25.6.06

Mentiras



Hay tres clases de mentiras: las mentiras, las malditas mentiras y las estadisticas.

Mark Twain.

Igual Que la Noche

Igual que la noche de la embriaguez, igual fue la vida. ¿qué hice?, Que tengo entre las manos? Sólo desear, desear, desear, ir detrás de los sueños igual que el perro ciego ladrándole a los ruidos.

J. Sabines.

El Nudo Gordiano


Faltaban aún cuatro siglos para que Alejandro Magno viniera al mundo, cuando en Frigia (la actual Anatolia, en Turquía), un oráculo anunció al pueblo que un día verían llegar por la Puerta del Este, a su verdadero rey y que le reconocerían por el hecho de que, al atravesar esa puerta, un cuervo se posaría en su carro.Algún tiempo después un pastor, llamado Gordias, se dirigía a la ciudad por el camino del este y justo al pasar la puerta, el cuervo profético se posó en el yugo de su carro de bueyes. Los ciudadanos aclamaron a Gordias, lo llevaron al templo y le coronaron rey.Cuando intentaron quitar el yugo que uncía los bueyes a la carreta de su reciente soberano, descubrieron que les era imposible deshacer el nudo de la correa de cuero que lo sujetaba al timón.El oráculo intervino de nuevo y predijo que quién lograra desatar el nudo sería el dominador de toda Asia.Alejandro tuvo conocimiento de la existencia del nudo y de la leyenda que lo acompañaba. Llegado a la ciudad de Gordion, se dirigió al templo de Zeus donde le pusieron frente al yugo con el nudo intacto. Intentó deshacerlo. Una y otra vez buscó un cabo de donde tirar, un hueco entre la ligazón, un punto débil en el endurecido cuero pero el nudo resistió a todos sus intentos.Alejandro agotó su paciencia. No sería un nudo quien detuviera sus vertiginosas conquistas ni pusiera en tela de juicio su capacidad para conseguir cuanto quisiera. Desenvainó la espada y con un potente y certero tajo, cortó el nudo.El camino hacia la total dominación de Asia quedaba despejado.

