25.7.09

William Wilson


¿Qué dices de ella?¿Qué dices de la conciencia torva,ese espectro en mi sendero?
Chamberlayne, Pharronida

Permitan que, por el momento, me presente como William Wilson. La página inmaculada que tengo ante mí no debe mancillarse con mi verdadero nombre. Éste ya ha sido el exagerado objeto del escarnio, horror y odio de mi estirpe. ¿Los vientos indignados, no han esparcido su incomparable infamia por las regiones más distantes del globo? ¡Oh, paria, el más abandonado de todos los exiliados! ¿No estás definitivamente muerto para la tierra? ¿No estás muerto para sus honores, para sus flores, para sus doradas ambiciones? Y una nube densa, lúgubre, limitada, ¿no flota eternamente entre tus esperanzas y el cielo?
Aunque pudiese, no quisiera registrar hoy, ni aquí, la narración de mis últimos años de indecible desdicha y de crimen imperdonable. Esa época (esos años recientes) llegaron subitamente al cénit de la depravación, cuyo origen es lo único que en el presente me propongo señalar. Por lo común, los hombres caen gradualmente en la vileza. En mi caso, en un sólo instante, toda virtud se desprendió de mi cuerpo como si fuera un sudario. De una maldad comparativamente trivial pasé, con el paso de un gigante, a enormidades peores que las de un Heliogábalo. Acompáñenme en el relato de la oportunidad, del único acontecimiento que provocó una maldad semejante. La muerte se acerca, y la sombra que la precede ha ejercido un influjo tranquilizador sobre mi espíritu. Al atravesar el valle de las penumbras, anhelo la comprensión -casi dije la piedad- de mis semejantes. Desearía que creyeran que, en cierta medida, he sido esclavo de circunstancias que exceden el control humano. Desearía que, en los detalles que daré, buscaran algún pequeño oasis de fatalidad en un páramo de errores. Desearía que admitieran -y no pueden menos que hacerlo- que aunque hayan existido tentaciones igualmente grandes, el hombre no ha sido jamás así tentado y, sin duda, jamás así cayó. ¿Será por eso que nunca sufrió de esta manera? En realidad, ¿no habré vivido en un sueño? ¿No me muero ahora víctima del horror y del misterio de las más enloquecidas visiones sublunares?
Soy descendiente de una estirpe cuya imaginación y temperamento fácilmente excitable la destacó en todo momento; y desde la más tierna infancia di muestras de haber heredado plenamente el carácter de la familia. A medida que avanzaba en años, ese carácter se desarrolló con más fuerza y se convirtió por muchos motivos en causa de grave preocupación para mis amigos, y de acusado perjuicio para mí. Crecí con voluntad propia, entregado a los más extravagantes caprichos, y víctima de las más incontrolables pasiones. Pobres de espíritu, mentalmente débiles y asaltados por enfermedades constitucionales análogas a las mías, mis padres poco pudieron hacer para contener las malas predisposiciones que me distinguían. Algunos esfuerzos flojos y mal dirigidos terminaron en un completo fracaso para ellos y, naturalmente, en un triunfo total para mí. De allí en adelante mi voz fue ley en esa casa; y a una edad en que pocos niños han abandonado los andadores, quedé a merced de mi propia voluntad y me convertí, de hecho, si no de derecho, en dueño de mis actos.
Mis más tempranos recuerdos de la vida escolar se relacionan con una casa isabelina, amplia e irregular, en un pueblo de Inglaterra cubierto de niebla, donde se alzaban innumerables árboles nudosos y gigantescos, y donde todas las casas eran excesivamente antiguas. En verdad, esa vieja y venerable ciudad era un lugar de ensueño, propicio para la paz del espíritu. En este mismo momento, en mi fantasía, percibo el frío refrescante de sus avenidas profundamente sombreadas, inhalo la fragancia de sus mil arbustos, y me vuelvo a estremecer con indefinible deleite ante el sonido hueco y profundo de la campana de la iglesia que quebraba, cada hora, con su hosco y repentino tañido, el silencio de la melancólica atmósfera en la que el recamado campanario gótico se engastaba y dormía.
Tal vez el mayor placer que me es dado alcanzar hoy en día sea el demorarme en recuerdos de la escuela y todo lo que con ella se relaciona. Empapado como estoy por la desgracia -una desgracia, ¡ay! demasiado real- se me perdonará que busque alivio, aunque leve y efímero, en la debilidad de algunos detalles por vagos que sean. Esos detalles, triviales y hasta ridículos en sí mismos, asumen en mi imaginación una extraña importancia por estar relacionados con una época y un lugar en donde reconozco la presencia de las primeras ambiguas admoniciones del destino que después me envolvieron tan completamente en su sombra. Permítanme, entonces, que recuerde.
Ya he dicho que la casa era antigua e irregular. Se erguía en un terreno extenso y un alto y sólido muro de ladrillos, coronado por una capa de cemento y de vidrios rotos, rodeaba la propiedad. Esta muralla, semejante a la de una prisión, era el límite de nuestros dominios; lo que había más allá sólo lo veíamos tres veces por semana: una vez los sábados a la tarde cuando, acompañados por dos preceptores, se nos permitía realizar un breve paseo en grupo a través de alguno de los campos vecinos; y dos veces durante el domingo, cuando marchábamos de modo igualmente formal a los servicios matinales y vespertinos de la iglesia del pueblo. El director de la escuela era también el pastor de la iglesia. ¡Con qué profunda sorpresa y perplejidad lo contemplaba yo desde nuestros bancos lejanos, cuando con paso solemne y lento subía al púlpito! Ese hombre reverente, de semblante tan modestamente benigno, de vestiduras tan brillosas y clericalmente ondulantes, de peluca minuciosamente empolvada, rígida y enorme... ¿podía ser el mismo que poco antes, con rostro amargo y ropa manchada de rapé, administraba, férula en mano, las leyes draconianas de la escuela? ¡Oh, gigantesca Paradoja, demasiado monstruosa para tener solución!
En un ángulo de la voluminosa pared rechinaba una puerta aun más voluminosa. Estaba remachada y tachonada con tomillos de hierro y coronada con picas dentadas del mismo metal. ¡Qué impresión de profundo temor inspiraba! Nunca se abría, salvo para las tres salidas y regresos mencionados; por eso, en cada crujido de sus enormes goznes encontrábamos la plenitud del misterio, un mando de asuntos para solemnes comentarios o para aun más solemnes meditaciones.
El extenso muro era de forma irregular, con abundantes recesos espaciosos. De éstos, tres o cuatro de los más grandes constituían el campo de juegos. El piso estaba nivelado y cubierto de grava fina y dura. Recuerdo bien que no tenía árboles, ni bancos, ni nada parecido. Por supuesto que quedaba en la parte posterior de la casa. En el frente había un pequeño cantero, plantado con boj y otros arbustos; pero a través de esta sagrada división sólo pasábamos en contadas ocasiones, como el día de llegada o el de partida del colegio o quizás, cuando algún padre o amigo nos pasaba a buscar y nos íbamos alegremente a disfrutar de la Navidad o de las vacaciones de verano a nuestras casas.
¡Pero la casa! ¡Qué extraño era aquel viejo edificio! Y para mí, ¡qué palacio encantado! Realmente sus recovecos eran infinitos, así como sus incomprensibles subdivisiones. En cualquier momento resultaba difícil afirmar con seguridad en cuál de sus dos pisos nos hallábamos.
Entre un cuarto y otro siempre había tres o cuatro escalones que subían o bajaban. Además, las alas laterales eran innumerables -inconcebibles- y volvían de tal modo sobre sí mismas que nuestras ideas más exactas con respecto a la casa en sí, no diferían demasiado de las que teníamos sobre el infinito. Durante los cinco años de mi residencia, nunca pude cerciorarme con precisión de en qué remoto lugar estaban situados los pequeños dormitorios que nos habían asignado a mí y a otros dieciocho o veinte alumnos.
El aula era el cuarto más grande de la casa -y desde mi punto de vista- el más grande del mundo entero. Era muy largo, angosto y desconsoladoramente bajo, con puntiagudas ventanas góticas y cielo raso de roble. En un ángulo remoto y aterrorizante había un cerramiento cuadrado de unos ocho o diez pies, allí se encontraba el sanctum donde rezaba "entre una clase y otra" nuestro director, el reverendo doctor Bransby. Era una estructura sólida, de puerta maciza, y antes de abrirla en ausencia del "dómine" hubiéramos preferido morir por la peine forte et dure. En otros ángulos había dos cerramientos similares sin duda mucho menos reverenciados, pero no por eso menos motivo de terror. Uno de ellos era la cátedra del preceptor "clásico", otro el correspondiente a "inglés y matemáticas". Dispersos por el salón, entrecruzados en interminable irregularidad, había innumerables bancos y pupitres, negros, viejos, carcomidos por el tiempo, tapados por pilas de libros manoseados, y tan cubiertos de iniciales, nombres completos, figuras grotescas y otros múltiples esfuerzos del cortaplumas, que habían perdido lo poco que en lejanos días les quedaba de su forma original. En un extremo del salón había un inmenso balde de agua, y en el otro un reloj de formidables dimensiones.
Encerrado entre las macizas paredes de esta venerable academia, pasé sin tedio ni disgustos los años del tercer lustro de mi vida.
El fecundo cerebro de la infancia no requiere que lo ocupen o diviertan los sucesos del mundo exterior; y la monotonía aparentemente lúgubre de la escuela estaba repleta de excitaciones más intensas que las que mi juventud obtuvo del lujo, o mi edad madura del crimen. Sin embargo debo creer que mi primitivo desarrollo mental ya salía de lo común... y hasta tenía mucho de outré. Por lo general, los acontecimientos de la infancia no dejan un recuerdo definido en el hombre maduro. Todo se parece a una sombra grisácea, -un recuerdo débil e irregular- una evocación indistinta de pequeños placeres y fantasmagóricos dolores. Pero en mi caso no es así. En la infancia debo haber sentido con la energía de un hombre lo que ahora encuentro estampado en mi memoria con imágenes tan vívidas, tan profundas y tan duraderas como los exergos de las medallas cartaginesas.
Y sin embargo -desde un punto de vista mundano- ¡qué poco había allí para recordar! Despertar por la mañana, el llamado nocturno a acostarse, los estudios, los recitados; las vacaciones periódicas y los paseos; el campo de juegos con sus peleas, sus pasatiempos, sus intrigas... todo eso que por obra de un hechizo mental totalmente olvidado después, llegaba a abarcar una multitud de sensaciones, un mundo de ricos incidentes, un universo de variadas emociones, de la más apasionada y entusiasta excitación. "¡Oh, le bon temps, que ce siècle de fer!"
En verdad, el ardor, el entusiasmo y mi naturaleza imperiosa pronto me destacaron de mis condiscípulos y suave, pero naturalmente, fui ganando ascendiente sobre todos los que no eran mucho mayores que yo; sobre todos... con una única excepción. La excepción fue un alumno que sin ser pariente mío, llevaba mi mismo nombre y apellido; una circunstancia poco destacable porque pese a mi ascendencia noble, el mío era uno de. esos apellidos comunes que, desde tiempos inmemoriales, parecen haber pasado a ser propiedad de la plebe. En este relato me he denominado William Wilson, nombre ficticio, pero no muy distinto del verdadero. Sólo mi tocayo, entre los que según la fraseología del colegio formaban nuestro "grupo", se atrevía a competir conmigo en el estudio, -en los deportes y rencillas del campo de juegos- negándose a creer ciegamente en mis afirmaciones y a someterse a mis deseos... en una palabra, pretendía oponerse a mi arbitraria dictadura. Si existe en la tierra un despotismo supremo e ilimitado es el despotismo que ejerce en la juventud una mente superior sobre los espíritus menos enérgicos de sus compañeros.
