El Laberinto
I
Agoniza
el alto día, más
solitario que el primer grito.
Quedan el olor a sangre y la masa informe
de los cadáveres, el pálido brillo de las armas,
los pasos abandonados
y algunos abrazos.
Soy el ojo que observa.
Un guardia derrotado se consuela
haciendo rodar un dado huérfano.
Las torres vigías han sido
desmanteladas. Sólo
unas fogatas dispersas se enfrentan a la oscuridad.
II
Espíritus de dioses y mortales,
habitantes de un país empobrecido,
remoto y pequeño,
reunidos todos alrededor
de un trofeo, atentos a las palabras del héroe,
sobrevivientes,
aún respiran el ardiente polvo del combate
y se enternecen con el lamento de los heridos.
El timbre de un teléfono
abandonado
persiste en la oscuridad.
III
Habla la hermana mayor,
su voz es esplendorosa como el verano,
sus ojos también hablan, dicen:
“ha pasado el tiempo,
un hombre camina sin ser visto,
da un paso y luego
otro y no avanza,
nada hay delante suyo, nada
hay atrás.
Un silencio mortal acompaña su
pensamiento, su rostro
de trueno, de lluvia, de espanto,
sus manos de sombra, de polvo, de luna,
sus pies de agua, de ave, de ceniza”.
Un hombre es un hombre y
muchos hombres,
nadie camina solo,
todos avanzan, retroceden,
comienzan de nuevo.
Arrastrado por la corriente, sin remedio,
su voz es un aullido
y sobrevive.
Un hombre camina solo,
camina sin ser visto entre la multitud,
al final de su propio combate.
IV
El monstruo no
renuncia a sus dominios,
ni a sus demonios, y no cede,
aún ronda entre los pasadizos
del Laberinto,
su respiración agitada lo delata.
El Minotauro
lee en el periódico del día
la larga lista fúnebre de amigos y
enemigos.
Los sobrevivientes permanecen al aire libre
pendientes de una de las puertas
de la gigantesca construcción,
el ansia recorre
la espalda de los habitantes. Nadie habla.
V
Mujeres,
hermosas como jarrones,
y hombres, fuertes
como columnas,
bailan alrededor de abundante comida,
beben pisco, fuman de un mismo cigarrillo,
mastican coca, ríen a carcajadas, aplauden,
apoyan sus manos en los
hombros de quien los escucha.
Cuando el sol renace
aún están juntos,
sus automóviles duermen,
las últimas luces se apagan,
como si fuera un exterminio de cocuyos.
Más tarde
irán a velar a Polinices,
aún hay tiempo.
VI
La voz que baja
desde lo inalcanzable lamenta
los días y las noches
en que las armas fueron más poderosas
que las palabras.
Un joven está en medio de la calle,
frente a un tanque militar,
con los brazos abiertos y el corazón en calma.
Ahora
los funerales
son una gran fiesta.
VII
Seguramente
serán las mujeres quienes
derramen alguna lágrima en recuerdo
de aquel desconocido,
de quien sólo se sabe que ha muerto.
Nadie recuerda las batallas.
Nadie sabe de esta sangre caliente.
Nadie ha visto los ojos de la muerte.
Nadie respira como antes.
Nadie recuerda el cáncer.
Mientras
calles
y plazas
se pueblan nuevamente
y un ejército de mujeres
barre las veredas y las esquinas,
el sol estará nuevamente en lo alto,
solo, como el primer grito,
sol solo,
y habremos de lamentar,
probablemente,
alguna muerte más sobre el asfalto.
¿Qué dirá Antígona
sobre la tragedia?
¿Reclamará el poder?
No hay hermana que no haya
velado a su hermano y exigido su parte.
Pero allá están todas,
llorando
en las puertas del Laberinto a un muerto ajeno.
VIII
¿Qué se dicen los enemigos
antes de la batalla,
cuando aún están
en los parques, en las esquinas,
bajo los portales,
alimentando los caballos,
esperando abordar los taxis
y mezclando el pisco
en botellas descartables? ¿Qué?
Los héroes,
hijos de diosas
castas y hermosas, únicas,
van y vienen
entre la multitud, sin saludar,
y aún no saben
si habrán de sobrevivir en el Laberinto.
