y con firmeza que el desconocido mantenía la casa y que no tenía el menor deseo de volver a la antigua indigencia, y que, por consiguiente, eran vanos e inútiles los melindres. Aurelia debía ceder a los deseos del desconocido, que amenazaba abandonarlas. En vez de compadecerse de las súplicas desgarradoras de Aurelia, de sus ardientes lágrimas, la vieja comenzó a proferir amenazas y a burlarse de ella, agregando que estas relaciones le proporcionarían el mayor placer de la vida, así como toda clase de comodidades, y dio muestras de un desaforado aborrecimiento hacia los sentimientos virtuosos, por lo que Aurelia quedó aterrada. Viose perdida, de modo que la única salvación posible le pareció una rápida huida.
Aurelia se había hecho con una llave de la casa, y envolviendo algunas cosas indispensables para su fuga, se deslizó a medianoche, cuando vio a su madre profundamente dormida, hasta el vestíbulo iluminado débilmente. Con sumo cuidado trataba de salir, cuando la puerta de la casa chocó violentamente y retumbó a través de la escalera. En medio del vestíbulo, haciendo frente a Aurelia, apareció la baronesa vestida con una bata sucia y vieja, con el pecho y los brazos descubiertos, el pelo gris despeinado, moviéndose airada. Y detrás de ella el desconocido, que gritaba y chillaba: ¡Espera, condenado Satanás, bruja endemoniada, que me las vas a pagar!, y arrastrándola por los pelos, empezó a golpearla de un modo brutal en mitad del cuerpo, envuelto como estaba en su gruesa bata.
La baronesa empezó a gritar. Aurelia, casi desvanecida, pidió auxilio, asomándose a la ventana abierta. Dio la casualidad que precisamente pasaba por allí una patrulla de guardias, que entraron al instante en la casa: ¡Cogedle! -gritaba la baronesa a los guardias, retorciéndose de rabia y de dolor- ¡Cogedle y agarradle bien! ¡Miradle la espalda!
En cuanto la baronesa pronunció su nombre, el jefe de la patrulla exclamó jubilosamente: ¡Al fin te cogimos, Urian!", y con esto le agarraron y le llevaron consigo, no obstante resistirse. A pesar de todo lo sucedido, la baronesa se había percatado de las intenciones de Aurelia. De momento se conformó con agarrarla violentamente del brazo, arrojarla al interior de su cuarto y cerrarlo bien, sin decir palabra. A la mañana siguiente, la baronesa salió y regresó muy tarde por la noche, mientras Aurelia permanecía en su cuarto encerrada como en una prisión, sin ver ni oír a nadie, de modo que pasó el día sin que tomase comida ni bebida. Así transcurrieron varios días. A menudo la miraba la baronesa con ojos encendidos de ira, y parecía como si quisiera tomar una decisión, hasta que un día encontró una carta, cuyo contenido pareció llenarla de alegría: Odiosa criatura -dijo la baronesa a Aurelia-, eres culpable de todo, aunque te perdono, y lo único que deseo es que no te alcance la espantosa maldición que este malvado ha descargado sobre ti. Luego de decir esto se mostró muy amable, y Aurelia, ahora que ya aquel hombre se había alejado, no volvió a pensar más en la huida, por lo que le fue concedida mayor libertad.
Pasado ya algún tiempo, un día que Aurelia estaba sentada sola en su cuarto, oyó un gran tumulto en la calle. La doncella salió y volvió diciendo que era el hijo del verdugo que iba detenido, después de ser marcado por robo y asesinato, y que al ser conducido a la cárcel se había escapado de entre las manos de los guardianes. Aurelia vaciló, asomándose a la ventana, dominada por temerosos presentimientos; no se había engañado, era el desconocido que, rodeado de numerosos guardianes, iba subido en una carreta. Le conducían camino de la ejecución de la condena y de la expiación de sus faltas. Casi estuvo a punto de desmayarse en su sillón, cuando la espantosa y salvaje mirada del hombre se cruzó con la suya, al tiempo que con gestos amenazadores levantaba el puño cerrado hacia su ventana.
Era costumbre de la baronesa estar siempre fuera de casa, aunque regresaba para hablar con Aurelia y hacer consideraciones acerca de su destino y de las amenazas que se cernían sobre ella, presagiando una vida muy triste. Por medio de la doncella que había entrado a su servicio el día después del suceso de aquella noche, y a la que habían tenido al corriente de las relaciones de la baronesa con aquel pícaro, se enteró Aurelia de que todos los de la casa compadecían a la baronesa por haber sido engañada tan vilmente por un delincuente tan despreciable.
Bien sabía Aurelia que la cosa era de otro modo, y le parecía imposible que los guardias que poco antes habían detenido a este hombre en casa de la baronesa no supieran de sobra la buena amistad de la baronesa con el hijo del verdugo, ya que al apresarle, la baronesa había proferido su nombre y había hecho alusión a la marca de su espalda, que era la señal de su crimen. De aquí que, incluso, la misma doncella a veces expresase con ambigüedad lo que se decía por todas partes, y que insinuase que los jueces estaban haciendo averiguaciones, de forma que hasta la honorable baronesa estuviese a punto de sufrir arresto, debido a las extrañas declaraciones del malvado hijo del verdugo.
De nuevo se dio cuenta la pobre Aurelia de la situación tan lamentable en que se hallaba su madre, y no comprendió cómo podría después de aquel horroroso acontecimiento permanecer un instante más en la residencia. Finalmente, viose obligada a abandonar el lugar, donde se sentía rodeada de un justificado desprecio, y a dirigirse a una región alejada de allí. El viaje la condujo al palacio del conde, donde sucedió lo que ya hemos referido.