La rebeldía de Wilson era para mí una fuente de la mayor perplejidad; tanto más cuando pese a la bravuconería con que trataba en público tanto a él como a sus pretensiones, secretamente le temía y no podía menos que pensar que la igualdad que mantenía conmigo tan fácilmente era una prueba de su verdadera superioridad; porque no ser superado me costaba una lucha permanente. Sin embargo, esa superioridad -y aún esa igualdad- en realidad nadie más que yo la reconocía; nuestros compañeros, por una inexplicable ceguera, ni siquiera parecían sospecharla. Lo cierto es que su competencia, su resistencia y sobre todo su impertinente y tozuda interferencia en mis propósitos, eran tan dolorosas como poco evidentes. Era como si careciera tanto de la ambición que estimula, como de la apasionada energía mental que me permitía destacarme. Parecía que su rivalidad sólo se debía al caprichoso deseo de contradecirme, asombrarme o mortificarme; aunque había momentos en que yo no podía menos que observar, con una mezcla de asombro, humillación y resentimiento, que Wilson mezclaba sus injurias, sus insultos o sus contradicciones con un muy inapropiado y sin duda inoportuno modo afectuoso. Yo sólo podía concebir ese singular comportamiento como el producto de una consumada suficiencia que adoptaba el tono vulgar de la condescendencia y la protección.
Quizás fuera este último rasgo en la conducta de Wilson, junto con nuestros nombres idénticos y la simple coincidencia de haber ingresado el mismo día en la escuela, lo que, entre los alumnos de los cursos superiores, dio pábulo a la idea de que éramos hermanos. Porque los estudiantes mayores, por lo general, no se informan en detalle de los asuntos de los menores. Ya he dicho, o debí decir, que Wilson no estaba ni remotamente emparentado con mi familia. Pero con seguridad, de haber sido hermanos, hubiéramos sido mellizos; porque después de egresar de la escuela del doctor Bransby, me enteré por casualidad de que mi tocayo había nacido el diecinueve de enero de 1813 y esta es una coincidencia bastante notable, pues se trata precisamente del día de mi natalicio.
Tal vez parezca extraño que, pese a la continua ansiedad que me causaban la rivalidad de Wilson y su intolerable espíritu de contradicción, de alguna manera no podía resolverme a odiarlo. Sin duda, casi todos los días manteníamos una discusión en la que me cedía públicamente la palma de la victoria, aunque de alguna manera me hacía sentir que era él quien la merecía; sin embargo, una sensación de orgullo de mi parte, y una gran dignidad de la suya, nos mantenía siempre en lo que se ha dado en llamar "buenas relaciones", mientras en muchos aspectos nuestros temperamentos congeniaban, despertando en mí un sentimiento que sólo nuestras respectivas posturas impedían que madurara en amistad. Me resulta verdaderamente difícil definir y aun describir mis verdaderos sentimientos hacia él. Eran una mezcla abigarrada y heterogénea; cierta petulante animosidad, que no llegaba a ser odio, cierta estima, un respeto mayor aun, mucho temor y un mundo de inquietante curiosidad. Para los moralistas, será innecesario agregar, además, que Wilson y yo éramos compañeros inseparables.
Sin duda esta anómala relación que existía entre nosotros era lo que me llevaba a atacarlo (y los ataques eran muchos, francos o encubiertos) por medio de la burla o de las bromas pesadas (que duelen aunque parezcan una simple diversión) en lugar de convertirse en una seria y decidida hostilidad. Pero mis esfuerzos en ese sentido no siempre resultaban exitosos, aunque concibiera mis planes con mucha astucia; porque el carácter de mi tocayo poseía esa modesta y silenciosa austeridad del que, aunque goce de sus propias bromas afiladas, no posee en sí mismo un talón de Aquiles y se niega totalmente a ser objeto de una burla. Sólo pude encontrarle un punto vulnerable, debido a una peculiaridad de su persona y ocasionado quizá por una enfermedad constitucional, que hubiese relegado a cualquier otro antagonista menos exasperado que yo; mi rival tenía un defecto en las cuerdas vocales que le impedía levantar la voz más allá de un susurro apenas audible. Y yo no dejé de aprovechar las pobres ventajas que ese defecto me proporcionaba.
Las represalias de Wilson eran muchas; pero había una que me perturbaba más allá de toda medida. Jamás pude saber cómo descubrió con tanta sagacidad que algo tan insignificante me ofendería; pero una vez que lo supo, no dejó de asestármela. Yo siempre había experimentado aversión por mi poco elegante apellido y ni nombre de pila tan común que era casi plebeyo. Esos nombres eran veneno Para mis oídos y cuando, el día de mi llegada, se presentó un segundo William Wilson en la academia, me indigné con él por llevar tal nombre y me disgusté doblemente con el apellido debido a que lo llevaba un extraño el cual sería motivo de una doble repetición, que estaría constante en mi presencia y cuyas actividades en la rutina del colegio, a causa de esa odiosa coincidencia, muchas veces serían confundidas con las mías.
Este sentimiento de vejación así engendrado fue creciendo con cada circunstancia que tendiera a revelar un parecido moral o físico entre mi rival y yo. Entonces todavía no había descubierto el hecho notable de que fuésemos de la misma edad, pero noté que éramos de la misma estatura y percibí una singular semejanza en nuestras facciones y aspecto físico. También me amargaba que entre los alumnos de las clases superiores se rumoreara que éramos parientes. En una palabra, nada podía molestarme más (aunque lo disimulara escrupulosamente) que cualquier alusión a un parecido intelectual, personal o familiar entre nosotros. Pero en realidad no tenía motivos para creer que (con excepción de un parentesco y en el caso del mismo Wilson) que estas similitudes fueran comentadas u observadas siquiera por nuestros compañeros. Me resultaba evidente que él las observaba en todos sus aspectos y con tanta claridad como yo, pero que en tales circunstancias hubiera sido capaz de descubrir tan fructífero campo de ataque, sólo puede ser atribuible, como ya dije, a su extraordinaria perspicacia.
Su táctica consistía en perfeccionar una imitación de mi persona, tanto en palabras como en hechos, y Wilson desempeñaba admirablemente su papel. Mi forma de vestir era fácil de copiar; se apropió sin dificultad de mi manera de caminar y de mis actitudes, y a pesar de su defecto constitucional, ni siquiera mi voz escapó a su imitación. Por supuesto que no intentaba imitar mis tonos más fuertes, pero la tonalidad general de mi voz era idéntica; y su extraño susurro llegó a convertirse en el eco mismo de mi voz.
No me aventuraré a describir hasta dónde me exasperaba este minucioso retrato (porque con justicia no podía tildarse de caricatura). Me quedaba un consuelo: por lo visto era el único que notaba la imitación y sólo tenía que soportar las sonrisas cómplices y misteriosamente sarcásticas de mi tocayo. Satisfecho de haber provocado en mí el efecto esperado, parecía reír en secreto por el aguijón que acababa de clavarme y desdeñaba el aplauso general que fácilmente podría haber obtenido con sus astutas maniobras. Durante muchos meses fue un enigma indescifrable para mí que la totalidad del colegio no advirtiera sus designios, no percibiera sus intenciones, ni comprobara su cumplimiento, y participara de su burla. Tal vez la gradación de su máscara la hizo menos perceptible; o posiblemente debí mi seguridad a la maestría del imitador que desdeñando la letra (que es todo lo que ven los obtusos en una pintura) sólo ofrecía en pleno el espíritu del original para mi contemplación y tormento.
Ya he hablado más de una vez del desagradable aire protector que Wilson asumía con respecto a mí, y de sus frecuentes y oficiosas interferencias que se interponían en mi voluntad. Esta interferencia muchas veces adoptaba la desagradable forma de un consejo, consejo más insinuado que abiertamente ofrecido. Yo lo recibía con una repugnancia que se fue acentuando con los años. Y, sin embargo, en este día tan lejano, permítaseme el acto de justicia de reconocer que no recuerdo ocasión alguna en la que las sugerencias de mi rival me incitaran a los errores o tonterías tan habituales en esa edad inmadura e inexperta: si no su talento o su sabiduría mundana. por lo menos su sentido moral y su sensatez eran mucho más agudos que los míos; y hoy en día, yo hubiera podido ser un hombre mejor, y por lo tanto más feliz, de haber rechazado con menos frecuencia los consejos encerrados en esos susurros que en ese momento odiaba cordialmente y despreciaba con amargura.
Como sea, acabé por impacientarme en extremo ante esa desagradable supervisión y cada día me sentía más agraviado por lo que consideraba su intolerable arrogancia. He dicho ya que durante nuestros primeros años de relación como condiscípulos, mis sentimientos hacia Wilson bien podrían haber madurado en una amistad; pero en los últimos meses de mi residencia en la academia, aunque su impertinencia hubiera disminuido, sin duda, en alguna medida, mis sentimientos se trocaron en similar proporción; en odio más profundo. Creo que en una ocasión él lo percibió, y desde entonces me evitó, o simuló evitarme.
Si mal no recuerdo, en esa misma época tuvimos un violento altercado durante el que Wilson perdió la calma hasta un punto mayor que otras veces, y habló y actuó con una franqueza nada común en su carácter. En ese momento descubrí, o creí descubrir en su tono, en su aire, y en su apariencia general, algo que al principio me sorprendió y luego me interesó profundamente, trayendo a mi recuerdo veladas visiones de mi primera infancia: vehementes, confusos y tumultuosos recuerdos de un tiempo en que la memoria misma aún no había nacido. Sólo logro describir la sensación que me oprimía diciendo que me resultó difícil rechazar la convicción de haber estado vinculado en alguna época muy lejana con ese ser que permanecía de pie ante mí... una vinculación en algún punto infinitamente remoto del pasado. Sin embargo la ilusión se desvaneció con la misma rapidez con que había llegado, y si la refiero es para precisar el día en que mantuve la última conversación con mi extraño tocayo en la academia.
La enorme casa vieja, con sus innumerables subdivisiones, tenía varios cuartos contiguos de gran tamaño donde dormía la mayoría de los estudiantes. Como sucede inevitablemente en un edificio tan mal proyectado, había asimismo una cantidad de cuartos de menor tamaño, verdaderas sobras de la estructura, y que el ingenio económico del doctor Bransby también había habilitado como dormitorios; pese a que por su tamaño tan reducido no pudieran alojar más que a un sólo individuo. Wilson ocupaba uno de esos cuartos pequeños.
