Poison
El correo tardaba. Cuando volvimos de nuestro paseo después del desayuno, aún no había llegado.
-Pas encore, madame. -canto Annette, escabulléndose hacia la cocina. Llevamos nuestras cosas al comedor. La mesa estaba servida. Como siempre, la vista de la mesa arreglada para dos, sólo para dos, tan acabada, tan perfecta, que no dejaba lugar para un tercero, me producía un extraño estremecimiento, como si hubiese sido golpeado por aquel resplandor plateado que vibraba sobre el mantel blanco, las copas brillantes y el tazón poco profundo lleno de flores amarillas.
-¡Dichoso cartero! ¿Qué puede haberle ocurrido? -exclamó Beatrice- Deja estas cosas por ahí, querido.
-¿Dónde las quieres?
Ella Levantó la cabeza y sonriéndome con su modo suave y burlón, dijo:
-Tonto. En cualquier sitio.
Pero sabía que tal lugar no existía para ella, y habría preferido quedarme durante meses sosteniendo la botella de licor y los pasteles, antes que arriesgarme a producir el más ligero sobresalto a su exquisito sentido del orden.
-Dámelos, yo los guardaré. -Los dejó caer sobre la mesa, junto con sus guantes largos y una canasta de higos- me asió por el brazo-. Salgamos a la terraza...
La sentí estremecerse.
-Ça sent -dijo tenuemente- de la cuisine.
Había notado que hacía dos meses que vivíamos en el sur, que cuando quería hablar de comida, del clima o sencillamente de su amor por mí, siempre empleaba el francés.
Nos sentamos bajo la marquesina. Beatrice estaba inclinada, mirando a lo lejos, hacia la carretera blanca con su defensa de cactus espinosos. La belleza de su oreja, tan sólo su oreja, tan maravillosa que habría podido dejar de mirarla y gritar hacia toda aquella extensión de mar centelleante que teníamos debajo. Iba vestida de blanco, perlas blancas alrededor de su garganta y lirios del valle prendidos en el cinturón. En el tercer dedo de la mano izquierda lucía un anillo con una perla, sin anillo nupcial.
¿Por qué llevarlo, mon ami? ¿Para qué fingir? ¿A quién crees que le importe?
Y claro está, estuve de acuerdo, aunque en mí interior, en lo mas profundo de mi corazón, habría dado mi alma para poder estar a su lado en una gran, si, gran iglesia de moda, atestada de gente, con un cura viejo y La Voz que alentó en el Paraíso, con ramos de laurel y olor a incienso, una alfombra roja y papeles de colores, y en algún sitio, un pastel de boda, champaña y un zapato de raso atado a la parte trasera del coche. Si hubiese podido deslizar nuestro anillo de bodas en su dedo. No porque me interesen esa clase de espectáculos, sino porque intuía en aquel acto su absoluta libertad.
¡Oh, Dios, qué felicidad torturante, qué angustia! Miré hacia la casa, hacia la ventana de nuestra habitación, tan misteriosamente oculta tras las persianas verdes. ¿Era posible que llegase moviéndose a través de la luz verde, sonriendo con aquella sonrisa secreta, la lánguida y brillante sonrisa que era sólo para mí?
Puso su brazo alrededor de mi cuello; con la otra mano, suave, terriblemente, me echó el cabello hacia atrás, ¿Quién eres? ¿Quién era ella? Era la Mujer.
La primera tarde tibia de primavera, cuando las luces brillaron a través del perfume de las liras y de voces que murmuraban en los jardines, fue cuando cantó en la casa con las cortinas de tul. Como quien marchaba bajo la luz de la luna a través de la ciudad desconocida, suya era la sombra que surgió entre el oro tembloroso de los postigos. Cuando se encendió la lámpara en la quietud recién nacida, sus pasos cruzaron tu puerta. Y miró hacia fuera, hacia el crepúsculo de otoño, pálida, mientras el coche se deslizaba...
El caso es que en aquel momento yo tenía veinticuatro años. Y cuando se recostó en su asiento, con las perlas resbalando bajo la barbilla, y suspiró:
-Tengo sed, querido. Donne-moi un orange. -alegremente, con gusto, habría sacado una naranja de las fauces de un cocodrilo, si los cocodrilos comieran naranjas.