Aurelia se sintió extremadamente feliz, libre de las tremendas preocupaciones que tenía, pero he aquí que quedó aterrada cuando al expresarle su madre el favor divino que le concedía este sentimiento de bienaventuranza, ésta, echando llamas por los ojos, gritó con voz destemplada: ¡Tú eres la causa de mi desgracia, desventurada criatura, pero ya verás, toda tu soñada felicidad será destruida por el espíritu vengador, cuando me sobrecoja la muerte. En medio de las convulsiones que me costó tu nacimiento, la astucia de Satanás..., y aquí se detuvo Aurelia, se apoyó en el pecho del conde y le suplicó que le permitiese callar lo que la baronesa había proferido en su furor demencial. Hallábase destrozada, pues creía firmemente que se cumplirían las amenazas de los malos espíritus que poseían a su madre.
El conde consoló a su esposa lo mejor que pudo. Hubo de confesarse a sí mismo, cuando estuvo tranquilo, que el profundo aborrecimiento de la baronesa, aunque hubiese fallecido, arrojaba una negra sombra sobre la vida, que le había parecido tan clara.
Poco tiempo después se notó un marcado cambio en Aurelia. Como la palidez mortal de su semblante y la mirada extenuada denotase enfermedad, pareció como si Aurelia ocultase un nuevo secreto en el interior de su ser, que se mostrase inquieto, inseguro y temeroso. Huía incluso hasta de su marido, se encerraba en su cuarto, buscaba los lugares más apartados del parque, y cuando se la veía, sus ojos llorosos y los consumidos rasgos de su semblante denotaban que sufría una pena profunda. En vano el conde se esforzaba por conocer los motivos del estado de su esposa. Del enorme desconsuelo en el que finalmente se sumió, la sacó un famoso médico, al insinuar que la gran irritabilidad de la condesa, a juzgar por los síntomas, posiblemente denotaba un cambio de estado, que haría la dicha del matrimonio. Este mismo médico se permitió, como se sentase a la mesa del conde y de la condesa, toda clase de alusiones al supuesto estado en que se hallaba la condesa.
La condesa parecía indiferente a todo lo que escuchaba, aunque de pronto prestó gran atención, cuando el médico comenzó a hablar de los caprichos tan raros que a veces tenían las mujeres que estaban en estado, y a los que se entregaban sin tener en consideración la salud y la conveniencia del niño.
La condesa abrumó al médico con preguntas, y éste no se cansó de responder a todas ellas, refiriendo casos asombrosamente curiosos y divertidos de su propia experiencia: También -repuso- hay ejemplos de caprichos anormales, que llevan a las mujeres a realizar hechos espantosos. Así la mujer de un herrero sintió tal deseo de la carne de su marido, que no paró hasta que un día que éste llegó embriagado, se abalanzó sobre él con un cuchillo grande y le acuchilló de manera tan cruel que pocas horas después entregaba el espíritu.
Apenas hubo pronunciado el médico estas palabras, la condesa se desmayaba en la silla donde estaba sentada, y con gran trabajo pudo ser salvada de los ataques de nervios que sufrió a continuación. El médico se percató de que había sido muy imprudente al mencionar en presencia de una mujer tan débil y nerviosa aquel terrible suceso.
Sin embargo, pareció que aquella crisis había ejercido un influjo bienhechor en el ánimo de la condesa, pues se tranquilizó, aunque como de nuevo volviese a enmudecer y a convertirse en una extraña criatura solitaria, con un fuego intenso que brotaba de sus ojos, adquiriendo la palidez mortal de antes, el conde nuevamente volvió a sentir pena e inquietud acerca del estado de su esposa. Lo más raro de él, era que la condesa no tomaba ningún alimento, y sobre todo que demostraba tal asco a la comida, especialmente a la carne, que más de una vez se alejó de la mesa dando las más vivas muestras de aborrecimiento. El médico se sintió incapaz de curarla, pues ni las más fuertes y cariñosas súplicas del conde, ni nada en el mundo podía hacer que la condesa tomase ninguna medicina.
Como transcurriesen semanas y meses sin que la condesa probase bocado, y pareciese que un insondable secreto consumía su vida, el médico supuso que había algo raro, más allá de los límites de la ciencia humana. Abandonó el palacio con un pretexto cualquiera, y el conde pudo darse cuenta de que la enfermedad de la condesa parecía muy sospechosa al acreditado médico, y denotaba que la enfermedad estaba muy arraigada, sin que hubiese medio de curarla. Hay que suponerse en qué estado de ánimo quedó el conde, no satisfecho con esta explicación.
Justamente por esta época un viejo y fiel servidor tuvo ocasión de descubrir al conde que la condesa abandonaba el palacio todas las noches y regresaba al romper el alba. El conde se quedó helado. Ahora es cuando se dio cuenta de que desde hacía bastante tiempo, a eso de la medianoche, le sobrecogía un sueño muy pesado, que atribuía a algún narcótico que la condesa le administraba para poder abandonar sin ser vista el dormitorio que compartía con él.
Los más negros presentimientos sobrecogieron su alma; pensó en la diabólica madre, cuyo espíritu quizá revivía ahora en la hija, en alguna relación ilícita y adulterina, y hasta en el malvado hijo del verdugo. A la noche siguiente iba a desvelársele el espantoso secreto, único motivo del estado misterioso en que se hallaba su esposa.
La condesa acostumbraba ella misma a preparar el té que tomaba el conde y luego se alejaba. Aquel día decidió el conde no probar una gota, y como leyese en la cama, según tenía por costumbre, no sintió el sueño que le sobrecogía a medianoche como otras veces. No obstante se acostó sobre los cojines, e hizo como si durmiese. Suavemente, con gran cuidado, abandonó la condesa el lecho, se aproximó a la cama del conde e iluminó su rostro, deslizándose de la alcoba sin hacer ruido.