Una noche, hacia el final de mi quinto año en la escuela e inmediatamente después del altercado que acabo de mencionar, cuando todos dormían, me levanté, y lámpara en mano me interné por interminables pasillos angostos rumbo al dormitorio de mi rival. Hacía mucho que planeaba hacerle una de esas perversas bromas pesadas, hasta ese momento siempre infructuosas. Tenía intenciones de llevar a cabo de inmediato mi plan, y decidí que Wilson percibiera toda su malicia Al llegar a su cuarto, entré en silencio, y dejé afuera la lámpara cubierta con una pantalla. Avancé un paso y escuché el sonido de su respiración tranquila. Seguro de que dormía, volví a tomar la lámpara y me aproximé con ella a la cama. Ésta se hallaba rodeada de pesadas cortinas; siguiendo con mi plan, las aparté con lentitud y en silencio hasta que rayos de luz iluminaron de golpe al durmiente, mientras mis ojos se clavaban en su cara. Lo miré, e instantáneamente quedé petrificado, helado. Respiré con dificultad, me temblaban las rodillas y mi espíritu era presa de un horror sin sentido, pero intolerable. Jadeando, aproximé aún más la lámpara a su cara. ¿Eran esos... ésos, los rasgos de William Wilson? Veía sin duda que eran los suyos, pero me estremecía como presa de un ataque de fiebre al imaginar que no lo eran. ¿Qué había en ellos para confundirme de tal manera? Lo miré fijo mientras mi cerebro era presa de un torbellino de pensamientos incoherentes. No era esa su apariencia -seguramente no era ésa- cuando estaba despierto. ¡El mismo nombre! ¡La misma figura! ¡El mismo día de llegada a la academia! ¡Y después su obstinada e insensata imitación de mi manera de caminar, mi voz, mis costumbres y actitudes! ¿Estaría en verdad, dentro de los límites de las posibilidades humanas que lo que ahora veía fuese meramente el resultado de su constante y sarcástica imitación? Despavorido y cada vez más tembloroso apagué la lámpara, salí en silencio del cuarto y abandoné en el acto los salones de esa vieja academia a la que no regresaría jamás
Después de pasar algunos meses holgazaneando en casa, me hallé convertido en un estudiante de Eton. El breve intervalo transcurrido bastó para debilitar el recuerdo de los acontecimientos ocurridos en la academia del doctor Bransby, o por lo menos para modificar los sentimientos que esos recuerdos me inspiraban. La verdad -la tragedia- del drama, ya no existían. Ahora podía dudar de la evidencia de mis sentidos, y las pocas veces que recordaba el episodio me sorprendían los extremos a que puede llegar la credulidad humana y sonreía ante la fuerza de la imaginación que poseía por herencia. Dado el género de vida que empecé a llevar en Eton era lógico que este escepticismo no decreciera. El vórtice de locura irreflexiva en el que inmediata y temerariamente me sumergí, barrió con todo lo que no fuera el pasado reciente ahogando de inmediato toda impresión sólida o seria y dejando en mi recuerdo tan sólo las cosas más triviales de mi vida anterior.
No deseo, sin embargo, trazar aquí el curso de este miserable libertinaje, un libertinaje que desafiaba las leyes y eludía la vigilancia de la institución. Transcurrieron tres años de locura que no me dejaron ningún provecho, sino que arraigaron en mí los vicios y, de manera insólita, aumentaron mi estatura corporal. En ese tiempo, después de una semana de tonta disipación, invité a un grupo de los estudiantes más disolutos a una orgía secreta en mis habitaciones. Nos encontramos ya avanzada la noche, porque nuestra orgía debía prolongarse fielmente hasta la mañana. Corría con libertad el vino, y no faltaban otras seducciones tal vez más peligrosas; cuando el gris de la aurora apenas se perfilaba en el este, nuestro extravagante delirio estaba en su punto más alto. Excitado hasta la locura por las cartas y el alcohol, yo insistía en un brindis especialmente blasfemo cuando de repente atrajo mi atención la puerta que se entreabría con violencia, y la voz ansiosa de un criado. Decía que una persona me reclamaba con desesperada urgencia en el vestíbulo.
Salvajemente excitado por el vino, la inesperada interrupción me alegró en lugar de sorprenderme. Salí tambaleante y en pocos pasos estuve en el vestíbulo del edificio. En ese lugar, estrecho y bajo, no había lámpara, y sólo la pálida claridad del amanecer se abría paso por la ventana semicircular. Al transponer el umbral percibí la presencia de un joven casi de mi misma estatura, que vestía una bata de casimir blanco, cortada al nuevo estilo, como la que llevaba yo puesta en ese momento. La débil luz me permitió percibirlo, pero no alcancé a distinguir los rasgos de su cara. Al verme entrar, vino presuroso a mi encuentro y tomándome del brazo con un gesto de petulante impaciencia, me murmuró al oído las palabras:
-¡William Wilson!
Recuperé en el acto la sobriedad.
En los modales del desconocido, y en el temblor de su dedo suspenso entre mis ojos y la luz, había algo que me llenó de indescriptible asombro; pero no fue eso lo que me conmovió con mayor violencia. Fue la solemne admonición que contenían aquellas palabras sibilantes pronunciadas en voz baja y singular; y por sobre todo, fue el carácter, el tono, el sonido de esas sílabas escasas, simples y familiares, pero susurradas, que llegaban a mí con mil turbulentos recuerdos de días pasados, y que golpearon mi alma con el impacto de una batería galvánica. Antes de que pudiera recobrar el uso de mis facultades, mi visitante había desaparecido.
Aunque ese acontecimiento tuvo un vívido efecto sobre mi imaginación, fue también un efecto pasajero. Durante una semana me ocupé en hacer toda clase de investigaciones o me dejé envolver en una nube de especulaciones morbosas. No pretendí ocultar a mi percepción la identidad del singular individuo que con tanta perseverancia se inmiscuía en mis asuntos y que me acosaba con sus insinuados consejos. ¿Pero quién era y qué era ese Wilson? ¿De dónde venía? ¿Cuáles eran sus propósitos? Me resultó imposible encontrar una respuesta satisfactoria a estas preguntas; sólo alcancé a averiguar que un repentino accidente familiar lo obligó a abandonar la academia del doctor Bransby el mismo día de mi huida. Pero poco tiempo después dejé de pensar en el asunto; mi atención estaba completamente absorbida por el proyecto de ingresar en Oxford. Hacia allí pronto me trasladé; mis padres, en su irreflexiva vanidad, me proporcionaron un vestuario y una pensión anual que me permitirían disfrutar a mi antojo del lujo, ya tan caro a mi corazón, y rivalizar en despilfarro con los más altivos herederos de los más opulentos ducados de Gran Bretaña.
Excitado por tantos medios para fomentar el vicio, mi temperamento se desbordó con renovado ardor, y en la loca infatuación de mis francachelas mancillé las más elementales normas de decencia. Pero sería absurdo detenerme en los detalles de mis extravagancias. Baste decir que fui más despilfarrador que el mismo Herodes, y que dando nombre a una multitud de nuevas locuras, agregué un apéndice nada breve al largo catálogo de vicios entonces habituales en la más disoluta universidad de Europa.
Sin embargo, resultaba casi increíble que pese a haber caído tan bajo mancillando mi condición de caballero, hubiera de llegar a familiarizarme con el vil arte del jugador profesional y que, habiéndome convertido en adepto de esa ciencia despreciable, la practicara con frecuencia, corno un medio de aumentar aún más mis enormes rentas a expensas de mis compañeros más débiles de carácter. Sin embargo, esa era la verdad. Y la misma enormidad de esta ofensa contra todos los sentimientos varoniles y honorables demostraba, más allá de toda duda, la principal ya que no la única razón de la impunidad con que la cometía. ¿Quién, entre mis más desenfrenados camaradas, no hubiera preferido dudar del testimonio de sus sentidos antes de sospechar culpable de semejante vileza al alegre, al franco, al generoso William Wilson -el más noble y liberal compañero de Oxford- ese cuyas locuras (según decían sus parásitos) eran sólo las locuras de la juventud y de la fantasía, cuyos errores no eran más que caprichos inimitables, cuyos vicios más negros eran sólo descuidadas y atrevidas extravagancias?
Había estado dos años exitosamente entregado a estas actividades cuando llegó a la Universidad un joven noble, un parvenu de apellido Glendinning -tan rico como Herodes Atico según los rumores- y cuyas riquezas también habían sido fácilmente obtenidas. Pronto me di cuenta de que era un simple y, naturalmente, lo consideré un sujeto adecuado para poner a prueba mis habilidades. Lo invité a jugar con frecuencia y, con la habitual artimaña del tahúr, le permití ganar sumas considerables para envolverlo más eficazmente en mis redes. Una vez maduros mis planes, me encontré con él (decidido a que esa partida fuera la última y decisiva) en las habitaciones de un compañero llamado Preston, amigo por igual de ambos pero que, para hacerle justicia, no abrigaba la más remota sospecha de mis intenciones. Para mayor disimulo, conseguí reunir un grupo de ocho a diez personas y me las ingenié para que la propuesta de jugar a las cartas pareciera accidental y la sugiriera la misma víctima. Para no prolongar un tema tan vil, no omití ninguna de las acostumbradas y delicadas bajezas de situaciones similares, hasta tal punto repetidas que sorprende que todavía existan seres tan tontos que caigan en la trampa.
Dilatamos el juego hasta altas horas de la noche y por fin llevé a cabo la maniobra gracias a la cual Glendinning quedaba como mi único adversario. El juego también era mi preferido: el écarté. El resto de los invitados, interesados por nuestra partida, abandonó sus propias cartas y nos rodeó. El parvenú, a quien al principio de la noche logré inducir a beber en abundancia, mezclaba las cartas, las repartía y jugaba con una nerviosidad que su ebriedad sólo en parte podía explicar. En poco rato se convirtió en mi deudor por una importante suma y entonces, después de beber un gran trago de oporto, hizo lo que yo fríamente esperaba: me propuso doblar nuestras ya extravagantes apuestas. Simulé una enorme renuencia y recién cuando mis repetidas negativas le provocaron algunas réplicas coléricas, que me acusaban de cobarde, acepté la propuesta. El resultado, por supuesto, no hizo más que demostrar hasta qué punto había caído la presa en mis redes: en menos de una hora, su deuda se cuadruplicó. Hacía rato que el semblante de Glendinning perdía el tinte rubicundo provocado por el vino; pero ahora, para mi sorpresa, percibí en él una palidez verdaderamente espantosa. Aseguro que me sorprendió, porque en respuesta a mis ansiosas averiguaciones, Glendinning me había sido presentado como inmensamente rico, y las sumas que ya llevaba perdidas, aunque importantes en sí mismas, supuse que no podían incomodarlo seriamente, y mucho menos afectarlo con tal violencia. Lo primero que pensé era que estaba agobiado por el vino que acababa de beber; y más por mantener mi reputación a los ojos de mis compañeros que por motivos menos interesados, me disponía a exigir con tono perentorio la suspensión de la partida, cuando algunas frases dichas a mi alrededor y la exclamación de total desesperanza que profirió Glendinning, me dieron a entender que acababa de provocar su ruina total en circunstancias que, al convertirlo en objeto de la piedad general, deberían haberlo protegido hasta de los ataques de un espíritu maligno.