Beatrice canto:
-Tuve dos pequeñas alas y donde un pájaro alado...
La tomé de la mano.
-¿No te irás volando?
-No muy lejos; no más lejos que el sendero.
-¿Por qué allí?
-El no llega. -dijo ella.
-¿Quién? ¿El viejo cartero? Pero si no estás esperando ninguna carta.
-No, pero es igualmente molesto. ¡Ah! -De pronto ella rió y al reír se me acercó- Mira, ahí viene. ¡Parece un escarabajo azul!
Juntamos nuestras mejillas y observamos como el escarabajo azul subía la cuesta.
-Querido -susurró Beatrice. Y la palabra pareció quedarse en el aire, vibrando como la nota de un violín.
-¿Qué, amor?
-No lo sé. -rió suavemente- Una oleada, una oleada de afecto, supongo.
La abracé. -¿Entonces no te irás volando?
Contestó rápido y suavemente:
-¡No, no! Por nada del mundo. De verdad, me gusta este lugar. Me encanta estar aquí. Me parece que podría quedarme durante años. Nunca había sido tan feliz como en estos dos últimos meses, y tú, querido, has sido tan perfecto en todos los sentidos.
Era tan hermoso, tan extraordinario y sin precedentes, oírla hablar de aquel modo, que procuré no darle importancia.
-¡Por favor! Parece que te estás despidiendo.
-Tonterías, tonterías. ¡Estas cosas no las digas ni en broma! –deslizó su pequeña mano bajo mi chaqueta blanca y asió mi hombro- Has sido feliz ¿verdad?
-¿Feliz? ¿Feliz? Oh, Dios, si supieras lo que siento en este momento. ¿Feliz? ¡Mi tesoro! ¡Mi alegría!
Solté la balaustrada y la abracé, levantándola en mis brazos. Y mientras la mantenía en alto, hundí mi cara en su seno, diciéndole:
-¿Eres mía?
Y por primera vez en todos aquellos desesperados meses en que la conocí, aun contando el último mes celestial le creí cuando me contestó:
-Soy tuya.
El ruido de la verja y los pasos del cartero sobre la grava nos separaron. Me sentía mareado. Permanecí allí, sonriendo, y por lo que me pareció, bastante estúpidamente. Beatrice se acercó a las sillas de junco.
-¿Vas a si hay cartas? -preguntó.
Me incorporé, casi tambaleándome, Pero era demasiado tarde, Annette llegaba corriendo.
-Pas de lettres -dijo.
Mi sonrisa atolondrada debió sorprenderla. Estaba loco de felicidad. Lancé los periódicos al aire.
-¡No hay cartas, querida!
Al reunirme con ella, la mujer amada estaba tendida en una hamaca. Por un momento, no contestó. Después dijo, mientras rasgaba la envoltura del periódico:
-Los que olvidan el mundo son olvidados por él.
Hay ocasiones en que la única cosa posible es encender un cigarrillo. Es más que un aliado, un pequeño amigo, leal y secreto, que lo sabe todo y lo comprende todo. Mientras fumas, lo miras, sonriente o serio, según lo pide la ocasión. Inhalas profundamente y expeles el humo en un lento abanico. Aquel era uno de esos momentos. Fui hacia la magnolia y aspiré su perfume. Después volví a su lado y me recosté contra su hombro. Entonces tiró con rapidez el periódico al suelo.
-No dice nada -afirmó ella- Nada. Hay únicamente un juicio por envenenamiento. Si un hombre mató o no a su esposa. Y por ello veinte mil personas se han sentado diariamente en el tribunal y dos millones de palabras han sido radiadas a todo el mundo después de cada sesión.
-Estúpido mundo -repuse, dejándome caer en otra silla.
Quería olvidar el periódico, volver, claro, al instante que precedió a la llegada del cartero. Pero cuando habló, supe que el momento había pasado. No importaba. Me gustaba esperar, quinientos años si era necesario, ahora que lo sabía.