El corazón le latía al conde violentamente, se levantó, echóse un manto y siguió a su esposa. Era una noche de luna clara, de modo que, no obstante lo veloz de su paso, se podía ver perfectamente a la condesa Aurelia, envuelta su figura en una túnica blanca. La condesa se dirigió a través del parque hacia el cementerio y desapareció tras el muro.
Rápidamente, corrió el conde tras ella, atravesó la puerta del muro del cementerio, que halló abierta. Al resplandor clarísimo de la luna vio un círculo de espantosas figuras fantasmales. Viejas mujeres semidesnudas, con el cabello desmelenado, hallábanse arrodilladas en el suelo, y se inclinaban sobre el cadáver de un hombre, que devoraban con voracidad de lobo. ¡Aurelia hallábase entre ellas! Impelido por un horror salvaje, el conde salió corriendo irreflexivamente, como preso de un espanto mortal, por el pavor del infierno, y cruzó los senderos del parque, hasta que, bañado en sudor, al amanecer encontróse ante la puerta del palacio. Instintivamente, sin meditar lo que hacía, subió corriendo las escaleras, y atravesó las habitaciones hasta llegar a la alcoba. La condesa yacía, al parecer entregada a un dulce y tranquilo sueño. El conde trató de convencerse de que sólo había sido una pesadilla o una visión engañosa que le había angustiado, ya que era sabedor del paseo nocturno, del cual daba trazas su manto, mojado por el rocío de la mañana.
Sin esperar a que la condesa despertase, se vistió y montó en su caballo. La carrera que dio a lo largo de aquella hermosa mañana a través de los arbustos aromáticos, de los que parecía saludarle el alegre canto de los pájaros que despertaban al día, disipó las terribles imágenes nocturnas; consolado y sereno regresó al palacio.
Como ambos, el conde y la condesa, se sentasen solos a la mesa, y como de costumbre ésta tratase de salir de la estancia a la vista de la carne guisada, dando muestras del mayor asco, se le hizo evidente al conde, en toda su crudeza, la verdad de lo que había contemplado la noche anterior. Poseído del mayor furor se levantó de un salto y gritó con voz terrible: ¡Maldito aborto del infierno, ya sé por qué aborreces el alimento de los hombres, te cebas en las tumbas, mujer diabólica!.
Apenas había proferido estas palabras, la condesa, dando alaridos, se abalanzó sobre él con la furia de una hiena y le mordió en el pecho. El conde dio un empujón a la rabiosa mujer y la tiró al suelo, donde entregó su espíritu en medio de las convulsiones más espantosas. El conde enloqueció.

E.T.A. Hoffmann (1776-1822)

Abdicación

Tómame, oh noche eterna, en tusbrazos y llámame hijo.
Yo soy un rey quevoluntariamente abandoné mitrono de ensueños y cansancios.
Mi espada, pesada en brazosflojos, a manos virilesy calmas entregué;y mi cetro y corona yo los dejéen la antecámara, hechos pedazos.
Mi cota de malla, tan inútil,mis espuelas, de un tintineo tan fútil,las dejé por la fría escalinata.
Desvestí la realeza, cuerpo y alma,y regresé a la noche antigua y serenacomo el paisaje al morir el día.

F Pessoa
Trad: F. Gutiérrez

La marca de la Bestia

Vuestros dioses y mis dioses... ¿acasosabemos, vosotros o yo, quiénes sonmás poderosos?(Proverbio indígena)

Al Este de Suez —dicen algunos— el control de la Providencia termina; el Hombre queda entregado al poder de los Dioses y Demonios de Asia, y la Iglesia de Inglaterra sólo ejerce una supervisión ocasional y moderada en el caso de un súbdito británico. Esta teoría justifica algunos de los horrores más innecesarios de la vida en la India; puede hacerse extensible a mi relato.
Mi amigo Strickland, de la Policía, que sabe más sobre los indígenas de la India de lo que es prudente, puede dar testimonio de la veracidad de los hechos. Dumoise, nuestro doctor, también vio lo que Strickland y yo vimos. Sin embargo, la conclusión que extrae es incorrecta. Él está muerto ahora; murió en circunstancias harto singulares, que han sido descritas en otra parte.
Cuando Fleete llegó a la India poseía un algo de dinero y algunas tierras en el Himalaya, cerca de un lugar llamado Dharmsala. Ambas propiedades le fueron legadas por un tío, y, de hecho, vino aquí para explotarlas. Era un hombre alto, pesado, afable e inofensivo. Su conocimiento de los indígenas era, naturalmente, limitado, y se quejaba de las dificultades del lenguaje. Bajó a caballo desde sus posesiones en las montañas para pasar el Año Nuevo en la estación y se alojó con Strickland. En Nochevieja se celebró una gran cena en el club, y la velada —como es natural— transcurrió convenientemente regada con alcohol. Cuando se reúnen hombres procedentes de los rincones más apartados del Imperio, existen razones para que se comporten de una forma un tanto bulliciosa. Había bajado de la Frontera un contingente de Catch-'em Alive-O's, hombres que no habían visto veinte rostros blancos durante un año y que estaban acostumbrados a cabalgar veinte millas hasta el Fuerte más cercano, a riesgo de regalar el estómago con una bala Khyberee en lugar de sus bebidas habituales.