Es difícil saber cuál debía haber sido mi conducta en ese momento. La lamentable condición de mi víctima creaba un clima de incómodo abatimiento en todos los presentes; hubo algunos instantes de profundo silencio durante el que me ardieron las mejillas ante las miradas abrasadoras de desprecio y de reproche que me dirigían los menos viciosos del grupo. Confieso que el peso intolerable de mi ansiedad se vio durante breves instantes aliviada por una repentina y extraordinaria interrupción. Las pesadas puertas plegadizas de la habitación se abrieron de par en par con un ímpetu tan vigoroso y arrollador que, como por arte de magia, se extinguieron todas las velas del cuarto. Pero las llamas, agonizantes, nos permitieron percibir la entrada de un desconocido, un hombre aproximadamente de mi estatura, completamente envuelto en una capa. La oscuridad era ahora total y sólo podíamos sentir que el desconocido estaba entre nosotros. Antes de que nadie pudiera recobrarse de la sorpresa provocada por entrada tan ruda e intempestiva, oímos la voz del intruso.
-Señores -dijo en una voz baja y clara, en un susurro jamás olvidado que me estremeció hasta la médula-. Señores, no me disculparé por mi comportamiento, porque al conducirme de esta manera cumplo con un deber. Sin lugar a dudas, ustedes ignoran la verdadera personalidad del que esta noche le ha ganado a lord Glendinning una importante suma al écarté. Por lo tanto les señalaré una manera expeditiva para obtener esta tan necesaria información. Por favor examinen con cuidado el paño de su manga izquierda y los pequeños paquetes que encontrarán en los espaciosos bolsillos de su bata bordada.
Mientras hablaba, el silencio era tan profundo que se hubiera podido oír la caída de un alfiler sobre el piso. Al terminar de hablar, salió tan abruptamente como había llegado. ¿Puedo describir... describiré mis sensaciones? ¿Necesito decir que experimenté todos los horrores del condenado? No tuve tiempo de reflexionar. Varias manos me aferraron con rudeza, impidiéndome todo movimiento, y de inmediato se volvieron a prender las luces. Enseguida me registraron. En el forro de mi manga encontraron todas las cartas esenciales en el écarté, y en los bolsillos de mi bata una serie de mazos de barajas idénticos a los que utilizábamos en nuestras partidas, con la única excepción de que las mías eran lo que técnicamente se denomina arrondées: los honores eran levemente convexos en las puntas, las cartas más bajas, levemente convexas a los costados. De esta manera, el incauto que corta el mazo a lo largo, según lo acostumbrado, invariablemente proporciona un honor a su adversario, mientras el tahúr cortará a lo ancho sin proporcionar a su víctima ninguna carta de importancia en el juego.
Cualquier explosión de indignación ante lo que acababan de descubrir me hubiera afectado menos que el silencioso desprecio o la sarcástica compostura con que lo recibieron.
-Señor Wilson -dijo nuestro anfitrión, inclinándose para levantar del piso una lujosa capa de pieles excepcionales- señor Wilson, esta capa es suya. (Hacía frío y al salir de mi habitación me había echado la capa sobre los hombros quitándomela luego al llegar a la escena del juego). Supongo que está de más buscar aquí mayores pruebas de su habilidad -comentó, observando los pliegues de la capa con amarga sonrisa-. Ya tenemos bastantes. Espero que comprenda la necesidad de abandonar Oxford y, en todo caso, de salir inmediatamente de mis aposentos.
Envilecido, humillado como estaba, es probable que hubiera respondido a tan exasperante lenguaje con un arrebato de violencia si en ese momento mi atención no hubiese sido atraída por un hecho sorprendente. La capa que me había puesto para la reunión era de pieles extremadamente raras; tan poco comunes y extravagantemente costosas que no me aventuraré a hablar de su precio. También el modelo era de mi propia y fantástica invención; porque era exigente hasta la fanfarronería en cuestiones de naturaleza tan frívola. Por eso, cuando el señor Preston me alcanzó la que acababa de levantar del piso, cerca de las puertas plegadizas de la habitación vi, con un asombro que se acercaba al terror, que yo tenía mi propia capa colgando del brazo (donde distraídamente la había colocado) y que la que él me entregaba era absolutamente idéntica en todos y cada uno de sus detalles. Recordé que el extraño personaje que me desenmascarara estaba envuelto en una capa al entrar y, aparte de mí, esa noche ningún otro invitado llevaba capa. Con la poca presencia de ánimo que me quedaba, tomé la que me ofrecía Preston, la coloqué con disimulo sobre la mía; salí de la habitación con una resuelta expresión de desafío, y al alba de la mañana siguiente inicié un viaje al continente sumido en un abismo de horror y de vergüenza.
Huía en vano. Mi maldito destino me persiguió exultante y me demostró, sin lugar a dudas, que su misterioso dominio acababa de empezar. Apenas puse mis pies en París tuve nuevas pruebas del odioso interés que Wilson demostraba en mis asuntos. Volaron los años, sin que yo pudiera experimentar el menor alivio. ¡Miserable! ¡En Roma se interpuso entre mis ambiciones y yo con inoportuna y espectral solicitud! También en Viena, en Berlín y en Moscú. ¿Dónde, en verdad, no tuve amargos motivos para maldecirlo desde el fondo del corazón? Por fin huí, presa de pánico, de esa inescrutable tiranía, como si se tratara de una peste; y huí en vano hasta los mismos confines de la tierra.
Y una y otra vez, en secreta comunión con mi espíritu, me preguntaba; "¿Quién es? ¿De dónde viene? ¿Qué quiere?" Pero no encontré la respuesta. Entonces estudié con minuciosidad las formas y los métodos y los rasgos dominantes de aquella impertinente vigilancia. Pero aún en eso no había en qué basar una conjetura. Era ciertamente notable que en ninguna de las múltiples instancias en que se había cruzado últimamente en mi camino lo había hecho más que para frustrar planes o malograr hechos que, de haberse cumplido, hubieran culminado en una amarga maldad. ¡Pobre justificación es ésta, en verdad, para una autoridad tan imperiosamente asumida! ¡Pobre compensación para los derechos de un libre albedrío tan pertinaz e insultantemente negado!
También me había visto obligado a notar que, durante un largo período, mi verdugo (que escrupulosamente y con maravillosa destreza mantuvo su capricho de vestirse de manera idéntica que yo) consiguió que, en la ejecución de sus variadas interferencias a mi voluntad, nunca y en ningún momento pudiera ver sus facciones. Quienquiera fuese Wilson, esto, al menos, era el colmo de la afectación o de la locura. ¿Supuso por un instante que en quien me amonestó en Eton, en quien malogró mi ambición en Roma, mi venganza en París, mi apasionado amor en Nápoles o lo que falsamente definiera como mi avaricia en Egipto. que en éste -mi archienemigo y genio maligno-, dejaría de reconocer al William Wilson de mis días de escolar. al tocayo, al compañero, al rival, al odiado y temido rival de la academia del doctor Bransby? ¡Imposible! Pero permitan que me apresure a llegar a la última escena del drama.
Hasta allí yo había sucumbido con indolencia a su imperioso dominio. El sentimiento de profundo temor con que habitualmente contemplaba el elevado carácter, la majestuosa sabiduría y la aparente ubicuidad y omnipotencia de Wilson, sumados al terror que ciertos rasgos de su naturaleza, y las conjeturas que me inspiraban, habían llevado a grabar en mí la idea de mi absoluta debilidad y desamparo, y a sugerirme una implícita aunque amarga y renuente sumisión a su arbitraria voluntad. Pero últimamente me había entregado por completo a la bebida, y la terrible influencia que ésta ejercía sobre mi temperamento hereditario me llevó a impacientarme cada vez más ante esa vigilancia. Empecé a murmurar, a vacilar, a resistir. ¿Y fue sólo mi imaginación la que me indujo a creer que con el aumento de mi propia firmeza, la de mi torturador sufriría una proporcional disminución? Sea como fuere, empecé a sentirme inspirado por una ardiente esperanza, que con el tiempo fomentó en mis más secretos pensamientos la firme y desesperada resolución de no seguir tolerando esa esclavitud.
Fue en Roma, durante el carnaval de 18..., que asistí a un baile de máscaras en el palazzo del duque napolitano Di Broglio. Me dejé arrastrar con más libertad que de costumbre por el exceso de bebida, y luego la atmósfera sofocante de los salones atestados me irritó hasta un punto intolerable. Además, la dificultad de abrirme paso entre la aglomeración de invitados contribuyó en gran medida a aumentar mi malhumor; porque buscaba ansioso (permítanme no decir con qué indigno motivo) a la joven, alegre y hermosa esposa del anciano y tambaleante Di Broglio. Con inescrupulosa confianza ella me había confiado el secreto del disfraz que luciría esa noche, y habiéndola vislumbrado a la distancia me apresuraba a reunirme con ella. En ese momento sentí que una mano liviana se apoyaba sobre mi hombro y volví a escuchar ese inolvidable, bajo y maldito susurro junto a mi oído.
En un absoluto frenesí de furia me volví de inmediato contra aquél que así me interrumpía y lo aferré por el cuello con violencia. Tal como yo suponía, vestía un disfraz similar al mío: capa española de terciopelo azul y cinturón rojo del que pendía una espada. Una máscara de seda negra le cubría por completo la cara.
-¡Miserable! -grité con voz ronca por la furia que cada sílaba que pronunciaba parecía atizar-. ¡Miserable! ¡Impostor! ¡Maldito villano! ¡No permitiré... no permitiré que me persigas hasta la muerte! ¡Sígueme o te atravesaré aquí mismo con mi espada!- Y me encaminé a una pequeña antecámara contigua, arrastrándolo conmigo sin que se resistiera.
En cuanto entramos, furioso, lo empujé para alejarlo de mí. Él trastabilló contra la pared, mientras yo cerraba la puerta con un juramento y le ordenaba que desenvainara su espada. Sólo vaciló un instante; después, con un pequeño suspiro, desenvainó en silencio y se preparó para defenderse.
El duelo fue breve. Frenético y presa de feroz excitación, yo sentía en mi brazo la energía y el poder de una multitud. En pocos segundos lo acorralé contra la pared, y allí, teniéndolo en mi poder, le hundí repetidas veces la espada en el pecho con brutal ferocidad.
En aquel instante, alguien movió el pestillo de la puerta. Evité presuroso una intrusión y de inmediato regresé al lado de mi moribundo rival. ¿Pero qué lenguaje humano puede transmitir adecuadamente esa sorpresa, ese horror que me poseyó frente al espectáculo que tenía ante mi vista? El breve instante en que aparté la mirada pareció ser suficiente para producir un cambio material en el arreglo de aquel extremo lejano de la habitación. Un gran espejo -en mi confusión, al menos, eso me pareció al principio-, se alzaba donde antes no había nada. Y cuando avancé hacia él, en el colmo del espanto, cubierta de sangre y pálida la cara, mi propia imagen vino tambaleándose hacia mí.
Eso me pareció, digo, pero me equivocaba. Era mi antagonista, era Wilson quien se erguía ante mí, agonizante. Su máscara y su capa yacían en el suelo, donde las había arrojado. Cada hebra de su ropa, cada línea de los marcados y singulares rasgos de su cara ¡eran idénticos a los míos!
Era Wilson. Pero ya no se expresaba en susurros y hubiera podido imaginar que era yo mismo el que hablaba cuando dijo:
-Has vencido y me entrego. Pero a partir de ahora tú también estás muerto... muerto para el mundo, para el cielo y para la esperanza. ¡En mí existías... y observa esta imagen, que es la tuya, porque al matarme te has asesinado tú mismo!