-No tan estúpido -dijo Beatrice- Después de todo, por parte de esas veinte mil personas, no es sólo mórbida curiosidad.
-¿Qué es, entonces, querida? -el cielo sabe que no me importaba-
¡Culpabilidad! –gritó- ¡Culpabilidad! ¿No te das cuenta? Están fascinados como la gente enferma se deja fascinar por pequeñas noticias sobre su propio caso. El hombre del banquillo puede ser inocente, pero la mayoría de las personas que asiste al juicio, son envenenadores. ¿No se te ha ocurrido pensar -estaba pálida por la excitación- en la cantidad de envenenadores que andan sueltos? En los matrimonios, la excepción la forman los que no tratan de envenenarse el uno al otro. Los matrimonios y los amantes. ¡Oh! –gritó- El número de tazas de té, vasos de vino, tazas de café que están contaminadas. Las que me han dado a mí y he bebido, sabiéndolo o sin saberlo, arriesgándome. La única razón por la que muchas parejas -se rió- sobreviven, es porque uno teme darle al otro la dosis fatal. Para esa dosis se necesita empuje. Pero está destinada a llegar más pronto o más tarde. Una vez se ha dado la primera dosis, ya no hay modo de volverse atrás. Es el principio del fin, desde luego. ¿No estás de acuerdo? ¿Comprendes lo que quiero decir?
No esperó a que le conteste, se quitó los lirios y se recostó, pasándoselos ante los ojos.
-Mis dos maridos me envenenaron -dijo Beatrice- El primero me dio una fuerte dosis casi inmediatamente, pero el segundo fue un verdadero artista. Sólo unas gotas, una y otra vez, bien disimuladas. ¡Oh, tan bien disimuladas! Hasta que una mañana desperté y en todo mi cuerpo, hasta la punta de los dedos, había un matiz especial. Llegué a tiempo.
Oírle mencionar a sus maridos con tanta calma, especialmente en aquel momento, era doloroso. No pude soportarlo. Me disponía a hablar cuando de pronto ella gritó lúgubremente:
-¿Por qué? ¿Por qué tenía que pasarme? ¿Qué he hecho? ¿Por qué toda mi vida ha sido marcada? Es una conspiración.
Traté de explicarle que ella era demasiado perfecta para aquel mundo horrible, demasiado exquisita, demasiado fina. Asustaba a la gente.
-Yo no he tratado de envenenarte, Beatrice. –bromeé
Ella rió tenuemente de un modo extraño y mordisqueó el tallo de un lirio.
-¡Tú! –exclamó- ¡Si no eres capaz de hacerle dañar una mosca!
Curioso. Aquello me lastimó. Mucho. En aquel momento llegó Annette con nuestros aperitifs. Beatrice se sentó, tomó una copa de la bandeja y me la tendió. Vi el brillo de la perla en lo que yo llamaba su dedo perlado. ¿Por qué me había sentido herido por sus palabras?
-¿Y tú no has envenenado a nadie? -pregunté, tomando la copa. Aquello me dio una idea y traté de explicársela- Tú, tú haces lo contrario. Cómo llamarías a alguien como tú, que en vez de envenenar a las personas, las llenas, al cartero, a nuestro chofer, al barquero, a la florista, a mí, de una nueva vida, con algo que irradia, tu belleza, tu...
Sonrió soñadoramente y soñadoramente me miró.
¿En qué estás pensando, mi delicioso amor?
-Me preguntaba –dijo- si después de comer te importaría ir al pueblo y pedir el correo de la tarde. ¿Podrías hacerlo, querido? No es que espere ninguna carta, pero pensé que quizás... sería tonto no tenerlas si están allí. ¿No te parece? Sería absurdo esperar hasta mañana.
Dio la vuelta entre sus dedos el pie de su copa. Inclinaba la hermosa cabeza. Levanté mi copa y bebí. Sorbía lenta, deliberadamente, mirando la cabeza oscura y pensando en carteros, escarabajos azules y adioses que no son adioses.
¡Dios mío! ¿No era aquello sorprendente? No, no era sorprendente. La bebida tenía un sabor estremecedor, amargo, curioso.