Son los mismos
que
pueblan la noche,
ahora que el sol amenaza nuevamente
desde donde observan también las diosas
a sus hijos,
aquellos jóvenes,
de mejillas afeitadas,
de ojos inquietos, de perfil
intenso,
listos para el combate.
IX
No hay tambores
ni trompetas,
el cementerio es un museo
donde habitan las lágrimas
de los vivos y las musas de la nostalgia.
Antígona
no tiene suficiente vista
para mirar el desastre.
Atrincherado,
el monstruo lee
en algún recodo del Laberinto
la crónica del día.
Música,
el ritmo endiablado de Santana
es un himno,
los tambores descontrolados de Tito Puente
son un temblor de tierra,
el lejano lamento de los ayarachis
es un consuelo,
pero nada de esto escuchan
los sepultureros.
La batalla ha sido hermosa,
día y noche
brillaron el acero y la pólvora.
La muerte no acecha en vano,
habría advertido un consejero moribundo,
pero es sabido que los jóvenes
en estos tiempos
ya no escuchan.
X
No se han repetido
lamentaciones ni quejas,
aunque sí oraciones y plegarias,
todas dirigidas a un dios inexistente
pero bondadoso,
también se han oído canciones
que han despertado el afán del Minotauro.
Nada
ha quedado
de la primera visión,
ni los juegos de Ariadna
ni el rumor del mar,
ni
la forma como Megube se transformaba
en agua. Nada.
XI
Dicen que desde el corazón del Laberinto
se oye llorar al Minotauro,
otros
dicen que es Dédalo
que ha perdido el rumbo del entendimiento.
Los jóvenes no dejan
de beber
mientras la noche les dé cobijo.
Las hermanas, por su parte, velan
un hermano en cada esquina.
Pero el Minotauro duerme.
XII
Cuando ya estuvo dicho y hecho
que el poder se
mide
con las manos,
los héroes quedaron huérfanos, de vida
y
sueños,
y así se internaron en el Laberinto,
sin hilos ni armas.
¿Son los que desaparecieron
en las alturas de
Lampa?
Creonte habla,
y dice y
canta, da órdenes,
también llora como padre.
Desde el mirador
contempla esta ciudad de barro,
ahora vacía y dolida.
Es noche y aún hay luz,
también es día y las sombras
son más oscuras que los recuerdos.
La iluminada plaza revienta
de voces
y música, nadie
recuerda que hubo alguna vez
una multitud que pugnaba en las puertas del Laberinto,
que hubo una batalla de
la que los hermanos mayores,
jóvenes universitarios,
no volvieron.
Sus novias aún salen a la misma hora,
a recoger sus cuerpos y contar sus sonrisas
desparramadas en el asfalto.
Nadie encontró sus DNI.
XIII
¿Con qué voz
se podrá decir que
hemos sobrevivido? Ariadna,
Megube, Miranda, Imillita,
con qué ojos habremos de mirar
lo que queda de la hecatombe.
El Minotauro aún duerme.
El Laberinto
será nuestro hogar desde ahora,
dejaremos señales tras nuestros pasos
para no volver sobre ellos.
Lástima que sea más fácil saltar la cerca.
XIV
Alguien camina,
linterna en mano,
entre la multitud.
Sientan
el ritmo de sus pasos, acérquense
a su sombra deforme,
aspiren el hedor de su espalda,
reconozcan el color de los nuevos tiempos.
Alguien recorre
el Laberinto sin dejar guías ni signos,
va en busca de un latido poderoso,
de un ronquido sobrenatural,
de sus opacos ojos se
desprenden
rayos fulgurantes,
pero fracasa,
el Laberinto se acaba
antes de alcanzar la salida,
la entrada.
Alfredo Herrera Flores
Escritor y periodista peruano (Lampa, 1965). Estudió periodismo y literatura en Arequipa, donde se publicaron sus primeros artículos y poemas. Ha publicado los libros de poesía Etapas del viento y de las mieses (1986), Recital de Poesía (Flordecactus Editores, Arequipa, 1990), Elogio de la nostalgia (Lluvia Editores, Lima, 1995), Montaña de jade (Ediciones Copé, Lima, 1996), Mares (Lago Sagrado Editores, Lima, 2002) y El Laberinto (Lampa, 2008). Ganador del Premio Copé de Poesía de 1995 con Montaña de jade, y finalista en las ediciones de 1988 y 2001. Mantiene las columnas El barco ebrio y Crónicas urbanas.