Edgar Allan Poe.

La Novia de Corinto


Provenía de Atenas un jovenque llegó a Corinto, donde nadie lo conocía.Él contaba con la amable recepción de uno de sus habitantes:sus padres estaban unidos por la hospitalidad,y habían convenido, mucho tiempo atrás,el matrimonio de una y otro:su hija y su hijo.Pero, ¿sería bienvenido aúnsi no compra con cariño este favor?Él es todavía pagano, como los suyos;pero ellos ya son cristianos y se han bautizado.Cuando nace una nueva fe,el amor y la fe jurada, frecuentemente,se destruyen como una mala yerba.Ya la casa entera reposa;padre e hijas; sólo la vigilia es de la madre;que recibe con diligencia al huésped:de inmediato lo conduce a la habitación más bella.Previniendo sus deseos ,le presenta los vinos y manjares más preciados.Tras atenderlo, ella le desea una buena noche.Pese al buen alimento servido,él no siente deseo alguno de comer;la fatiga lo hace rechazar manjares y bebida.Y, vestido, se recuesta en el lecho.Casi está dormidocuando un huésped extrañose introduce en la recámarapor la puerta abierta.Al resplandor de la lámpara ve avanzarpor el cuarto a una joven silenciosa y púdica,cubierta de un velo y un vestido blancos;una lazo negro y oro ciñe la frente.Cuando ella lo percibese azora y estremecey alza blanca su mano.“Soy, entonces —clama ella—, tan extraña en mi propia casaque para nada me avisan la presencia de un huésped?Es así, ay, que se me tiene encerrada en mi celdilla,y que mientras, aquí, se me cubre de vergüenza.Pero sigue reposando en tu lecho,me alejaré con la rapidez con que vine”“Quédate, bella joven”, grita éllevantándose con precipitación.“He aquí los dones de Ceres, he aquí los de Baco,y he aquí, querida niña, que tu traes el amor.¡Estás pálida de miedo!Ven, querida, joven, veny gustaremos juntos los goces divinos”“Quédate lejos de mí, buen hombre, deténte.Yo no estoy consagrada a la alegría.El último paso, ay, fue dadopor mi querida madre: vencida por la enfermedad,ella hizo al mejorar el juramentode que mi juventud y mi cuerposerían ofrecidos, de inmediato, al servicio del cielo.“Y apenas el brillante cortejo de los antiguos diosespartió la casa quedó en silencio.Ya no se adora más que a un solo Diosinvisible en el cielo, Salvador sobre la cruz;a quien nadie aquí le ofrece en sacrificiotoros o corderossino víctimas humanas en cantidad infinita.”Y él le pregunta y reflexiona todas sus palabras;ninguna escapa a su espíritu.“¿Será posible que en esta callada habitaciónfrente a mí esté mi novia bien amada?¡Sé mía entonces !Los juramentos de nuestros padresnos valieron ya la bendición del Cielo.”“No soy yo quien te está destinada, buen hombre;se reservó para ti a mi más joven hermana.Cuando en mi celdilla silenciosa sea librada a mis tormentos,en sus brazos, piensa en mí;en mí que no pienso sino en ti,que me consumo de amory que, pronto, me iré a esconder bajo la tierra.”“No, lo juro por esta flamaque desde ahora Himeneo hace por nosotros brillar:tú no estás perdida, ni para mí ni para el placer,y tú me acompañarás a la casa de mi padre:bien amada, quédate aquí;celebra conmigo, en este mismo instante,aunque inesperado, nuestro festín nupcial!”Entonces intercambiaron ellos los gajes de la fidelidad:ella le tiende una cadena de oroy el desea ofrecerle una copade plata de arte incomparable“¡Esta copa no es para mí;pero te pidome regales un rizo de tus cabellos!”En ese momento suena la hora lúgubre de los espíritus,y entonces, solamente, la joven parece sentirse a gusto.Ávidamente, de sus labios pálidos, ella bebióel vino de un rojo sombrío como la sangre.Pero del pan de trigoque él le ofreció amablemente,no tomó la menor migaja.Y ella tiende la copa al joven,quien, como ella, la vacía de un solo trago, golosamente.Y durante esa comida silenciosa, él le solicita su amor.Su pobre corazón, ay, estaba enfermo de amor.Pero ella se resistea toda súplicahasta que él se echa a llorar en la cama.Y viene ella y se tiende cerca de él.“¡Ay, cómo sufro de ver tu tormento.Pero, ay, si tocas mis miembrossentirás estremecido lo que te escondí:blanca como la nievepero fría como el hieloes la amante que tu has escogido!”Él la toma con ardor en sus vigorosos brazos,llevado por la fuerza de su joven amor.“Espera entonces recalentarte más cerca de mí todavía,aunque sea la tumba quien te haya enviado hacia mí.Mezclemos nuestros alientos, intercambiemos nuestros besos,que nuestro amor se desborde!¿No te inflamas al sentir la llama que me devora?”Más fuerte aún los unió el amor:las lágrimas se mezclaron a sus arrebatos.Con avidez ella aspira el fuego de sus labios,y ninguno se siente vivir si no es en el otro.Con la furia amorosa del jovenla sangre congelada de la muchacha se recalienta;pero en su pecho el corazón sigue inmóvil.Mientras tanto la madre, retrasada por los cuidados del aseo,pasa aún con suave marcha por el corredor frente al cuarto.Escucha tras la puerta, oyó largo tiempoesos sonidos extraños:voces voluptuosas y lamentosde un novio y de su prometida,balbuceantes insensatos del amor.Ella permanece de pie, inmóvil, frente a la puerta,porque ante todo desea convencerse plenamente:escucha colérica los juramentos de amor más solemnes,las palabras de amor y de promesa:“¡Silencio, el gallo despierta!”“—Pero la noche que viene¿vendrás de nuevo?” Y besos sobre besos.La madre no puede contener más tiempo su indignación,abre con rapidez la bien sabida cerradura.“¿En esta casa hay entonces hijas perdidas,capaces de entregarse así de pronto al extraño?”Abre la puerta, entra.y a la luz de la lámparadistingue, oh Cielos, a su propia hija.Y el joven, en el primer momento de terror,quiere cubrir con su velo a la muchacha,esconder bajo el tapiz a la bien amada.Pero ella se defiende y libera con prontitudcomo con la fuerza de un espíritusu alta estaturase yergue lentamente sobre el lecho.Madre, madre”, dice con una voz sepulcral,“¿me reprocha, entonces, esta noche tan bella?Me expulsa usted de esta cama cálida?¿Sólo desperté para entregarme a la desesperación?¿Ya no le satisfaceen buena hora haberme amortajado en un sudarioy depositado en la tumba?“Pero una ley que me es propia me impulsafuera de la fosa estrecha al duro manto de la tierra.Los cantos salmodiados por tus sacerdotesy su bendición no tienen efecto alguno.El agua y la sal son incapacesde extinguir los ardores juvenilesy, ay, la tierra no enfría el amor.“Este joven me fue prometido,cuando en pie estaba todavía el templo de la amable Venus,Madre, y usted faltó a su promesaligándose por un juramento bárbaro y sin valor.Porque ningún Dios acogeráa una madre que jurarehusar la mano de su hija.Una fuerza me arroja fuera de la fosapara buscar todavía los bienes de los que me despojaron,para amar aún al esposo ya perdidoy para aspirar la sangre de su corazón.Y cuando éste muera,me pondré en busca de otrosy mis jóvenes amantes serán víctimas de mi deseo furioso.“Bello joven, tus días están contados.Morirás de languidez, en este sitio.Te regalé mi collar,yo me llevo el rizo de tus cabellos.Míralo bien:mañana tus cabellos estarán grises;solamente en la tumba renegrecerán.“Escuche, ahora, madre, mi última plegaria:Haga levantar una hoguera,abra la estrecha tumba donde me ahogo,y dé reposo a los amantes entregándolos al fuego.Cuando la chispa salte,cuando ardan las cenizas,nos elevaremos hacia los antiguos dioses.

Wolfgang Goethe.