-Pas encore, madame. -canto Annette, escabulléndose hacia la cocina. Llevamos nuestras cosas al comedor. La mesa estaba servida. Como siempre, la vista de la mesa arreglada para dos, sólo para dos, tan acabada, tan perfecta, que no dejaba lugar para un tercero, me producía un extraño estremecimiento, como si hubiese sido golpeado por aquel resplandor plateado que vibraba sobre el mantel blanco, las copas brillantes y el tazón poco profundo lleno de flores amarillas.
-¡Dichoso cartero! ¿Qué puede haberle ocurrido? -exclamó Beatrice- Deja estas cosas por ahí, querido.
-¿Dónde las quieres?
Ella Levantó la cabeza y sonriéndome con su modo suave y burlón, dijo:
-Tonto. En cualquier sitio.
Pero sabía que tal lugar no existía para ella, y habría preferido quedarme durante meses sosteniendo la botella de licor y los pasteles, antes que arriesgarme a producir el más ligero sobresalto a su exquisito sentido del orden.
-Dámelos, yo los guardaré. -Los dejó caer sobre la mesa, junto con sus guantes largos y una canasta de higos- me asió por el brazo-. Salgamos a la terraza...
La sentí estremecerse.
-Ça sent -dijo tenuemente- de la cuisine.
Había notado que hacía dos meses que vivíamos en el sur, que cuando quería hablar de comida, del clima o sencillamente de su amor por mí, siempre empleaba el francés.
Nos sentamos bajo la marquesina. Beatrice estaba inclinada, mirando a lo lejos, hacia la carretera blanca con su defensa de cactus espinosos. La belleza de su oreja, tan sólo su oreja, tan maravillosa que habría podido dejar de mirarla y gritar hacia toda aquella extensión de mar centelleante que teníamos debajo. Iba vestida de blanco, perlas blancas alrededor de su garganta y lirios del valle prendidos en el cinturón. En el tercer dedo de la mano izquierda lucía un anillo con una perla, sin anillo nupcial.
¿Por qué llevarlo, mon ami? ¿Para qué fingir? ¿A quién crees que le importe?
Y claro está, estuve de acuerdo, aunque en mí interior, en lo mas profundo de mi corazón, habría dado mi alma para poder estar a su lado en una gran, si, gran iglesia de moda, atestada de gente, con un cura viejo y La Voz que alentó en el Paraíso, con ramos de laurel y olor a incienso, una alfombra roja y papeles de colores, y en algún sitio, un pastel de boda, champaña y un zapato de raso atado a la parte trasera del coche. Si hubiese podido deslizar nuestro anillo de bodas en su dedo. No porque me interesen esa clase de espectáculos, sino porque intuía en aquel acto su absoluta libertad.
¡Oh, Dios, qué felicidad torturante, qué angustia! Miré hacia la casa, hacia la ventana de nuestra habitación, tan misteriosamente oculta tras las persianas verdes. ¿Era posible que llegase moviéndose a través de la luz verde, sonriendo con aquella sonrisa secreta, la lánguida y brillante sonrisa que era sólo para mí?
Puso su brazo alrededor de mi cuello; con la otra mano, suave, terriblemente, me echó el cabello hacia atrás, ¿Quién eres? ¿Quién era ella? Era la Mujer.
La primera tarde tibia de primavera, cuando las luces brillaron a través del perfume de las liras y de voces que murmuraban en los jardines, fue cuando cantó en la casa con las cortinas de tul. Como quien marchaba bajo la luz de la luna a través de la ciudad desconocida, suya era la sombra que surgió entre el oro tembloroso de los postigos. Cuando se encendió la lámpara en la quietud recién nacida, sus pasos cruzaron tu puerta. Y miró hacia fuera, hacia el crepúsculo de otoño, pálida, mientras el coche se deslizaba...
El caso es que en aquel momento yo tenía veinticuatro años. Y cuando se recostó en su asiento, con las perlas resbalando bajo la barbilla, y suspiró:
-Tengo sed, querido. Donne-moi un orange. -alegremente, con gusto, habría sacado una naranja de las fauces de un cocodrilo, si los cocodrilos comieran naranjas.