Desde luego, se aprovecharon bien de esta nueva situación de seguridad, porque trataron de jugar al billar con un erizo enrollado que encontraron en el jardín, y uno de ellos recorrió la habitación con el marcador entre los dientes. Media docena de plantadores habían llegado del Sur y se dedicaban a engatusar al Mayor Mentiroso de Asia, que intentaba superar todos sus embustes al mismo tiempo. Todo el mundo estaba allí, y allí se dio un estrechamiento de filas general y se hizo recuento de nuestras bajas, en muertos o mutilados, que se habían producido durante el año. Fue una noche muy mojada, y recuerdo que cantamos Auld Lang Syne con los pies en la Copa del Campeonato de Polo, las cabezas entre las estrellas, y que juramos que todos seríamos buenos amigos. Después, algunos partieron y anexionaron Birmania, otros trataron de abrir brecha en el Sudán y sufrieron un descalabro frente a los Fuzzies en aquella cruel refriega de los alrededores de Suakim; algunos obtuvieron medallas y estrellas, otros se casaron, lo que no deja de ser una tontería, y otros hicieron cosas peores, mientras el resto de nosotros permanecimos atados a nuestras cadenas y luchamos por conseguir riquezas a fuerza de experiencias insatisfactorias.
Fleete comenzó la velada con jerez y bitters, bebió champagne a buen ritmo hasta los postres, que fueron acompañados de un capri seco, sin mezclar, tan fuerte y áspero como el whisky; tomó Benedictine con el café, cuatro o cinco whiskys con soda para aumentar su tanteo en el billar, cervezas y dados hasta las dos y media, y acabó con brandy añejo. En consecuencia, cuando salió del club, a las tres y media de la madrugada, bajo una helada, se enfureció con su caballo porque sufría ataques de tos, e intentó subirse a la montura de un salto. El caballo se escapó y se dirigió a los establos, de modo que Strickland y yo formamos una guardia de deshonor para conducirle a casa. El camino atravesaba el bazar, cerca de un pequeño templo consagrado a Hanuman, el Dios-Mono, que es una divinidad principal, digna de respeto. Todos los dioses tienen buenas cualidades, del mismo modo que las tienen todos los sacerdotes. Personalmente le concedo bastante importancia a Hanuman y soy amable con sus adeptos... los grandes monos grises de las montañas. Uno nunca sabe cuando puede necesitar a un amigo. Había luz en el templo, y al pasar junto a él, escuchamos las voces de unos hombres que entonaban himnos. En un templo indígena los sacerdotes se levantan a cualquier hora de la noche para honrar a su dios. Antes de que pudiéramos detenerlo, Fleete subió corriendo las escaleras, propinó unas patadas en el trasero a dos sacerdotes y apagó solemnemente la brasa de su cigarro en la frente de la imagen de piedra roja de Hanuman. Strickland intentó sacarlo a rastras, pero Fleete se sentó y dijo solemnemente:
—¿Veis eso? La marca de la B... bessstia. Yo la he hecho. ¿No es hermosa?
En menos de un minuto el templo se llenó de vida, y Strickland, que sabía lo que sucede cuando se profana a los dioses, declaró que podría ocurrir cualquier desgracia. En virtud de su situación oficial, de su prolongada residencia en el país y de su debilidad por mezclarse con los indígenas, era muy conocido por los sacerdotes y no se sentía feliz. Fleete se había sentado en el suelo y se negaba a moverse. Dijo que el «viejo Hanuman» sería una almohada confortable.
En ese instante, sin previo aviso, un Hombre de Plata salió de un nicho situado detrás de la imagen del dios. Estaba totalmente desnudo, a pesar del frío cortante, y su cuerpo brillaba como plata escarchada, pues era lo que la Biblia llama: un leproso tan blanco como la nieve. Además, no tenía rostro, pues se trataba de un leproso con muchos años de enfermedad y el mal había corrompido su cuerpo. Strickland y yo nos detuvimos para levantar a Fleete, mientras el templo se llenaba a cada instante con una muchedumbre que parecía surgir de las entrañas de la tierra; entonces, el Hombre de Plata se deslizó por debajo de nuestros brazos, produciendo un sonido exactamente igual al maullido de una nutria, se abrazó al cuerpo de Fleete y le golpeó el pecho con la cabeza sin que nos diera tiempo a arrancarle de sus brazos. Después se retiró a un rincón y se sentó, maullando, mientras la multitud bloqueaba las puertas. Los sacerdotes se habían mostrado verdaderamente encolerizados hasta el momento en que el Hombre de Plata tocó a Fleete. Esta extraña caricia pareció tranquilizarlos.
Al cabo de unos minutos, uno de los sacerdotes se acercó a Strickland y le dijo en perfecto inglés:
-Llévate a tu amigo. El ha terminado con Hanuman, pero Hanuman no ha terminado con él.
La muchedumbre nos abrió paso y sacamos a Fleete al exterior. Strickland estaba muy enfadado. Decía que podían habernos acuchillado a los tres, y que Fleete debía dar gracias a su buena estrella por haber escapado sano y salvo.
Fleete no dio las gracias a nadie. Dijo que quería irse a la cama. Estaba magníficamente borracho. Continuamos nuestro camino; Strickland caminaba silencioso y airado, hasta que Fleete cayó presa de un acceso de estremecimientos y sudores. Dijo que los olores del bazar eran insoportables, y se preguntó por qué demonios autorizaban el establecimiento de esos mataderos tan cerca de las residencias de los ingleses.
-¿Es que no sentís el olor de la sangre? —dijo.
Por fin conseguimos meterle en la cama, justo en el momento en que despuntaba la aurora, y Strickland me invitó a tomar otro whisky con soda. Mientras bebíamos, me habló de lo sucedido en el templo y admitió que le había dejado completamente desconcertado. Strickland detestaba que le engañaran los indígenas, porque su ocupación en la vida consistía en dominarlos con sus propias armas. No había logrado todavía tal cosa, pero es posible que en quince o veinte años obtenga algunos pequeños progresos.
-Podrían habernos destrozado -dijo-, en lugar de ponerse a maullar. Me pregunto qué es lo que pretendían. No me gusta nada este asunto. Yo dije que el Consejo Director del Templo entablaría una demanda criminal contra nosotros por insultos a su religión. En el Código Penal indio existe un artículo que contempla precisamente la ofensa cometida por Fleete. Strickland dijo que esperaba y rogaba que lo hicieran así. Antes de salir eché un vistazo al cuarto de Fleete y le vi tumbado sobre el costado derecho, rascándose el pecho izquierdo. Por fin, a las siete en punto de la mañana, me fui a la cama, frío, deprimido y de mal humor.