19.7.09

The voice in the night


Era una noche oscura y sin estrellas. La falta de viento nos tenía detenidos en el Pacífico norte. No sé cuál era nuestra posición exacta, pues durante un semana fatigosa y jadeante el sol había permanecido oculto detrás de un tenue neblina que parecía flotar sobre nosotros, aunque a veces descendía para envolver el mar que nos rodeaba.
Ante la falta de viento, habíamos sujetado en posición firme la caña del timón y yo era el único hombre que se encontraba en cubierta. La tripulación, que consistía en dos marineros y un grumete, dormía en su camarote de proa, mientras Will —mi amigo y a la vez patrón de nuestra pequeña embarcación— se hallaba en su litera de popa, en el lado de babor. De pronto, surgió un llamada de entre las tinieblas que nos rodeaban:
-¡Ah de la goleta! -Fue tan inesperada, que la sorpresa me impidió contestar inmediatamente. Volvió a oírse la llamada; un voz curiosamente gutural e inhumana nos llamaba desde alguna parte del mar tenebroso, por el lado de babor.
-¡Ah de la goleta!
-¡Eh! -grité, después de reponerme un poco de mi sorpresa- ¿Qué sois? ¿Qué queréis?
-No temáis -contestó la voz extraña, que probablemente había captado cierto tono de confusión en la mía- No soy más que un hombre... anciano.
La pausa resultó extraña, pero hasta más adelante no le encontraría sentido.
-Si es así, ¿por qué no atracas a nuestro costado? —pregunté con cierta sequedad, pues no me gustaba la insinuación de que me había mostrado un tanto confundido.
-No... no puedo. Sería peligroso. Yo...
La voz enmudeció y todo volvió a quedar en silencio.
-¿Qué quieres decir? -pregunté, cada vez más asombrado- ¿Por qué sería peligroso? ¿Dónde estás?
Escuché durante un momento, pero no hubo respuesta. Y entonces, un sospecha súbita e indefinida, aunque no sabía de qué, se apoderó de mí. Me acerqué rápidamente a la bitácora y saqué la lámpara encendida. Al mismo tiempo golpeé la cubierta con el tacón para despertar a Will. Luego me aproximé de nuevo al costado y proyecté el haz de luz amarilla hacia la silenciosa inmensidad que había más allá de nuestra borda. Al hacerlo, oí un grito leve y sofocado y luego un chapoteo, como si alguien acabase de sumergir los remos precipitadamente. Pese a ello, no puedo decir que viera nada con certeza, excepto, me pareció, que el primer destello de luz había iluminado algo en el agua, allí donde ahora no había nada.
-¡Eh! -llamé- ¿Qué broma es ésta?
Pero lo único que oí fueron los confusos ruidos de un embarcación que se alejaba de nosotros y se internaba en la noche. Entonces oí la voz de Will que venía de popa.
-¿Qué pasa, George?
-¡Ven aquí, Will! -dije.
-¿De qué se trata? -preguntó, cruzando la cubierta. Le conté el raro incidente que acababa de producirse. Él me hizo varias preguntas; luego, tras un momento de silencio, hizo bocina con las manos y llamó: ¡Ah del barco!
Desde mucha distancia nos llegó débilmente un réplica y mi compañero repitió su llamada. Al poco, después de un breve silencio, el sonido apagado de unos remos fue acercándose a nosotros y, al oírlo, Will volvió a llamar. Esta vez hubo respuesta.
-Apagad la luz.
-Que me cuelguen si la apago -musité, pero Will me dijo que hiciera lo que ordenaba la voz, así que metí la luz debajo de las amuradas.
-Acercaros más -dijo Will. Siguieron oyéndose los remos. Luego, cuando parecían estar a un media docena de brazas, cesaron de nuevo.
-¡Atracad al costado! -exclamó Will- ¡A bordo no tenemos nada que deba daros miedo!
-Promete que no mostrarás la luz.
-¿Qué te pasa? -pregunté- ¿Por qué sientes ese temor infernal a la luz?
-Porque... -empezó a decir la voz y enmudeció de repente.
-Porque ¿qué? -pregunté en seguida. Will me puso un mano en el hombro.
-Cállate durante un minuto, viejo. -dijo- Ya me encargo yo de él.
Se inclinó más sobre la borda.
-Oiga usted, señor. -dijo- Todo esto es muy extraño..., acercarse a nosotros de esta manera, en medio del bendito Pacífico. ¿Cómo vamos a saber que no se trae algo raro entre manos? Dice que está solo. ¿Cómo podemos saberlo si no le vemos? ¿Cómo... eh? ¿Qué tiene contra la luz, si puede saberse? Cuando Will terminó de hablar, volví a oír el ruido de remos y luego la voz, pero ahora procedía de más lejos y su tono reflejaba una desesperanza y un patetismo tremendos.
-Lo siento... ¡Lo siento! No quería molestaros, pero es que tengo hambre..., y ella también.
La voz se apagó y hasta nosotros llegó el ruido de los remos sumergiéndose irregularmente.
-¡Alto! -gritó Will- No quiero ahuyentarte. ¡Vuelve! Esconderemos la luz, si a ti no te gusta.
Will se volvió hacia mí:
-Todo esto resulta muy extraño, pero creo que no hay nada que temer.
Había un interrogante en su tono y le contesté:
-Yo tampoco. El pobre diablo habrá naufragado por aquí cerca y se habrá vuelto loco.
El sonido de los remos iba acercándose.
-Vuelve a guardar la lámpara en la bitácora -dijo Will; luego se inclinó sobre la borda y aguzó el oído. Dejé la lámpara en su sitio y volví a su lado. El ruido de los remos cesó a un docena de metros aproximadamente.
-¿No quieres atracar de costado ahora? -preguntó Will con voz tranquila- He vuelto a meter la lámpara en la bitácora.
-No.... no puedo. -repuso la voz- No me atrevo a acercarme más. Ni siquiera me atrevo a pagar las... las provisiones.
-Eso no importa. -dijo Will, titubeando luego- Coge toda la comida que quieras...
Volvió a titubear.
-¡Eres muy bueno! -exclamó la voz- Que Dios, que todo lo comprende, te recompense por tu...
La voz se quebró roncamente.
-¿La.... la señora? -dijo de pronto Will- ¿Está...?
-La he dejado en la isla -dijo la voz.
-¿Qué isla? -tercié yo.
-No sé cómo se llama. -contestó la voz- Ojalá... -empezó a decir, pero se calló súbitamente.
-¿No podríamos enviar un barca en su busca? -pregunté a Will.
-¡No! -dijo la voz con un énfasis extraordinario- ¡Dios mío! ¡No! -Hubo un breve pausa; luego, en un tono que hacía pensar en un reproche merecido, añadió-: Me he aventurado a causa de nuestra necesidad... Porque su agonía me atormentaba.
-¡Soy un bruto despistado! -exclamó Will- Aguarda un minuto, seas quien seas, y en seguida te traigo algo. -Al cabo de un par de minutos volvió con los brazos cargados de los más variados comestibles. Se detuvo ante la borda.
-¿No puedes acercarte a recogerlo? -preguntó.
-No.... no me atrevo -replicó la voz. Me pareció detectar en ella un tono de anhelo sofocado... como si su dueño reprimiera algún deseo mortal. Y entonces se me ocurrió que aquella criatura vieja e infeliz sufría realmente necesidad de lo que Will tenía en los brazos y, pese a ello, debido a algún temor ininteligible, se abstenía de acercarse velozmente al costado de nuestra pequeña goleta y recogerlo. Y junto con este convencimiento relámpago, llegó el conocimiento de que el invisible no estaba loco, sino que afrontaba con cordura algún horror intolerable.
-¡Maldita sea, Will! -dije, lleno de muchos sentimientos, entre los que predominaba un solidaridad inmensa- Trae un caja. Meteremos la comida en ella y se la haremos llegar flotando.
Así lo hicimos, empujando la caja con un bichero hacia la oscuridad. Al cabo de un minuto llegó a nuestros oídos un leve exclamación del invisible y entonces supimos que tenía la caja en su poder. Poco después se despidió de nosotros y nos lanzó un bendición que, de ello estoy seguro, no nos vino nada mal. Luego, sin más, oímos que los remos se alejaban en la oscuridad.
-Mucha prisa en irse. -comentó Will, quizás un tanto ofendido.
-Espera. -repliqué- No sé por qué, pero me parece que volverá. Seguramente esos alimentos le hacían muchísima falta.
-Y a la dama también -dijo Will. Guardó silencio durante un momento, luego prosiguió-: Es lo más raro que me ha pasado desde que me dedico a la pesca.
-Sí -dije yo, y me puse a reflexionar. Y así fue pasando el tiempo: un hora, y otra, y Will seguía conmigo, pues la extraña aventura le había quitado todo deseo de dormir.
Habían transcurrido ya las tres cuartas partes de la tercera hora cuando nuevamente oímos ruido de remos en el silencio del océano.
-¡Escucha! -dijo Will, con un leve tono de excitación en la voz.
-Lo que me figuraba. Ya vuelve -musité.
El ruido de los remos al sumergirse era cada vez más cercano y me fijé en que los golpes de remo eran más firmes y duraban más. Era verdad que necesitaban los alimentos. El ruido cesó a poca distancia del costado de la goleta y la voz extraña llegó de nuevo a nosotros a través de las tinieblas:
-¡Ah de la goleta!
-¿Eres tú? -preguntó Will.
-Sí. -replicó la voz- Me he ido repentinamente, pero... es que la necesidad era grande. La... señora les está agradecida aquí en la tierra. Pero más lo estará pronto en..., en el cielo.
Will empezó a decir algo con voz desconcertada, pero sus palabras se hicieron confusas y optó por callarse. Yo no dije nada. Me sentía maravillado por aquellas pausas curiosas, y además de mi maravilla, me embargaba un gran solidaridad. La voz continuó:
-Nosotros... ella y yo, hemos hablado mientras compartíamos el fruto de la ternura de Dios y de vosotros...
Will le interrumpió, pero sin coherencia.
-Os suplico que no... que no menospreciéis vuestro acto de caridad cristiana de esta noche. -dijo la voz- Cercioraros de que no haya escapado a Su atención.
Se calló y durante un minuto entero reinó el silencio. Luego la voz volvió a oírse:
-Hemos hablado juntos de lo... de lo que ha caído sobre nosotros. Habíamos pensado salir, sin decírselo a nadie, del terror que ha entrado en nuestras... vidas. Ella, igual que yo, cree que los acontecimientos de esta noche obedecen a algún designio especial y que es deseo de Dios que os contemos todo lo que hemos sufrido desde... desde...
-¿Sí? -dijo Will quedamente.
-Desde el hundimiento del Albatross.
-¡Ah! -exclamé involuntariamente- Zarpó de Newcastle rumbo a Frisco hace unos seis meses y no ha vuelto a saberse de él.
-Sí. -contestó la voz- Pero unos grados al norte de la línea le sorprendió un terrible tempestad y quedó desarbolado. Al hacerse de día, se vio que el barco hacía agua por todas partes y, finalmente, cuando amainó el temporal, los marineros huyeron en los botes, dejando..., dejando a un joven dama... mi prometida..., y a mí mismo en los restos del naufragio.
...Nosotros estábamos bajo cubierta, reuniendo algunas de nuestras pertenencias, cuando ellos se fueron. A causa del miedo se comportaron de un modo muy cruel, y cuando subimos a cubierta eran ya unas formas pequeñas en el horizonte. Mas no desesperamos, sino que nos pusimos a construir un pequeña balsa. En ella colocamos lo poco que cabía, incluyendo un poco de agua y algunas galletas. Luego, como el barco estaba ya casi del todo sumergido, nos subimos a la balsa y nos alejamos de él.
...Fue más tarde cuando me dí cuenta de que parecíamos estar en medio de alguna marea o corriente que nos alejaba del barco, de tal modo que al cabo de tres horas, según mi reloj, dejamos de ver su casco, aunque los mástiles rotos siguieron siendo visibles durante un poco más. Luego, hacia el crepúsculo, se levantó un niebla que duró toda la noche. Al día siguiente continuábamos envueltos por la niebla, y el tiempo permanecía encalmado.
...Durante cuatro días navegamos a la deriva bajo esta extraña niebla hasta que, al anochecer del cuarto día, llegó a nuestros oídos el murmullo de unos lejanos rompientes. Poco a poco el ruido fue haciéndose más claro y, al poco de la medianoche, pareció que sonaba a ambos lados y en un espacio no muy grande. Las olas levantaron la balsa varias veces y luego nos encontramos en aguas tranquilas, con el ruido de los rompientes a nuestras espaldas.
...Al hacerse de día, vimos que nos encontrábamos en un especie de laguna grande; pero poco vimos de ella en ese momento, pues cerca de nosotros, por detrás, el casco de un gran velero asomó entre la niebla. Como si estuviéramos de común acuerdo, los dos nos postramos de rodillas y dimos gracias a Dios, pues creíamos que era el final de nuestras desventuras. Nos quedaba mucho por aprender.
...La balsa se acercó al barco y gritamos que nos subieran a bordo, mas nadie contestó. Al poco, la balsa rozó el costado del barco y, viendo que de él colgaba un soga, la así y empecé a subir. Pero me costó mucho subir por culpa de un especie de masa gris y viscosa que cubría la soga y que pintaba unas manchas lívidas en el costado del barco.
...Finalmente, llegué a la borda y salté a cubierta. Vi que estaba llena de manchas grises, algunas de las cuales formaban nódulos de varios palmos de altura, pero yo pensaba más en la posibilidad de que a bordo hubiera gente que en lo que veían mis ojos. Grité, pero nadie contestó. Entonces me acerqué a la puerta que había debajo de la cubierta de popa, la abrí y me asomé a su interior. Percibí un fuerte olor a aire enrarecido, por lo que adiviné al instante que allí dentro no había nada vivo y, sabiendo esto, me apresuré a cerrar la puerta, pues de repente me sentí solo.
...Volví al costado por donde había subido a bordo. Mi..., mi amada seguía en la balsa, sentada tranquilamente. Al ver que la estaba mirando desde arriba, me preguntó si había alguien a bordo. Le contesté que el barco parecía abandonado desde hacía mucho tiempo, pero que, si quería aguardar un poquito, buscaría un escalera o algo que pudiera usar para subir a bordo. Luego, un vez juntos, registraríamos todo el barco. Unos momentos después, encontré un escalera de cuerda en el otro extremo del barco. Me la llevé al costado por donde había subido y, al cabo de un minuto, mi amada estaba junto a mí. Juntos exploramos las cabinas y camarotes en la parte de popa, mas en ninguna parte encontramos señales de vida. Aquí y allá, en el interior de las cabinas, encontramos manchas de aquella masa extraña, pero, como dijo mi amada, iba a resultar fácil limpiarlas.
...Al final, convencidos ya de que no había nadie en la popa, nos dirigimos a proa caminando por entre los repugnantes nódulos grises de aquella extraña sustancia. También registramos la parte de proa y averiguamos que, efectivamente, salvo nosotros no había nadie a bordo.