Agoniza
el alto día, más
solitario que el primer grito.
Quedan el olor a sangre y la masa informe
de los cadáveres, el pálido brillo de las armas,
los pasos abandonados
y algunos abrazos.
Soy el ojo que observa.
Un guardia derrotado se consuela
haciendo rodar un dado huérfano.
Las torres vigías han sido
desmanteladas. Sólo
unas fogatas dispersas se enfrentan a la oscuridad.
II
Espíritus de dioses y mortales,
habitantes de un país empobrecido,
remoto y pequeño,
reunidos todos alrededor
de un trofeo, atentos a las palabras del héroe,
sobrevivientes,
aún respiran el ardiente polvo del combate
y se enternecen con el lamento de los heridos.
El timbre de un teléfono
abandonado
persiste en la oscuridad.
III
Habla la hermana mayor,
su voz es esplendorosa como el verano,
sus ojos también hablan, dicen:
“ha pasado el tiempo,
un hombre camina sin ser visto,
da un paso y luego
otro y no avanza,
nada hay delante suyo, nada
hay atrás.
Un silencio mortal acompaña su
pensamiento, su rostro
de trueno, de lluvia, de espanto,
sus manos de sombra, de polvo, de luna,
sus pies de agua, de ave, de ceniza”.
Un hombre es un hombre y
muchos hombres,
nadie camina solo,
todos avanzan, retroceden,
comienzan de nuevo.
Arrastrado por la corriente, sin remedio,
su voz es un aullido
y sobrevive.
Un hombre camina solo,
camina sin ser visto entre la multitud,
al final de su propio combate.
IV
El monstruo no
renuncia a sus dominios,
ni a sus demonios, y no cede,
aún ronda entre los pasadizos
del Laberinto,
su respiración agitada lo delata.
El Minotauro
lee en el periódico del día
la larga lista fúnebre de amigos y
enemigos.
Los sobrevivientes permanecen al aire libre
pendientes de una de las puertas
de la gigantesca construcción,
el ansia recorre
la espalda de los habitantes. Nadie habla.
V
Mujeres,
hermosas como jarrones,
y hombres, fuertes
como columnas,
bailan alrededor de abundante comida,
beben pisco, fuman de un mismo cigarrillo,
mastican coca, ríen a carcajadas, aplauden,
apoyan sus manos en los
hombros de quien los escucha.
Cuando el sol renace
aún están juntos,
sus automóviles duermen,
las últimas luces se apagan,
como si fuera un exterminio de cocuyos.
Más tarde
irán a velar a Polinices,
aún hay tiempo.
VI
La voz que baja
desde lo inalcanzable lamenta
los días y las noches
en que las armas fueron más poderosas
que las palabras.
Un joven está en medio de la calle,
frente a un tanque militar,
con los brazos abiertos y el corazón en calma.
Ahora
los funerales
son una gran fiesta.
VII
Seguramente
serán las mujeres quienes
derramen alguna lágrima en recuerdo
de aquel desconocido,
de quien sólo se sabe que ha muerto.
Nadie recuerda las batallas.
Nadie sabe de esta sangre caliente.
Nadie ha visto los ojos de la muerte.
Nadie respira como antes.
Nadie recuerda el cáncer.
Mientras
calles
y plazas
se pueblan nuevamente
y un ejército de mujeres
barre las veredas y las esquinas,
el sol estará nuevamente en lo alto,
solo, como el primer grito,
sol solo,
y habremos de lamentar,
probablemente,
alguna muerte más sobre el asfalto.
¿Qué dirá Antígona
sobre la tragedia?
¿Reclamará el poder?
No hay hermana que no haya
velado a su hermano y exigido su parte.
Pero allá están todas,
llorando
en las puertas del Laberinto a un muerto ajeno.