A la una bajé a casa de Strickland para interesarme por el estado de la cabeza de Fleete. Me imaginaba que tendría una resaca espantosa. Su buen humor le había abandonado, pues estaba insultando al cocinero porque no le había servido la chuleta poco hecha. Un hombre capaz de comer carne cruda después de una noche de borrachera es una curiosidad de la naturaleza. Se lo dije a Fleete y él se echó a reír:
-Criáis extraños mosquitos en estos parajes -dijo-. Me han devorado vivo, pero sólo en una parte.-Déjame echar un vistazo a la picadura -dijo Strickland-. Es posible que haya bajado desde esta mañana.
Mientras se preparaban las chuletas, Fleete abrió su camisa y nos enseñó, justamente bajo el pecho izquierdo, una marca, una reproducción perfecta de los rosetones negros (las cinco o seis manchas irregulares ordenadas en círculo) que se ven en la piel de un leopardo. Strickland la examinó y dijo:
-Esta mañana era de color rosa. Ahora se ha vuelto negra.Fleete corrió hacia un espejo.-¡Por Júpiter! -dijo-. Esto es horrible. ¿Qué es?
No pudimos contestarle. En ese momento llegaron las chuletas, sangrientas y jugosas, y Fleete devoró tres de la manera más repugnante. Masticaba sólo con las muelas de la derecha y ladeaba la cabeza sobre el hombro derecho al tiempo que desgarraba la carne. Cuando terminó, se dio cuenta de lo extraño de su conducta, pues dijo a manera de excusa:
-Creo que no he sentido tanta hambre en mi vida.Después del desayuno, Strickland me dijo:-No te vayas. Quédate aquí; quédate esta noche.
Como mi casa se encontraba a menos de tres millas de la de Strickland, esta petición me parecía absurda. Pero Strickland insistió, y se disponía a decirme algo, cuando Fleete nos interrumpió declarando con aire avergonzado que se sentía hambriento otra vez. Strickland envió un hombre a mi casa para que me trajeran la ropa de cama y un caballo, y bajamos los tres a los establos para matar el tiempo. El hombre que siente debilidad por los caballos jamás se cansa de contemplarlos; y cuando dos hombres que comparten esta debilidad están dispuestos a matar el tiempo de esta manera, intercambiarán a buen seguro una importante cantidad de conocimientos y mentiras.
Había cinco caballos en los establos, y jamás olvidaré la escena que se produjo cuando los examinarlos. Se habían vuelto locos. Se encabritaron y relincharon, y estuvieron a punto de romper las cercas; sudaban, temblaban, echaban espumarajos por la boca y parecían enloquecidos de terror. Los caballos de Strickland le conocían tan bien como sus perros, lo que hacía el suceso aún más extraño. Salimos del establo por miedo de que los animales se precipitaran sobre nosotros en su pánico. Entonces Strickland volvió sobre sus pasos y me llamó. Los caballos estaban asustados todavía, pero nos dieron muestras de cariño y nos permitieron acariciarles, e incluso apoyaron sus cabezas sobre nuestros pechos.
-No tienen miedo de nosotros -dijo Strickland-. ¿Sabes? Daría la paga de tres meses por que Outrage pudiera hablar en este momento.
Pero Outrage permanecía mudo, y se contentaba con arrimarse amorosamente a su amo y resoplar por el hocico, como suelen hacer los caballos cuando quieren decir algo. Fleete vino hacia nosotros mientras estábamos en las caballerizas, y en cuanto le vieron los caballos, el estallido de terror se repitió con renovadas fuerzas. Todo lo que pudimos hacer fue escapar de allí sin recibir ninguna coz. Strickland dijo:
-No parece que te aprecien demasiado, Fleete.-Tonterías. -dijo Fleete- Mi yegua me seguirá como un perro.
Se dirigió hacia ella, que ocupaba una cuadra separada; pero en el momento en que descorrió la tranca de la cerca, la yegua saltó sobre él, le derribó y salió al galope por el jardín. Yo me eché a reír, pero Strickland no lo encontraba nada divertido. Se llevó los dedos al bigote y tiró de él con tanta fuerza que estuvo a punto de arrancárselo. Fleete, en lugar de salir corriendo detrás de su propiedad, bostezó y dijo que tenía sueño. Después fue a la casa para acostarse, una estúpida manera de pasar el día de Año Nuevo. Strickland se sentó a mi lado en los establos y me preguntó si había advertido algo extraño en los modales de Fleete. Le contesté que comía como una bestia, pero que este hecho podía ser una consecuencia de su vida solitaria en las montañas, apartado de una sociedad tan refinada y superior como la nuestra, por poner un ejemplo. Strickland seguía sin encontrarlo divertido. No creo que me escuchara siquiera, porque su siguiente frase aludía a la marca sobre el pecho de Fleete, y afirmó que podía haber sido causada por moscas vesicantes, a menos que fuera una marca de nacimiento que se hiciera visible ahora por primera vez. Estuvimos de acuerdo en que no era agradable a la vista, y Strickland aprovechó la ocasión para decirme que yo era un ingenuo.
-No puedo explicarte lo que pienso en este momento, -dijo- porque me tomarías por loco; pero es necesario que te quedes conmigo unos días, si es posible. Necesito tu ayuda para vigilar a Fleete, pero no me digas lo que piensas hasta que haya llegado a una conclusión.-Pero tengo que cenar fuera esta noche -dije.-Yo también, -dijo Strickland- y Fleete. A menos que haya cambiado de opinión.