...Ya sin ninguna duda al respecto, volvimos a proa y procedimos a instalarnos tan cómodamente como nos fue posible. Entre los dos pusimos orden y limpiamos dos de las cabinas y después miré si en el barco había algo comestible. No tardé en comprobar que así era y mi corazón dio gracias a Dios por su bondad. Además, descubrí dónde estaba la bomba de agua dulce y, tras repasarla, comprobé que el agua era potable, aunque tenía un sabor desagradable.
...Durante varios días permanecimos a bordo del barco, sin tratar de llegar a la playa. Trabajábamos afanosamente para hacer de aquél un lugar habitable. Sin embargo, ya entonces empezábamos a darnos cuenta de que nuestra suerte era aún menos deseable de lo que hubiera cabido imaginar, pues, aunque, como primera medida, rascamos las manchas de aquella sustancia que había en el suelo y las paredes de los camarotes y el salón, en el plazo de veinticuatro horas recuperaban casi su tamaño original, lo cual no sólo nos desalentaba, sino que nos inspiraba un vaga sensación de inquietud.
...Con todo, no estábamos dispuestos a darnos por vencidos, así que volvíamos a poner manos a la obra y no sólo rascábamos la masa, sino que los sitios donde había estado los regábamos profusamente con ácido carbólico, pues en la despensa había encontrado una lata llena. Sin embargo, al final de la semana, la sustancia volvía a presentar toda su fuerza y, además, se había propagado a otros lugares, como si nosotros, al tocarla, hubiéramos permitido que los gérmenes se esparcieran.
...Al despertar en la mañana del séptimo día, mi amada se encontró con que un pequeña porción de la misteriosa sustancia crecía en su almohada, cerca de su cara. Al verlo, se vistió a toda prisa y vino a mí. En aquel momento me encontraba yo en la cocina, encendiendo el fuego para el desayuno.
...Ven conmigo, John, dijo, y me condujo a popa. Al ver lo que crecía en su almohada, me estremecí y en aquel mismo instante decidimos abandonar en seguida el barco y ver si podíamos instalarnos más cómodamente en tierra firme.
...Rápidamente recogimos nuestras escasas pertenencias y entonces vi que incluso entre ellas había aparecido la masa, pues en uno de los chales de mi amada, cerca del borde, había un poco. Tiré la prenda por la borda, sin decirle nada a ella. La balsa seguía en el costado del barco, pero como era demasiado difícil gobernarla, eché al agua un bote pequeño que colgaba de lado a lado de popa y a bordo del mismo nos dirigimos a la playa. Mas al acercarnos a ella, poco a poco me dí cuenta de que la vil masa que nos había hecho abandonar el barco empezaba a cubrir todo cuanto había en tierra. En algunos sitios formaba montículos horribles, fantásticos, que casi parecían moverse, como si albergaran algún tipo de vida silenciosa, cuando el viento pasaba sobre ellos. En otras partes tomaba la forma de dedos inmensos, mientras que en otras se limitaba a extenderse, lisa, viscosa y traicionera. En algunos sitios hacía pensar en árboles enanos y grotescos, llenos de nudos y pliegues extraordinarios... Y todo ello se movía a ratos, horriblemente.
...Al principio nos pareció que en toda la costa que había a nuestro alrededor no quedaba ni un solo lugar que no estuviera oculto bajo aquella horrible sustancia; pero más tarde pudimos comprobar que nos equivocábamos, pues al navegar siguiendo la costa, a cierta distancia, vimos un pequeña extensión de algo que parecía arena fina y allí desembarcamos. No era arena. Lo que era no lo sé. Lo único que he podido observar es que sobre ella no crece la masa, mientras que nada más que ésta aparece en todas partes, salvo allí donde esa tierra que parece arena dibuja extraños senderos entre la gris desolación, que es en verdad un espectáculo terrible de ver.
...Es difícil haceros comprender cómo nos animamos al encontrar un sitio que aparecía absolutamente libre de aquella sustancia. En él depositamos nuestras pertenencias. Luego volvimos al barco para recoger las cosas que parecía que íbamos a necesitar. Entre otras cosas, logré llevarme a tierra un de las velas del barco, con la que construí dos tiendas pequeñas, las cuales, pese a tener un forma muy irregular, cumplían su cometido. En ellas vivíamos y teníamos almacenadas las cosas que necesitábamos, y durante varias semanas todo fue bien, sin que sufriéramos ningún percance digno de señalar. A decir verdad, nos sentíamos muy felices... porque.... porque estábamos juntos.
...Fue en el pulgar de la mano derecha de mi amada donde apareció la primera porción de sustancia gris. No era más que un pequeña mancha circular, muy parecida a un lunar gris. ¡Dios mío! ¡Qué temor embargó mi corazón cuando ella me la enseñó! La lavamos entre los dos, rociándola con ácido carbólico y agua. Al día siguiente, por la mañana, volvió a enseñarme la mano. La mancha gris, parecida a un verruga, volvía a ser visible. Durante un rato estuvimos mirándonos en silencio. Luego, todavía sin mediar palabra, nos pusimos a eliminarla de nuevo. Estábamos a la mitad de la operación cuando de pronto mi amada dijo: ¿Qué es eso que tienes en la cara, amado mío? Su voz reflejaba inquietud.
Alcé la mano para tocarme la cara.
...¡Ahí! Debajo del cabello junto a la oreja. un poco hacia el frente. Mi dedo se posó en el lugar que me indicaba y entonces lo supe.
...Primero acabemos de curarte el pulgar, dije. Y ella se sometió sólo porque temía tocarme antes de que se lo hubiese limpiado. Terminé de lavarle y desinfectarle el pulgar y entonces ella hizo lo propio con mi cara. Al terminar, nos sentarnos y estuvimos hablando durante un rato; hablamos de muchas cosas, pues en nuestras vidas acababan de irrumpir pensamientos inesperados y terribles. De pronto, sentimos miedo de algo peor que la muerte. Hablamos de cargar el bote con provisiones y agua y hacernos a la mar; pero por diversas causas éramos impotentes y... la sustancia ya nos había atacado. Decidimos quedarnos y que Dios hiciera con nosotros su voluntad. Nosotros esperaríamos.
...Pasó un mes, dos meses, tres meses, y las manchas iban creciendo, a la vez que aparecían otras. Pero seguíamos esforzándonos por luchar contra el miedo, tanto es así que sus progresos eran lentos, relativamente hablando. De vez en cuando nos aventurábamos a volver al barco en busca de cosas que nos hacían falta. Allí comprobamos que la sustancia crecía de modo persistente. Uno de los nódulos de la cubierta principal no tardó en llegar a la altura de mi cabeza.
...Para entonces ya habíamos abandonado toda esperanza de salir de la isla. Nos dábamos cuenta de que, padeciendo de aquel mal, no nos permitirían volver con los demás seres humanos.
...Un vez hubimos llegado a tal conclusión, comprendimos que era necesario vigilar nuestras existencias de alimentos y agua, pues a la sazón no sabíamos cuánto tiempo pasaríamos allí, aunque era posible que fuesen muchos años.
...Esto me recuerda que ya os he dicho que soy un anciano. No es así si nos atenemos a mis años. Pero.... pero...
Se interrumpió, pero luego continuó hablando con cierta brusquedad:
-Como decía, sabíamos que teníamos que ir con cuidado con nuestros alimentos, pero ignorábamos que nos quedasen tan pocos. Fue un semana después cuando descubrí que todos los demás depósitos de pan..., que yo suponía llenos..., estaban vacíos, y que, aparte de algunas latas de verduras y carne y algunas otras cosas, no teníamos nada para comer excepto el pan del depósito que yo había abierto.
...Al descubrir esto, decidí hacer algo, lo que pudiese, y traté de pescar en la laguna, pero no lo conseguí. Entonces me sentí un tanto inclinado al desespero, hasta que se me ocurrió que podía probar suerte fuera de la laguna, en mar abierto. Aquí pescaba algún que otro pez, pero con tan poca frecuencia que apenas resultaba suficiente para protegernos del hambre que nos amenazaba. Empecé a pensar que nuestra muerte sobrevendría probablemente a causa del hambre y del crecimiento de la sustancia que se había apoderado de nuestros cuerpos.
...En ese estado se encontraban nuestros ánimos cuando el cuarto mes tocó a su fin. Entonces hice un descubrimiento en verdad horrible. Un mañana, poco antes del mediodía, regresé del barco con un pedazo de galleta que quedaba en él y vi que mi amada estaba sentada ante la entrada de la tienda, comiendo algo.
...¿Qué es, amada mía?, le pregunté en el momento de saltar a tierra. Mas, al oír mi voz, pareció un tanto confundida y, volviéndose, con gesto furtivo arrojó algo hacia el lindero del pequeño claro. Cayó más cerca de lo que ella deseaba y yo, que empezaba a sentir un vaga sospecha, me acerqué y lo recogí. Era un trozo de la sustancia gris.
...Al acercarme a ella con aquello en la mano, se puso pálida como un cadáver y luego se ruborizó. Yo me sentía extrañamente aturdido y asustado. ¡Querida mía! ¡Querida mía!, dije, incapaz de decir nada más. Pero, al oír mis palabras, no pudo resistirlo y rompió a llorar amargamente. Poco a poco, cuando se fue calmando, me confesó que lo había probado el día anterior y que... le había gustado. La obligué a arrodillarse y le hice prometer que no volvería a tocarlo, por grande que fuera nuestra hambre. Después de prometérmelo, me dijo que el deseo de comer de aquello le había sobrevenido de pronto y que, hasta el momento de sentir tal deseo, la sustancia no le había inspirado más que un repulsión infinita.
...Unas horas después, sintiéndome extrañamente desasosegado, y muy consternado por lo que había descubierto, eché a andar por uno de los senderos retorcidos que formaba aquella especie de tierra blanca que parecía arena y que cruzaba la sustancia gris. Ya me había aventurado por allí en otra ocasión, aunque sin llegar muy lejos. Esta vez, hallándome enfrascado en pensamientos que me llenaban de perplejidad, llegué mucho más lejos.
...Súbitamente salí de mi ensimismamiento al oír un ruido extraño y áspero a mi izquierda. Al volverme rápidamente vi que algo se movía entre la masa que había cerca de mí, y que presentaba unas formas extraordinarias. Se balanceaba de un modo precario, como si poseyera vida propia. De pronto, mientras mis fascinados ojos contemplaban aquello, pensé que se parecía de un modo grotesco a la figura de un ser humano deforme. Todavía estaba pensando en ello cuando se oyó un ruido desagradable, como si algo se estuviera rasgando, y vi que uno de los brazos, que más bien parecían ramas, se estaba despegando de las masas grises que lo rodeaban y acercándose a mí. La cabeza.... un especie de bola gris sin forma definida, se inclinó hacia mí. Me quedé allí parado como un estúpido y el brazo repugnante me rozó la cara. Proferí un grito de terror y retrocedí apresuradamente unos pasos. En mis labios notaba un sabor dulzón. Pasé la lengua por ellos y al instante sentí que me embargaba un deseo inhumano. Me volví y cogí un puñado de sustancia. Luego más Y... más. Mi deseo era insaciable. Mientras devoraba la sustancia, el recuerdo del descubrimiento de la mañana penetró en el laberinto de mi cerebro. Dios lo había enviado. Tiré al suelo el fragmento que tenía en la mano. Luego, totalmente abatido y sintiéndome horriblemente culpable, regresé al pequeño campamento.
...Creo que en cuanto puso sus ojos en mí, ella lo adivinó, merced a alguna intuición maravillosa que el amor debía de haberle dado. Su comprensión silenciosa hizo que me resultara más fácil confesarle mi repentina flaqueza, aunque omití decirle la cosa extraordinaria que había ocurrido antes. Deseaba ahorrarle todo terror innecesario.
...Mas lo que había descubierto resultaba intolerable y hacía nacer un terror incesante en mi cerebro, pues no me cabía la menor duda de que había presenciado el fin de uno de los hombres que habían llegado a la isla en el barco que estaba en la laguna. Y en aquel fin monstruoso había presenciado el nuestro propio.
...En lo sucesivo nos abstuvimos de aquel alimento abominable, aunque el deseo de comerlo se nos había metido en la sangre. Sin embargo, nuestro temible castigo era inminente, pues día a día, con un rapidez monstruosa, la sustancia fangosa iba apoderándose de nuestros pobres cuerpos. Materialmente no podíamos hacer nada para detenerla, y así. .., nosotros.... que habíamos sido humanos, nos convertimos en... Bueno, cada día importa menos. Sólo. .., sólo que habíamos sido hombre y doncella.
...Y cada día resulta más terrible la lucha por resistirse al hambre, al deseo lujurioso de comer esa horrible sustancia. Hace un semana terminamos la galleta, y desde entonces he pescado tres peces. Me encontraba pescando aquí esta noche cuando vuestra goleta surgió de entre la niebla y casi se me echó encima. Entonces os llamé. El resto ya lo conocéis. Y que Dios os bendiga por vuestra bondad para con un par de pobres almas proscritas.
Se oyó el ruido de un remo al sumergirse..., luego el de otro. Después..., la voz habló de nuevo y por última vez, atravesando la niebla que la envolvía, fantasmal y lúgubre:
-¡Que Dios os bendiga! ¡Adiós!
-¡Adiós! -gritamos al unísono con voz ronca y el corazón rebosante de emociones.
Miré a mi alrededor y noté que empezaba a amanecer. El sol lanzó un rayo aislado sobre el mar oculto; la luz mortecina perforó la niebla y con un fuego melancólico iluminó la barca que se alejaba. Aunque no muy claramente, vi algo que cabeceaba entre los remos. Me hizo pensar en un esponja..., un esponja grande y gris que movía la cabeza arriba y abajo... Los remos continuaron moviéndose. Eran grises... Igual que la barca... Y mis ojos buscaron inútilmente el lugar donde la mano se unía al remo. Mi mirada volvió rápidamente a la... cabeza.
Se inclinaba hacia delante cuando los remos se movían hacia atrás a causa del golpe. Luego los remos se hundieron, la barca salió de la zona iluminada y la..., la cosa se perdió de vista en medio de la niebla, sin dejar de cabecear.