Beatrice canto:
-Tuve dos pequeñas alas y donde un pájaro alado...
La tomé de la mano.
-¿No te irás volando?
-No muy lejos; no más lejos que el sendero.
-¿Por qué allí?
-El no llega. -dijo ella.
-¿Quién? ¿El viejo cartero? Pero si no estás esperando ninguna carta.
-No, pero es igualmente molesto. ¡Ah! -De pronto ella rió y al reír se me acercó- Mira, ahí viene. ¡Parece un escarabajo azul!
Juntamos nuestras mejillas y observamos como el escarabajo azul subía la cuesta.
-Querido -susurró Beatrice. Y la palabra pareció quedarse en el aire, vibrando como la nota de un violín.
-¿Qué, amor?
-No lo sé. -rió suavemente- Una oleada, una oleada de afecto, supongo.
La abracé. -¿Entonces no te irás volando?
Contestó rápido y suavemente:
-¡No, no! Por nada del mundo. De verdad, me gusta este lugar. Me encanta estar aquí. Me parece que podría quedarme durante años. Nunca había sido tan feliz como en estos dos últimos meses, y tú, querido, has sido tan perfecto en todos los sentidos.
Era tan hermoso, tan extraordinario y sin precedentes, oírla hablar de aquel modo, que procuré no darle importancia.
-¡Por favor! Parece que te estás despidiendo.
-Tonterías, tonterías. ¡Estas cosas no las digas ni en broma! –deslizó su pequeña mano bajo mi chaqueta blanca y asió mi hombro- Has sido feliz ¿verdad?
-¿Feliz? ¿Feliz? Oh, Dios, si supieras lo que siento en este momento. ¿Feliz? ¡Mi tesoro! ¡Mi alegría!
Solté la balaustrada y la abracé, levantándola en mis brazos. Y mientras la mantenía en alto, hundí mi cara en su seno, diciéndole:
-¿Eres mía?
Y por primera vez en todos aquellos desesperados meses en que la conocí, aun contando el último mes celestial le creí cuando me contestó:
-Soy tuya.
El ruido de la verja y los pasos del cartero sobre la grava nos separaron. Me sentía mareado. Permanecí allí, sonriendo, y por lo que me pareció, bastante estúpidamente. Beatrice se acercó a las sillas de junco.
-¿Vas a si hay cartas? -preguntó.
Me incorporé, casi tambaleándome, Pero era demasiado tarde, Annette llegaba corriendo.
-Pas de lettres -dijo.
Mi sonrisa atolondrada debió sorprenderla. Estaba loco de felicidad. Lancé los periódicos al aire.
-¡No hay cartas, querida!
Al reunirme con ella, la mujer amada estaba tendida en una hamaca. Por un momento, no contestó. Después dijo, mientras rasgaba la envoltura del periódico:
-Los que olvidan el mundo son olvidados por él.
Hay ocasiones en que la única cosa posible es encender un cigarrillo. Es más que un aliado, un pequeño amigo, leal y secreto, que lo sabe todo y lo comprende todo. Mientras fumas, lo miras, sonriente o serio, según lo pide la ocasión. Inhalas profundamente y expeles el humo en un lento abanico. Aquel era uno de esos momentos. Fui hacia la magnolia y aspiré su perfume. Después volví a su lado y me recosté contra su hombro. Entonces tiró con rapidez el periódico al suelo.
-No dice nada -afirmó ella- Nada. Hay únicamente un juicio por envenenamiento. Si un hombre mató o no a su esposa. Y por ello veinte mil personas se han sentado diariamente en el tribunal y dos millones de palabras han sido radiadas a todo el mundo después de cada sesión.
-Estúpido mundo -repuse, dejándome caer en otra silla.
Quería olvidar el periódico, volver, claro, al instante que precedió a la llegada del cartero. Pero cuando habló, supe que el momento había pasado. No importaba. Me gustaba esperar, quinientos años si era necesario, ahora que lo sabía.
-No tan estúpido -dijo Beatrice- Después de todo, por parte de esas veinte mil personas, no es sólo mórbida curiosidad.