Salimos a dar un paseo por el jardín, fumando, pero sin decir nada hasta que terminamos nuestras pipas. Después fuimos a despertar a Fleete. Estaba ya levantado y se paseaba nervioso por la habitación.
-Quiero más chuletas. -dijo- ¿Puedo conseguirlas?Nos reímos y dijimos:-Ve a cambiarte. Los caballos estarán preparados en un minuto.-Muy bien. -dijo Fleete- Iré cuando me hayan servido las chuletas... poco hechas, si es posible.
Parecía decirlo serio. Eran las cuatro en punto y habíamos desayunado a la una; durante un buen rato reclamó aquellas chuletas poco hechas. Después se puso las ropas de montar a caballo y salió a la terraza. Su yegua no le dejó acercarse. Los tres animales se mostraban intratables y finalmente Fleete dijo que se quedaría en casa y que pediría algo de comer. Strickland y yo salimos a montar a caballo, confusos. Al pasar por el templo de Hanuman, el Hombre de Plata salió y maulló a nuestras espaldas.
-No es uno de los sacerdotes regulares del templo. -dijo Strickland- Creo que me gustaría ponerle las manos encima.
No hubo saltos en nuestra galopada por el hipódromo aquella tarde. Los caballos estaban cansados y se movían como si hubieran participado en una carrera.
-El miedo que han pasado después del desayuno no les ha sentado nada bien. -dijo Strickland.Ése fue el único comentario que hizo durante el resto del paseo. Una o dos veces, creo, juró para sus adentros; pero eso no cuenta. Regresamos a las siete. Había anochecido ya y no se veía ninguna luz en el bungalow.
-¡Qué descuidados son los bribones de mis sirvientes! -dijo Strickland.Mi caballo se espantó con algo que había en el paseo de coches, y, de pronto, Fleete apareció bajo su hocico.-¿Qué estás haciendo, arrastrándote por el jardín? -dijo Strickland.
Pero los dos caballos se encabritaron y casi nos tiraron al suelo. Desmontamos en los establos y regresamos con Fleete, que se encontraba a cuatro patas bajo los arbustos.
-¿Qué demonios te pasa? -dijo Strickland.-Nada, nada en absoluto. -dijo Fleete, muy deprisa y con voz apagada- He estado practicando jardinería, estudiando botánica, ¿sabéis? El olor de la tierra es delicioso. Creo que voy a dar un paseo, un largo paseo... toda la noche.
Me di cuenta entonces de que había algo demasiado extraño en todo esto y le dije a Strickland:
-No cenaré fuera esta noche.-¡Dios te bendiga! -dijo Strickland- Vamos, Fleete, levántate. Cogerás fiebre aquí fuera. Ven a cenar, y encendamos las luces. Cenaremos todos en casa.
Fleete se levantó de mala gana y dijo:
-Nada de lámparas... nada de lámparas. Es mucho mejor aquí. Cenemos en el exterior, y pidamos algunas chuletas más... muchas chuletas, y poco hechas... sangrientas y con cartílago.
Una noche de diciembre en el norte de la India es implacablemente fría, y la proposición de Fleete era la de un demente.
-Vamos adentro. -dijo Strickland con severidad- Vamos adentro inmediatamente.
Fleete entró, y cuando las lámparas fueron encendidas, vimos que estaba literalmente cubierto de barro, de la cabeza a los pies. Debía de haber estado rodando por el jardín. Se asustó de la luz y se retiró a su habitación. Sus ojos eran horribles de contemplar. Había una luz verde detrás de ellos, no en ellos, si puedo expresarlo así, y el labio inferior le colgaba con flaccidez. Strickland dijo:
-Creo que vamos a tener problemas... grandes problemas... esta noche. No te cambies tus ropas de montar.
Esperamos y esperamos a que Fleete volviera a aparecer, y durante ese tiempo ordenamos que trajeran la cena. Pudimos oírle ir y venir por su habitación, pero no había encendida ninguna luz allí. De pronto, surgió de la habitación el prolongado aullido de un lobo. La gente escribe y habla a la ligera de sangre que se hiela y de cabellos erizados, y otras cosas del mismo tipo. Ambas sensaciones son demasiado horribles para tratarlas con frivolidad. Mi corazón dejó de latir, como si hubiera sido traspasado por un cuchillo, y Strickland se puso tan blanco como el mantel. El aullido se repitió y, a lo lejos, a través de los campos, otro aullido le respondió.
Esto alcanzó la cima del horror. Strickland se precipitó en el cuarto de Fleete. Yo le seguí; entonces vimos a Fleete a punto de saltar por la ventana. Producía sonidos bestiales desde el fondo de la garganta. Era incapaz de respondernos cuando le gritamos. Escupía.
Apenas recuerdo lo que sucedió a continuación, pero creo que Strickland debió de aturdirle con el sacabotas, de lo contrario, no habría sido capaz de sentarme sobre su pecho. Fleete no podía hablar, tan sólo gruñía, y sus gruñidos eran los de un lobo, no los de un hombre. Su espíritu humano debía de haber escapado durante el día y muerto a la caída de la noche. Estábamos tratando con una bestia, una bestia que alguna vez había sido Fleete. El suceso se situaba más allá de cualquier experiencia humana y racional. Intenté pronunciar la palabra Hidrofobia, pero la palabra se negaba a salir de mis labios, pues sabía que estaba engañándome. Amarramos a la bestia con las correas de cuero; atamos juntos los pulgares de las manos y los pies, y le amordazamos. Después lo transportamos al comedor y enviamos un hombre para que buscara a Dumoise, el doctor, y le dijera que viniese inmediatamente. Una vez que hubimos despachado al mensajero y tomado aliento, Strickland dijo:
-No servirá de nada. Éste no es un caso para un médico.Yo sospechaba que estaba en lo cierto.