William Hope Hodgson (1877-1918)

18.7.09

Extracto I de Libro de Cetrería


Sea breve la llama que nos une.
Sea finita nuestra distancia.
Que el orden que nos retiene
crezca en los filos de mi talón
hasta herir.

Es tanta la maldad del mundo,
tan imperdonables sus torpezas.
Seamos la excepción:
busquemos la belleza
del golpe certero,
la agonía justa,
la fluida música
de una voz que se apaga
por siempre.

No, no detengas el fin.
Por esta vez, seamos libres,
y en la muerte ansiada
los dos hallaremos
noches distintas.

Beverly Pérez Rego

El Laberinto


I

Agoniza
el alto día, más
solitario que el primer grito.
Quedan el olor a sangre y la masa informe
de los cadáveres, el pálido brillo de las armas,
los pasos abandonados
y algunos abrazos.
Soy el ojo que observa.
Un guardia derrotado se consuela
haciendo rodar un dado huérfano.
Las torres vigías han sido
desmanteladas. Sólo
unas fogatas dispersas se enfrentan a la oscuridad.

II

Espíritus de dioses y mortales,
habitantes de un país empobrecido,
remoto y pequeño,
reunidos todos alrededor
de un trofeo, atentos a las palabras del héroe,
sobrevivientes,
aún respiran el ardiente polvo del combate
y se enternecen con el lamento de los heridos.
El timbre de un teléfono
abandonado
persiste en la oscuridad.

III

Habla la hermana mayor,
su voz es esplendorosa como el verano,
sus ojos también hablan, dicen:
“ha pasado el tiempo,
un hombre camina sin ser visto,
da un paso y luego
otro y no avanza,
nada hay delante suyo, nada
hay atrás.
Un silencio mortal acompaña su
pensamiento, su rostro
de trueno, de lluvia, de espanto,
sus manos de sombra, de polvo, de luna,
sus pies de agua, de ave, de ceniza”.

Un hombre es un hombre y
muchos hombres,
nadie camina solo,
todos avanzan, retroceden,
comienzan de nuevo.
Arrastrado por la corriente, sin remedio,
su voz es un aullido
y sobrevive.
Un hombre camina solo,
camina sin ser visto entre la multitud,
al final de su propio combate.

IV

El monstruo no
renuncia a sus dominios,
ni a sus demonios, y no cede,
aún ronda entre los pasadizos
del Laberinto,
su respiración agitada lo delata.
El Minotauro
lee en el periódico del día
la larga lista fúnebre de amigos y
enemigos.
Los sobrevivientes permanecen al aire libre
pendientes de una de las puertas
de la gigantesca construcción,
el ansia recorre
la espalda de los habitantes. Nadie habla.

V

Mujeres,
hermosas como jarrones,
y hombres, fuertes
como columnas,
bailan alrededor de abundante comida,
beben pisco, fuman de un mismo cigarrillo,
mastican coca, ríen a carcajadas, aplauden,
apoyan sus manos en los
hombros de quien los escucha.
Cuando el sol renace
aún están juntos,
sus automóviles duermen,
las últimas luces se apagan,
como si fuera un exterminio de cocuyos.

Más tarde
irán a velar a Polinices,
aún hay tiempo.

VI

La voz que baja
desde lo inalcanzable lamenta
los días y las noches
en que las armas fueron más poderosas
que las palabras.
Un joven está en medio de la calle,
frente a un tanque militar,
con los brazos abiertos y el corazón en calma.
Ahora
los funerales
son una gran fiesta.

VII

Seguramente
serán las mujeres quienes
derramen alguna lágrima en recuerdo
de aquel desconocido,
de quien sólo se sabe que ha muerto.

Nadie recuerda las batallas.
Nadie sabe de esta sangre caliente.
Nadie ha visto los ojos de la muerte.
Nadie respira como antes.
Nadie recuerda el cáncer.

Mientras
calles
y plazas
se pueblan nuevamente
y un ejército de mujeres
barre las veredas y las esquinas,
el sol estará nuevamente en lo alto,
solo, como el primer grito,
sol solo,
y habremos de lamentar,
probablemente,
alguna muerte más sobre el asfalto.
¿Qué dirá Antígona
sobre la tragedia?
¿Reclamará el poder?
No hay hermana que no haya
velado a su hermano y exigido su parte.
Pero allá están todas,
llorando
en las puertas del Laberinto a un muerto ajeno.

VIII

¿Qué se dicen los enemigos
antes de la batalla,
cuando aún están
en los parques, en las esquinas,
bajo los portales,
alimentando los caballos,
esperando abordar los taxis
y mezclando el pisco
en botellas descartables? ¿Qué?
Los héroes,
hijos de diosas
castas y hermosas, únicas,
van y vienen
entre la multitud, sin saludar,
y aún no saben
si habrán de sobrevivir en el Laberinto.
Son los mismos
que
pueblan la noche,
ahora que el sol amenaza nuevamente
desde donde observan también las diosas
a sus hijos,
aquellos jóvenes,
de mejillas afeitadas,
de ojos inquietos, de perfil
intenso,
listos para el combate.

IX

No hay tambores
ni trompetas,
el cementerio es un museo
donde habitan las lágrimas
de los vivos y las musas de la nostalgia.
Antígona
no tiene suficiente vista
para mirar el desastre.

Atrincherado,
el monstruo lee
en algún recodo del Laberinto
la crónica del día.

Música,
el ritmo endiablado de Santana
es un himno,
los tambores descontrolados de Tito Puente
son un temblor de tierra,
el lejano lamento de los ayarachis
es un consuelo,
pero nada de esto escuchan
los sepultureros.
La batalla ha sido hermosa,
día y noche
brillaron el acero y la pólvora.
La muerte no acecha en vano,
habría advertido un consejero moribundo,
pero es sabido que los jóvenes
en estos tiempos
ya no escuchan.

X

No se han repetido
lamentaciones ni quejas,
aunque sí oraciones y plegarias,
todas dirigidas a un dios inexistente
pero bondadoso,
también se han oído canciones
que han despertado el afán del Minotauro.
Nada
ha quedado
de la primera visión,
ni los juegos de Ariadna
ni el rumor del mar,
ni
la forma como Megube se transformaba
en agua. Nada.

XI

Dicen que desde el corazón del Laberinto
se oye llorar al Minotauro,
otros
dicen que es Dédalo
que ha perdido el rumbo del entendimiento.
Los jóvenes no dejan
de beber
mientras la noche les dé cobijo.
Las hermanas, por su parte, velan
un hermano en cada esquina.

Pero el Minotauro duerme.

XII

Cuando ya estuvo dicho y hecho
que el poder se
mide
con las manos,
los héroes quedaron huérfanos, de vida
y
sueños,
y así se internaron en el Laberinto,
sin hilos ni armas.
¿Son los que desaparecieron
en las alturas de
Lampa?
Creonte habla,
y dice y
canta, da órdenes,
también llora como padre.
Desde el mirador
contempla esta ciudad de barro,
ahora vacía y dolida.
Es noche y aún hay luz,
también es día y las sombras
son más oscuras que los recuerdos.
La iluminada plaza revienta
de voces
y música, nadie
recuerda que hubo alguna vez
una multitud que pugnaba en las puertas del Laberinto,
que hubo una batalla de
la que los hermanos mayores,
jóvenes universitarios,
no volvieron.
Sus novias aún salen a la misma hora,
a recoger sus cuerpos y contar sus sonrisas
desparramadas en el asfalto.
Nadie encontró sus DNI.

XIII

¿Con qué voz
se podrá decir que
hemos sobrevivido? Ariadna,
Megube, Miranda, Imillita,
con qué ojos habremos de mirar
lo que queda de la hecatombe.
El Minotauro aún duerme.
El Laberinto
será nuestro hogar desde ahora,
dejaremos señales tras nuestros pasos
para no volver sobre ellos.
Lástima que sea más fácil saltar la cerca.

XIV

Alguien camina,
linterna en mano,
entre la multitud.
Sientan
el ritmo de sus pasos, acérquense
a su sombra deforme,
aspiren el hedor de su espalda,
reconozcan el color de los nuevos tiempos.
Alguien recorre
el Laberinto sin dejar guías ni signos,
va en busca de un latido poderoso,
de un ronquido sobrenatural,
de sus opacos ojos se
desprenden
rayos fulgurantes,
pero fracasa,
el Laberinto se acaba
antes de alcanzar la salida,
la entrada.

Alfredo Herrera Flores
Escritor y periodista peruano (Lampa, 1965). Estudió periodismo y literatura en Arequipa, donde se publicaron sus primeros artículos y poemas. Ha publicado los libros de poesía Etapas del viento y de las mieses (1986), Recital de Poesía (Flordecactus Editores, Arequipa, 1990), Elogio de la nostalgia (Lluvia Editores, Lima, 1995), Montaña de jade (Ediciones Copé, Lima, 1996), Mares (Lago Sagrado Editores, Lima, 2002) y El Laberinto (Lampa, 2008). Ganador del Premio Copé de Poesía de 1995 con Montaña de jade, y finalista en las ediciones de 1988 y 2001. Mantiene las columnas El barco ebrio y Crónicas urbanas.