24.6.06

LA PUA DE PUERCOESPIN


Bajamos del Volkswagen, mamá me apretó fuerte la mano. Y de nuevo me encontré frente a aquella puerta de madera carcomida, cargada de herrajes y molduras. Papá usó el llamador con forma de garra: el timbre estaba sin tapa y el botón colgaba como una araña de los cables sueltos.Miré el frente de la residencia. La hiedra había avanzado mucho desde la última vez. Era una pasionaria, de las que bordean las estaciones de tren. Cubría los balcones, apenas se distinguían las puntas de lanza del enrejado. Volví a leer las palabras esculpidas en un ángulo inferior de la cornisa, que parecía venirse abajo en cualquier momento. Me insinuaban intriga y misterio:
C. DE OTRANTO. ARQTO.
Mamá estaba tiesa como un mástil, y su rigidez iba bien con la sonrisa que siempre usaba cuando visitábamos aquella ruina.-Acomodate el moño -me ordenó.Lo hice, y de pronto oí un crujido que venía más allá de la galería. Alguien se acercaba. Me puse en puntas de pie y entreví que descorrían la reja del portal. Era la tía Rózsa. No había suficiente luz, tenía la cara oculta en las sombras. Bajaba los escalones del vestíbulo con mucho esfuerzo. Podía adivinar su gesto de fastidio, su expresión amenazadora. Me solté de mamá y retrocedí un paso. Papá me fulminó con la mirada.-Vení acá -dijo-, no seas imbécil.-Obedecé a tu padre -susurró mamá.Obedecí, y al instante la puerta tembló y la tía Rózsa apareció en el umbral.-Miklós está en la piecita del fondo, queridos -gruñó, restregándose sus garras de buitre en un delantal indescriptible-. Si quieren, pueden pasar después.¿Pasar después? Papá pegó un respingo y mamá se puso seria. Yo me quedé con la boca abierta: recién habíamos estacionado el Volkswagen, y ya la bruja nos invitaba a que nos mandásemos a mudar. Pero inmediatamente agregó:-Pasar por el fondo, digo. No lo tomen a mal...-Como vos quieras, Rózsa -dijo papá con una sonrisa forzada, y empezó a desabotonarse el abrigo. Mamá y yo luchábamos con los nuestros.Aclaro que la tía Rózsa y el tío Miklós no eran mis tíos. Tampoco eran marido y mujer. Eran hermanos, y gemelos. Pero no se parecían demasiado. Pensé que era una suerte que el tío Miklós no estuviera a la vista. Con los años, se había vuelto más espantoso que la tía Rózsa. Su joroba crecía con el tiempo, o al menos eso era lo que yo imaginaba.La vieja no nos sacaba los ojos de encima, con los labios apretados y la cara como espolvoreada de ceniza. Noté que aquellas manchas de tortuga que tanto me repugnaban se le habían multiplicado desde la última vez. Tenía pústulas hasta en los brazos, de los que la piel le colgaba como una tela raída. El olor a naftalina que traíamos en la ropa se incrementaba por el calor: habían encendido la estufa a leña, de hierro, orgullo del tío Miklós, quien la construyó con sus propias manos décadas atrás. Para mí era horrenda, un cachivache; pero nunca di mi opinión acerca de esa especie de monstruoso y chisporroteante escarabajo. Mamá me ayudó con el gabán, y aproveché para pegar un vistazo alrededor. Quería descubrir de dónde vendría el tío Miklós. Quería anticiparme, ponerme a resguardo del jorobado.-¿En qué anda ahora el tío? -preguntó mamá, como si me hubiera leído la mente.-Con sus cosas -dijo la bruja, y su aliento a verdura podrida llegó hasta mí-. Ya sabés.-Ya sabés... -repitió papá, como diciéndole a mamá que no fuera estúpida, que le siguiera la corriente-. Ya sabés.Mamá sonrió, asintió, y me di cuenta de que en realidad no sabía ni medio. Es que el tío Miklós era un viejo muy reservado. Jamás hablaba de nada. Y menos de las cosas que hacía en el fondo.Los grandes se fueron a la cocina. Yo me quedé en un rincón del comedor, sentado en el sofá cercano a la ventana, atisbando las sombras. De pronto oí un ronroneo metálico. Miré el cielo y vi nubes alucinantes, rojas de tempestad. El miedo crecía en mí como un hongo venenoso. ¡El monstruo estaría trabajando con desechos biológicos en su laboratorio, esquivando retortas y atanores y tachos burbujeantes!Presté atención a otro ruido: un eco extraño, un reptar fláccido y acuoso.Algo se aproximaba.El tío Miklós, pensé.Se me cortó la respiración, casi no me atreví a darme vuelta.Era la tía Rózsa, que se asomaba desde el pasillo.