La cabeza de la bestia se encontraba libre y la agitaba de un lado a otro. Si una persona hubiera entrado a la habitación en ese momento, podría haber creído que estábamos curando una piel de lobo. Ése era el detalle más repugnante de todos.
Strickland se sentó con la barbilla apoyada en el puño, contemplando cómo se retorcía la bestia en el suelo, pero sin decir nada. La camisa había sido desgarrada en la refriega y ahora aparecía la marca negra en forma de roseta en el pecho izquierdo. Sobresalía como una ampolla. En el silencio de la espera escuchamos algo, en el exterior, que maullaba como una nutria hembra. Ambos nos incorporamos, y yo me sentí enfermo, real y físicamente enfermo. Nos convencimos el uno al otro de que se trataba del gato.
Llegó Dumoise, y nunca había visto a este hombre mostrar una sorpresa tan poco profesional. Dijo que era un caso angustioso de hidrofobia y que no había nada que hacer. Cualquier medida paliativa no conseguiría más que prolongar la agonía. La bestia echaba espumarajos por la boca. Fleete, como le dijimos a Dumoise, había sido mordido por perros una o dos veces. Cualquier hombre que posea media docena de terriers debe esperar un mordisco un día u otro. Dumoise no podía ofrecernos ninguna ayuda. Sólo podía certificar que Fleete estaba muriendo de hidrofobia.
La bestia aullaba en ese momento, pues se las había arreglado para escupir el calzador. Dumoise dijo que estaría preparado para certificar la causa de la muerte, y que el desenlace final estaba cercano. Era un buen hombre, y se ofreció para permanecer con nosotros; pero Strickland rechazó este gesto de amabilidad. No quería envenenarle el día de Año Nuevo a Dumoise. Unicamente le pidió que no hiciera pública la causa real de la muerte de Fleete. Así pues, Dumoise se marchó profundamente alterado; y tan pronto como se apagó el ruido de las ruedas de su coche, Strickland me reveló, en un susurro, sus sospechas. Eran tan fantásticamente improbables que no se atrevía a formularlas en voz alta; y yo, que compartía las sospechas de Strickland, estaba tan avergonzado de haberlas concebido que pretendí mostrarme incrédulo.
-Incluso en el caso de que el Hombre de Plata hubiera hechizado a Fleete por mancillar la imagen de Hanuman, el castigo no habría surtido efecto de forma tan fulminante.
Según murmuraba estas palabras, el grito procedente del exterior de la casa se elevó de nuevo, y la bestia cayó otra vez presa de un paroxismo de estremecimientos, que nos hizo temer que las correas que le sujetaban no resistieran.
-¡Espera! -dijo Strickland- Si esto sucede seis veces, me tomaré la justicia por mi mano. Te ordeno que me ayudes.
Entró en su habitación y regresó en unos minutos con los cañones de una vieja escopeta, un trozo de sedal de pescar, una cuerda gruesa y el pesado armazón de su cama. Le informé de que las convulsiones habían seguido al grito en dos segundos en cada ocasión y que la bestia estaba cada vez más débil.
-¡Pero él no puede quitarle la vida! -murmuró Strickland- ¡No puede quitarle la vida!Yo dije, aunque sabía que estaba arguyendo contra mi mismo:—Tal vez sea un gato. Si el Hombre de Plata es el responsable, ¿por qué no se atreve a venir aquí?
Strickland atizó los trozos de madera de la chimenea, colocó los cañones de la escopeta entre las brasas, extendió el bramante sobre la mesa y rompió un bastón en dos. Había una yarda de hilo de pescar, ató los dos extremos en un lazo. Entonces dijo:
-¿Cómo podemos capturarlo? Debemos atraparlo vivo y sin dañarlo.
Yo respondí que debíamos confiar en la Providencia y avanzar sigilosamente entre los arbustos de la parte delantera de la casa. El hombre o animal que producía los gritos estaba, evidentemente, moviéndose alrededor de la casa con la regularidad de un vigilante nocturno. Podíamos esperar en los arbustos hasta que se aproximara y dejarlo sin sentido. Strickland aceptó esta sugerencia; nos deslizamos por una ventana del cuarto de baño a la terraza, cruzamos el camino de coches y nos internamos en la maleza.
A la luz de la luna pudimos ver al leproso, que daba la vuelta por la esquina de la casa. Estaba totalmente desnudo, y de vez en cuando maullaba y se paraba a bailar con su sombra. Realmente era una visión muy poco atractiva y, pensando en el pobre Fleete, reducido a tal degradación por un ser tan abyecto, abandoné todos mis escrúpulos y resolví ayudar a Strickland: desde los ardientes cañones de la escopeta hasta el lazo de bramante —desde los riñones hasta la cabeza y de la cabeza a los riñones—, con todas las torturas que fueran necesarias.
El leproso se paró un momento enfrente del porche y nos abalanzamos sobre él. Era sorprendentemente fuerte y temimos que pudiera escapar o que resultase fatalmente herido antes de capturarlo. Teníamos la idea de que los leprosos eran criaturas frágiles, pero quedó demostrado que tal idea era errónea. Strickland le golpeó en las piernas, haciéndole perder el equilibrio, y yo le puse el pie en el cuello. Maulló espantosamente, e incluso, a través de mis botas de montar, podía sentir que su carne no era la carne de un hombre sano. El leproso intentaba golpearnos con los muñones de las manos y los pies. Pasamos el látigo de los perros alrededor de él, bajo las axilas, y le arrastramos hasta el recibidor y después hasta el comedor, donde yacía la bestia. Allí le atamos con correas de maleta. No hizo tentativas de escapar, pero maullaba. La escena que sucedió cuando le confrontamos con la bestia sobrepasa toda descripción. La bestia se retorció en un arco, como si hubiera sido envenenada con estricnina, y gimió de la forma más lastimosa. Sucedieron otras muchas cosas, pero no pueden ser relatadas aquí.