VIII
¿Qué se dicen los enemigos
antes de la batalla,
cuando aún están
en los parques, en las esquinas,
bajo los portales,
alimentando los caballos,
esperando abordar los taxis
y mezclando el pisco
en botellas descartables? ¿Qué?
Los héroes,
hijos de diosas
castas y hermosas, únicas,
van y vienen
entre la multitud, sin saludar,
y aún no saben
si habrán de sobrevivir en el Laberinto.
Son los mismos
que
pueblan la noche,
ahora que el sol amenaza nuevamente
desde donde observan también las diosas
a sus hijos,
aquellos jóvenes,
de mejillas afeitadas,
de ojos inquietos, de perfil
intenso,
listos para el combate.
IX
No hay tambores
ni trompetas,
el cementerio es un museo
donde habitan las lágrimas
de los vivos y las musas de la nostalgia.
Antígona
no tiene suficiente vista
para mirar el desastre.
Atrincherado,
el monstruo lee
en algún recodo del Laberinto
la crónica del día.
Música,
el ritmo endiablado de Santana
es un himno,
los tambores descontrolados de Tito Puente
son un temblor de tierra,
el lejano lamento de los ayarachis
es un consuelo,
pero nada de esto escuchan
los sepultureros.
La batalla ha sido hermosa,
día y noche
brillaron el acero y la pólvora.
La muerte no acecha en vano,
habría advertido un consejero moribundo,
pero es sabido que los jóvenes
en estos tiempos
ya no escuchan.
X
No se han repetido
lamentaciones ni quejas,
aunque sí oraciones y plegarias,
todas dirigidas a un dios inexistente
pero bondadoso,
también se han oído canciones
que han despertado el afán del Minotauro.
Nada
ha quedado
de la primera visión,
ni los juegos de Ariadna
ni el rumor del mar,
ni
la forma como Megube se transformaba
en agua. Nada.
XI
Dicen que desde el corazón del Laberinto
se oye llorar al Minotauro,
otros
dicen que es Dédalo
que ha perdido el rumbo del entendimiento.
Los jóvenes no dejan
de beber
mientras la noche les dé cobijo.
Las hermanas, por su parte, velan
un hermano en cada esquina.
Pero el Minotauro duerme.
XII
Cuando ya estuvo dicho y hecho
que el poder se
mide
con las manos,
los héroes quedaron huérfanos, de vida
y
sueños,
y así se internaron en el Laberinto,
sin hilos ni armas.
¿Son los que desaparecieron
en las alturas de
Lampa?
Creonte habla,
y dice y
canta, da órdenes,
también llora como padre.
Desde el mirador
contempla esta ciudad de barro,
ahora vacía y dolida.
Es noche y aún hay luz,
también es día y las sombras
son más oscuras que los recuerdos.
La iluminada plaza revienta
de voces
y música, nadie
recuerda que hubo alguna vez
una multitud que pugnaba en las puertas del Laberinto,
que hubo una batalla de
la que los hermanos mayores,
jóvenes universitarios,
no volvieron.
Sus novias aún salen a la misma hora,
a recoger sus cuerpos y contar sus sonrisas
desparramadas en el asfalto.
Nadie encontró sus DNI.
XIII
¿Con qué voz
se podrá decir que
hemos sobrevivido? Ariadna,
Megube, Miranda, Imillita,
con qué ojos habremos de mirar
lo que queda de la hecatombe.
El Minotauro aún duerme.
El Laberinto
será nuestro hogar desde ahora,
dejaremos señales tras nuestros pasos
para no volver sobre ellos.
Lástima que sea más fácil saltar la cerca.
XIV
Alguien camina,
linterna en mano,
entre la multitud.
Sientan
el ritmo de sus pasos, acérquense
a su sombra deforme,
aspiren el hedor de su espalda,
reconozcan el color de los nuevos tiempos.
Alguien recorre
el Laberinto sin dejar guías ni signos,
va en busca de un latido poderoso,
de un ronquido sobrenatural,
de sus opacos ojos se
desprenden
rayos fulgurantes,
pero fracasa,
el Laberinto se acaba
antes de alcanzar la salida,
la entrada.
Alfredo Herrera Flores
0 Comments:
Publicar un comentario
<< Home