-Querido -me dijo la bruja-, qué andás haciendo acá, tan solito.Chasqueaba la lengua, parecía un lagarto. Y empezó a acercarse. Un paso. Y otro. Ya podía oler su aliento nauseabundo. Papá y mamá seguían en la cocina, seguramente. ¡Pero en ese instante yo los imaginé dentro del horno de la tía Rózsa, guisándose en su propia sangre!La vieja me tendía los brazos, sin dejar de avanzar ni de mirarme directo a los ojos. Advertí un lunar peludo que le colgaba de la pera.-Vení, Marcelito -dijo-. No es bueno que los chicos anden siempre solos.Volé hacia el pasillo, aterrorizado. Corrí en la oscuridad a todo lo que daba y tropecé y tiré al piso no sé qué pesado objeto, tal vez uno de los jarrones de la bruja. Lo que sea, se había roto en mil pedazos. Me hice un ovillo en el suelo, temiendo lo peor. Si papá y mamá seguían con vida, me esperaba la paliza más formidable del mundo. Pero no venía nadie. Fui acostumbrándome a la penumbra y no tardé en distinguir una puerta. Estalló un trueno espeluznante. La puerta, entornada, parecía invitarme a la fuga. La abrí. Percibí un olor a humedad, a encierro. Un relámpago me permitió ver el principio de una escalera. Imaginé que subiría hasta perderse en las entrañas del caserón. Una luz muy tenue venía desde arriba. Súbitamente resonó en la oscuridad el vozarrón de mi padre:-¡Marcelo!-¡Que no te vaya a agarrar! -gritó mamá.No entendí si se refería a papá, al tío Miklós o a ella misma. Ya habrían descubierto los restos del jarrón. Opté por subir.La escalera crujía como un ataúd desvencijado. Aquella espiral de vértigo era mi única salida. Urgido ante la amenaza, me sujetaba de los polvorientos barrotes y tomaba impulso escalón tras escalón.Exhausto, me detuve en un recoveco del vórtice. Jamás me había atrevido a visitar aquella región de la casa. Pero intuí que el tío Miklós no rondaría por aquellas alturas. Y cualquier cosa era preferible antes que enfrentar la cólera de mi padre. Habría subido ya unos doscientos escalones, cuando sentí una caricia horrible en la boca. Telarañas, pensé, pero al tocarme no noté nada pegajoso. No eran telarañas. Otra cosa me había rozado en la oscuridad. Dudé un instante y decidí seguir mi camino. Pisé un nuevo escalón y oí un chasquido húmedo, un grueso reventón de cucaracha. La luz ya estaba muy cercana, podía percibir algo, unas sombras.-¡Marcelo! -rugió la voz de mi padre, lejana entre el fragor de la tormenta.Contuve un grito, y al avanzar en mi ascenso encontré el lugar de donde partía la luz que tanto me intrigaba. Venía de una habitación. Empujé la puerta entreabierta, una corriente de aire me taladró los huesos. Y olí un hedor dulzón, como de orines empalagosos. Abrí del todo. Pensé en secreciones, en telas empapadas de exudados. Pensé en inflamaciones de purulencias.Pensé en el tío Miklós.Miklós. Nada menos que el monstruo cuyas maquinaciones me tenían encerrado en aquel castillo.Y si...-¿Tío...? -me atreví a llamar en voz muy baja.Esperé.Silencio.Llamé de nuevo:-¿Tío Miklós?Nada.Tomé aliento.La puerta se cerró a mis espaldas. Tanteé hasta encontrar el picaporte.No abría.-¡Mamá, aquí! ¡Aquí, mamá, la escalera!Nada. Quizás ese era el castigo que mi padre había encontrado para que escarmentara por lo del jarrón: impedirle a mamá que fuera a socorrerme, a salvarme de los demonios de la oscuridad.Sonó un trueno descomunal, la tempestad arreciaba. Empecé a acostumbrarme a los difusos resplandores. Traté de mirar alrededor. Descubrí el origen de la mortecina luz: a mi izquierda un candelabro chorreaba cera sobre un mantón. La atmósfera era tan recargada y asfixiante que las seis velas apenas soltaban algo de luz amarilla y muerta. Debí taparme la nariz, se incrementaba la pestilencia. Era como si un muerto estuviese respirado el mismo aire.Tomé el candelabro y decidí buscar otra salida.Las velas irradiaban un débil destello ambarino alrededor de mi mano. Caminé despacio, midiendo cada pisada.El ruido de la lluvia era soberbio. Pensé en una inundación, pensé en el Volkswagen de papá alejándose del cordón de la vereda, una errante lanchita gris perla zarpando en la correntada.Miasmas. El fulgor de las velas se opacó, me costaba tomar aire. Se me apagaron dos o tres, pero jamás me hubiera detenido a encenderlas. Nada lograba ver, cualquier cosa podía estar acechándome en los rincones. Cauteloso, crucé el lugar en busca de una nueva puerta o de una ventana desde donde pudiera desgarrarme la garganta a gritos. Y no dejé de sonreír al imaginar a papá chapoteando tras el Volkswagen con