-Creo que tenía razón. -dijo Strickland- Ahora le pediremos que ponga fin a este asunto.
Pero el leproso solo maullaba. Strickland se enrolló una toalla en la mano y sacó los cañones de la escopeta de fuego. Yo hice pasar la mitad del bastón a través del nudo del hilo de pescar y amarré al leproso al armazón de la cama. Comprendí entonces cómo pueden soportar los hombres, las mujeres y los niños el espectáculo de ver arder a una bruja viva; porque la bestia gemía en el suelo, y aunque el Hombre de Plata no tenía rostro, se podían ver los horribles sentimientos que pasaban a través de la losa que tenía en lugar de cara, exactamente como las ondas de calor pasan a través del metal al rojo vivo... como los cañones de la escopeta, por ejemplo.
Strickland se tapó los ojos con las manos durante unos instantes y comenzamos a trabajar. Esta parte no debe ser impresa.
Comenzaba a romper la aurora cuando el leproso habló. Sus maullidos no nos habían satisfecho. La bestia se había debilitado y la casa estaba en completo silencio. Desatamos al leproso y le dijimos que expulsara al espíritu maléfico. Se arrastró al lado de la bestia y puso su mano sobre el pecho izquierdo. Eso fue todo. Después cayó de cara contra el suelo y gimió, aspirando aire de forma convulsiva. Observamos la cara de la bestia y vimos que el alma de Fleete regresaba a sus ojos. Después, el sudor bañó su frente, y sus ojos se cerraron. Esperamos durante una hora, pero Fleete continuaba durmiendo. Le llevamos a su habitación y ordenamos al leproso que se fuera, dándole el armazón de la cama, la sábana para que cubriera su desnudez, los guantes y las toallas con las que le habíamos tocado, y el látigo que había rodeado su cuerpo. El leproso se envolvió con la sábana y salió a la temprana mañana sin hablar ni maullar. Strickland se enjugó la cara y se sentó. Un gong nocturno, a lo lejos, en la ciudad, marcó las siete.
-¡Veinticuatro horas exactamente! -dijo Strickland- Y yo he hecho suficientes méritos para asegurar mi destitución del servicio, sin contar mi internamiento a perpetuidad en un asilo para dementes. ¿Crees que estamos despiertos?
Los cañones al rojo vivo de la escopeta habían caído al suelo y estaban chamuscando la alfombra. El olor era completamente real. Aquella mañana, a las once, fuimos a despertar a Fleete. Lo examinamos y vimos que la roseta negra de leopardo había desaparecido de su pecho. Parecía soñoliento y cansado, pero tan pronto como nos vio dijo:
-¡Oh! ¡El diablo los lleve, amigos! Feliz Año Nuevo. No mezcléis jamás vuestras bebidas. Estoy medio muerto.-Gracias por tus buenos deseos, pero vas un poco atrasado. -dijo Strickland- Estamos en la mañana del dos de enero. Has estado durmiendo mientras el reloj daba una vuelta completa.
La puerta se abrió, y el pequeño Dumoise asomó la cabeza. Había venido a pie, y se imaginaba que estábamos amortajando a Fleete.
-He traído una enfermera. -dijo Dumoise- Supongo que puede entrar para... para lo que sea necesario.-¡Claro que sí! -dijo Fleete, con alegría- Tráenos a tus enfermeras.
Dumoise enmudeció. Strickland lo sacó fuera de la habitación y le explicó que debía de haber habido un error en el diagnóstico. Dumoise permaneció mudo y abandonó la casa precipitadamente. Consideraba que su reputación profesional había sido injuriada y se inclinaba a tomar la recuperación como una afrenta personal. Strickland salió también. Al regresar dijo que había sido convocado al Templo de Hanuman para ofrecer una reparación por la ofensa infligida al dios, y que le habían asegurado solemnemente que ningún hombre blanco había tocado jamás al ídolo, y que Fleete era una encarnación de todas las virtudes equivocadas.
-¿Qué piensas? -dijo Strickland.Contesté:-Hay más cosas...
Pero Strickland odiaba esta frase. Dijo que yo la había gastado de tanto usarla. Sucedió otra cosa bastante curiosa, que llegó a causarme tanto miedo como los peores momentos de aquella noche. Cuando Fleete terminó de vestirse, entró en el comedor y olfateó. Tenía una manera un tanto singular de mover la nariz cuando olfateaba.
-¡Qué horrible olor a perro hay aquí! -dijo- Realmente deberías tener esos terriers en mejor estado. Inténtalo con azufre, Strick.
Pero Strickland no respondió. Se agarró al respaldo de una silla y, sin previo aviso, cayó presa de un sorprendente ataque de histeria. En ese momento me vino a la cabeza la idea de que nosotros habíamos luchado por el alma de Fleete contra el Hombre de Plata en esa misma habitación, y que nos habíamos deshonrado para siempre como ingleses, y entonces me eché a reír, a jadear y gorgotear tan vergonzosamente como Strickland, mientras Fleete creía que nos habíamos vuelto locos. Jamás le contamos lo que había sucedido. Algunos años después, cuando Strickland se había casado y era un miembro de la sociedad que asistía a los actos religiosos para complacer a su mujer, examinamos el incidente de nuevo, desapasionadamente, y Strickland me sugirió que podía hacerlo público. Por lo que a mí se refiere, no veo que este paso sea apropiado para resolver el misterio; porque, en primer lugar, nadie dará crédito a esta historia tan desagradable, y, en segundo lugar, todo hombre de bien sabe perfectamente que los dioses de los paganos son de piedra y bronce, y que cualquier intento de tratarlos de otra manera será justamente condenado
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Rudyard Kipling (1865-1936)