-¿Qué es, entonces, querida? -el cielo sabe que no me importaba-
¡Culpabilidad! –gritó- ¡Culpabilidad! ¿No te das cuenta? Están fascinados como la gente enferma se deja fascinar por pequeñas noticias sobre su propio caso. El hombre del banquillo puede ser inocente, pero la mayoría de las personas que asiste al juicio, son envenenadores. ¿No se te ha ocurrido pensar -estaba pálida por la excitación- en la cantidad de envenenadores que andan sueltos? En los matrimonios, la excepción la forman los que no tratan de envenenarse el uno al otro. Los matrimonios y los amantes. ¡Oh! –gritó- El número de tazas de té, vasos de vino, tazas de café que están contaminadas. Las que me han dado a mí y he bebido, sabiéndolo o sin saberlo, arriesgándome. La única razón por la que muchas parejas -se rió- sobreviven, es porque uno teme darle al otro la dosis fatal. Para esa dosis se necesita empuje. Pero está destinada a llegar más pronto o más tarde. Una vez se ha dado la primera dosis, ya no hay modo de volverse atrás. Es el principio del fin, desde luego. ¿No estás de acuerdo? ¿Comprendes lo que quiero decir?
No esperó a que le conteste, se quitó los lirios y se recostó, pasándoselos ante los ojos.
-Mis dos maridos me envenenaron -dijo Beatrice- El primero me dio una fuerte dosis casi inmediatamente, pero el segundo fue un verdadero artista. Sólo unas gotas, una y otra vez, bien disimuladas. ¡Oh, tan bien disimuladas! Hasta que una mañana desperté y en todo mi cuerpo, hasta la punta de los dedos, había un matiz especial. Llegué a tiempo.
Oírle mencionar a sus maridos con tanta calma, especialmente en aquel momento, era doloroso. No pude soportarlo. Me disponía a hablar cuando de pronto ella gritó lúgubremente:
-¿Por qué? ¿Por qué tenía que pasarme? ¿Qué he hecho? ¿Por qué toda mi vida ha sido marcada? Es una conspiración.
Traté de explicarle que ella era demasiado perfecta para aquel mundo horrible, demasiado exquisita, demasiado fina. Asustaba a la gente.
-Yo no he tratado de envenenarte, Beatrice. –bromeé
Ella rió tenuemente de un modo extraño y mordisqueó el tallo de un lirio.
-¡Tú! –exclamó- ¡Si no eres capaz de hacerle dañar una mosca!
Curioso. Aquello me lastimó. Mucho. En aquel momento llegó Annette con nuestros aperitifs. Beatrice se sentó, tomó una copa de la bandeja y me la tendió. Vi el brillo de la perla en lo que yo llamaba su dedo perlado. ¿Por qué me había sentido herido por sus palabras?
-¿Y tú no has envenenado a nadie? -pregunté, tomando la copa. Aquello me dio una idea y traté de explicársela- Tú, tú haces lo contrario. Cómo llamarías a alguien como tú, que en vez de envenenar a las personas, las llenas, al cartero, a nuestro chofer, al barquero, a la florista, a mí, de una nueva vida, con algo que irradia, tu belleza, tu...
Sonrió soñadoramente y soñadoramente me miró.
¿En qué estás pensando, mi delicioso amor?
-Me preguntaba –dijo- si después de comer te importaría ir al pueblo y pedir el correo de la tarde. ¿Podrías hacerlo, querido? No es que espere ninguna carta, pero pensé que quizás... sería tonto no tenerlas si están allí. ¿No te parece? Sería absurdo esperar hasta mañana.
Dio la vuelta entre sus dedos el pie de su copa. Inclinaba la hermosa cabeza. Levanté mi copa y bebí. Sorbía lenta, deliberadamente, mirando la cabeza oscura y pensando en carteros, escarabajos azules y adioses que no son adioses.
¡Dios mío! ¿No era aquello sorprendente? No, no era sorprendente. La bebida tenía un sabor estremecedor, amargo, curioso.
Katherine Mansfield (1888-1923)
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