los pantalones arremangados, pidiendo auxilio. Papá alzando el puño al cielo, mamá intentando tranquilizarlo y su mimado Volkswagen navegando calle abajo. Papá caería de rodillas en la vereda y un rayo fulminaría la coronilla de mamá, quien tambaleante giraría hacia mí su cabeza partida al medio y me dedicaría una humeante sonrisa de un millón de voltios, un luminoso adiós antes de derrumbarse en los charcos de la calle, carbonizada para siempre.Me calmé un poco fantaseando semejantes cosas.Ahora la oscuridad era casi total.Separé de su soporte la única vela encendida y le apliqué la llama a las demás. Me salpiqué con la cera, una babosa ardiente que me lamió la piel. De pronto una mano se cerró en mi cuello.-Pedazo de animal.¿Papá?Papá.-Pedazo de infradotado -me susurraba al oído, acogotándome, mordiendo cada palabra-. No hablés, imbécil, no hablés. ¡No hablés o te destruyo! ¡Estúpido! ¡Zángano de mierda! -sentí su garra pegajosa enredándome el cuello, inmovilizándome como a un cachorro-. ¡No sabés la que te mandaste, idiota! -y me encajó un bife que me sentó de culo.Traté de aprovechar la oscuridad, traté de huir como una sabandija que se oculta en un zócalo. Pero me cayó encima y debí cubrirme la cabeza.-¡Qué hice! -grité-. ¡Qué hice, papicito!Sentí un mamporro en la nuca y una fulminante patada en la pierna, pensé que me había dejado paralítico. En medio del dolor, creí que aquello no estaba sucediendo. Si lograba no desmayarme y abría los ojos, la realidad volvería. Pero papá era bien real, y ahora me tenía sujeto del cuello de la camisa. Y volaba arrastrándome escaleras abajo.Y todo fue tinieblas para mí.No sé cuánto tiempo habré estado inconsciente. Cuando desperté, me costó reconocer las cosas. Oí que alguien lloraba. El aire olía a goulash.Apareció mamá. Después la bruja. Las dos tenían los ojos colorados.-Pobre Marcelo -era la voz del tío Miklós, que trituraba el castellano peor que nunca entre sus labios escamosos.¡Hipócritas! En aquel tiempo no conocía ese feo término, pero sin duda que se los hubiera gritado en la cara.-Papá está afuera -dijo mamá-. Bajo el agua.Me alegré: aquel "Bajo el agua" -papá con los ojos hinchados, la lengua colgando- era muy prometedor. Más despabilado, no tardé en darme cuenta.-Intenta rescatar el coche -arriesgué-. Se le fue con la corriente.La tía Rózsa se quedó boquiabierta pero mamá no se sorprendió: eran muy comunes en mí ese tipo de adivinaciones. Hoy también, a pesar -o a causa- de los electroshocks.-¿Y ahora qué hacemos? -pregunté, aunque ya sospechaba la respuesta.-Van a tener que quedarse acá -explicó la arpía adelantando el peludo lunar de su barbilla-. Afuera está imposible. Por suerte vivimos en lo más alto de la calle.Me pasaron linimento en la cabeza y en el muslo, donde se había formado un bruto moretón. Me llevaron en brazos al comedor. Oí la puerta: papá. Se fue directo a la habitación del tío, en la otra punta de la casona. Ninguno se atrevió a preguntarle por el Volkswagen.No paraba de llover.Al rato estábamos los cinco sentados a la mesa. El horrible tío Miklós servía vino. La joroba le retemblaba al desplazarse. ¡Advertí pequeñas manchas rojas en su mano!Nadie hablaba. Sólo se oía la lluvia.De pronto papá corrió la silla, se agachó un poco, hizo aparecer algo de la nada. Lo puso sobre la mesa.Era una cabeza de mujer.Cerré los ojos.-Mirá lo que hiciste con la virgen de la tía -dijo papá con un tono horrible.La estatua. Y no era cualquier estatua. Era la Virgen.-Horacio, por favor -dijo mamá.-La había bendecido Pío XII -papá se detuvo para tomar aliento-. El Santo Padre en persona la había bendecido.-Se arregla… -graznaron a dúo los tíos.-Pedí perdón -me ordenó papá sin llevarles el apunte-. Pediles perdón o te mato.Con su mirada mansa, mamá imploraba ese gesto mío.Y hubo un estrépito, un apocalíptico fogonazo, un relumbrón que barrió con la luz sucia y enjalbegó con su destello el comedor. Todo -papá encolerizado, mamá de ojos bajos, los tíos inclinados sobre la mesa como lagartos, la cabeza de Nuestra Señora, las antiguallas que ornaban aquel vasto aposento-, todo fue una instantánea escultura de hielo.Y se cortó la luz.-¡SEGBA y la puta que te parió! -rugió mi padre-. ¡Lo único que nos faltaba!Era mi oportunidad para escabullirme antes de que estallara otro relámpago. Inmediatamente me levanté de la mesa, tiré una silla en mi huida…-¡¡MARCELO!!…y a ciegas reboté contra la panza de alguien. Por el olor a rancio supe que era el tío Miklós. No me equivocaba.-Vení, Marcelito -dijo en un tono que nunca le había oído. Me pasó una mano por la nuca, vi las estrellas-. Tengo algo que contarte.-¡Encerrarlo! -dijo papá-. ¡Eso es lo que habría que hacer con este energúmeno! ¡Otra que cuentitos!Hoy pienso que, de haber sabido lo que estaba por suceder, papá no hubiese vacilado en cumplir tal amenaza. Aunque mis ideas, sin ilación, se disparaban como locas luciérnagas, empezaba a barruntar un plan.-Vení, vení -insistió el viejo sin hacerle caso a papá.-Andá, Marce -dijo mamá-. A ver si el tío te da una sorpr…-… mientras se termina de hacer el goulash te voy a contar una leyenda, Marcelito -era obvio que tío Miklós no quiso que mamá terminara su frase. ¿Una sorpresa? ¿Qué estarían tramando los grandes?-. Rózsa, traeme la linterna.La aludida masculló una maldición, le dijo a mamá que vigilara el guiso, abrió un cajón y le entregó al tío Miklós una linterna. El foco era bastante débil, pero pudo cortar las tinieblas.Masticando mi plan -y bastante intrigado, por qué negarlo: ¿de qué sorpresa habría hablado mamá?-, seguí al horrible viejo a través de vetustos pasillos. Más cortinados, estatuas en sus pedestales, retratos de ancestros. Al menos no nos dirigíamos hacia el laboratorio del fondo. Las sombras que creaba la luz de la linterna lo deformaban todo. Me llamó la atención, sobre una mesa baja, una estatuilla ecuestre que representaba a un caballero. Creí ver que su espada en alto traspasaba algo parecido a un gato.Subimos una breve escalera y penetramos en una recámara. El tío Miklós se detuvo. Apestaba de olor a momia.-Teneme la linterna. Enfocá.Así lo hice, y el tío sacó de su bolsillo una llave. Iluminé mejor, y descubrí que estábamos frente a un cofre de madera, con un ojo de cerradura al frente y herrajes en las aristas. Un baúl, más que un cofre.¿Un ataúd?Levantó la tapa, que rechinó en sus goznes.Olor a encierro partió del interior. Al principio, nada descubrí. Me pidió que iluminara el fondo. Y apareció un objeto delgadísimo, marfileño. Una varita, pensé. Era lo único que contenía el enorme arcón.El tío Miklós la levantó del fondo lentamente y la alzó a la altura de mi mirada. Di un paso atrás.-No tengas miedo, Marcelo. ¿Sabés que es esto?Yo no me atrevía a hablar.-Una púa de puercoespín -explicó el decrépito, sonriente, y me hizo un guiño cómplice-. Ha pertenecido a la familia por generaciones. Cierto mago le confirió poderes hace mucho, mucho tiempo, ¿sabés?Era indudable que aquel jorobado infecto estaba más loco que una cabra.-¿Y qué se puede hacer con ella, tiíto? -pregunté, dispuesto a seguirle la corriente, aunque ya adivinaba la utilidad que podría tener aquello. ¿Utilidad? ¡Ya lo creo que la tendría!Y ahí empezó la lata, una historia de lo más ridícula. Según aquel charlatán, la púa de puercoespín le había sido obsequiada a su tatarabuelo por "un viejo lobo de mar" que quería desembarazarse de ella para siempre. No era un objeto cualquiera: tenía la facultad de cumplirle tres deseos a quien lo poseyera. Sólo se trataba de apuntar con ese fideo raquítico a la Estrella Polar y formular la petición en voz alta.-¿Vos qué le pedirías? -sonrió el tío Miklós, y descubrí que tenía un diente de oro.Opté por el silencio.-Con ella podrás obtener lo que desees -siguió el estúpido, poniendo esa voz de soñador, ese cantito solemne y mimoso que suelen impostar los partiquinos de las obras de teatro para chicos. Cada vez lo odiaba más-. Tus más grandes anhelos se harán realidad, Marcelo querido, si sabes pedir con buen corazón.Y, sobre todo, si me mando a Estados Unidos, pensé, ya que desde esta ciudad mugrosa no es posible apuntarle a la Estrella Polar ni con un misil.-Toma -me dijo, y nótese que me hablaba de tú, igual que en las películas-. Aquí la tienes. Es para ti -me la entregó como quien dona una reliquia-. Haz buen uso de ella. Pero debo advertirte que sólo podrás usarla cuando cumplas doce años. Antes no, ¿eh?Me di cuenta de que se estaba burlando: cumpliría yo esa edad en apenas dos días. ¿Sabría, el muy zorro?Siguió diciendo no sé qué tonterías, algo acerca de la ilusión de la infancia y demás paparruchas. ¡Como si yo no supiera de sus malévolos experimentos del fondo! Había dejado de escucharlo: el plan para liberar al mundo de semejante engendro del mal terminaba de cuajar en mi cabeza.Volvimos, muñido yo de la púa de puercoespín. Entretanto la olía de punta a punta, pero no lograba percibir ningún aroma extraordinario.La cena naufragó en un silencio parcamente interrumpido por opacos monosílabos. Papá no dejaba de clavarme la mirada. Mamá simulaba disfrutar de la compañía de los tíos. La tía Rózsa hacía ruido con el goulash, asomaba su lengüita gris y sorbía los jugos del guiso.El tío Miklós no sabía la que le esperaba. La púa de puercoespín, al lado de mi servilleta, soñaba su momento supremo.-Lindo regalo, mi querido -cloqueó la bruja señalándola con su cuchara, pero nadie hizo ningún comentario.-Me gustaría irme a dormir -dije, cuando se levantaban de la mesa.-Ya, ya -dijo el jorobado-. Para eso se hizo la noche.-Usted se me va a dormir cuando yo se lo ordene -intervino papá-. Y sin chistar, ¿entendió?Bajé la cabeza y nada dije. Mis ojos se detuvieron en el aguzado extremo de la púa. Creí verle un destello.-Costestale a tu padre -susurró mamá.-Sí -dije.-¡SÍ QUÉ!-Sí, señor.Dispuso para nosotros la tía Rózsa una recámara horrible, plagada de telarañas. Eso sí: el tálamo destinado a papá y mamá era enorme, elevado, provisto de un mosquitero. Yo no había visto jamás nada parecido, salvo en las películas. Además la bruja nos dejó un candelabro.Papá y mamá se acostaron vestidos. Los imité.Puse la púa de puercoespín debajo de la cama, oculta y bien a mano. Era una lástima que aún no hubiera cumplido los doce.Papá sopló las velas, y minutos después me hice el dormido. Había aprendido a respirar con la panza, de manera que el ruido me salía muy natural. Mientras, paré la oreja.Papá y mamá discutían acerca de lo mal que se había portado "ese boludo", discutían acerca de cómo carajo pagarían la chapa del Volkswagen (que había detenido su acuático descenso contra un árbol de la esquina, según entendí), discutían acerca de quién de los dos había tenido la estupenda idea de visitar aquel mausoleo justo en una noche como esa.-Es que el viejo -cuchicheó mamá-, insistió con lo del regalo. En la semana no podíamos. Además se rompió todo, pobre tío.-¿Con qué se rompió todo el pobre tío? -murmuró papá, remedándola.Acá no entendí bien lo que contestó mamá, pero me enteré enseguida:-¡Qué regalo ni regalo! -imaginé la nuca de papá, que viraba a un rojo intenso-. ¡Una buena patada en el culo habría que encajarle!-Bueno, Horacito, vos hoy le diste más de una. Calmate, querés. Y correte que tenés los pies helados.-¡Dale nomás, seguímelo apañando!Mamá refunfuñó un poco.Al rato estaban los dos profundamente dormidos.Me levanté, empuñando la púa de puercoespín.Para buscar mi gabán, me descalcé: jamás mortal alguno ha oído u oirá a quien camina con las medias puestas. Aplicada al picaporte, mi mano se movió con lentitud de minutero. La misma meticulosidad empleé al buscar la linterna en el cajón donde la bruja la había guardado horas antes. Pasé por delante de su habitación, llegué hasta la puerta del cuarto del tío Miklós gateando, conteniendo al aliento, aferrando con mis dientes, cual corsario, la púa de puercoespín. ¡Ah, la inspiración de la infancia!Al abrir la puerta de aquel antro en que flotaba la pantanosa oscuridad, me acometió un sentimiento de victoria. ¡Había logrado ocultarle a los grandes mis acciones y proyectos secretos, liberaría al mundo de esa atrocidad!Entré, y procedí a hacer lo debido.El haz de mi linterna iluminó el contorno del brujo, que roncaba ajeno a mi intromisión.Levanté la púa y le pedí en voz baja el primer deseo.Y fue cumplido: limpiamente atravesé el pecho del anciano. Sentí que tío Miklós temblaba bajo mi peso. Pero fueron sólo unos instantes.Cuando salí al fondo me recibió el plenilunio, la tempestad había cesado. Le pegué una revisada a la púa de puercoespín. Saqué mi pañuelo y la dejé como nueva. Inocente. Ni un rastrito de sangre.Decidido a cumplir mi faena, crucé directo al laboratorio. ¿Con qué abominaciones me encontraría allí? ¿Qué engendros me esperaban, venidos de las plutónicas riberas de la Noche Eterna?Sólo había un modo de averiguarlo. Excitado, dispuesto a lo que fuese, abrí la puerta sin dificultad.El haz de mi linterna parpadeó, pero logré enfocar en torno.Al principio no comprendí, pero ante mis ojos se extendía una ciudad. Un barrio, mejor dicho. Todo estaba ahí, revelado por la tenue luz: casas, puentes, edificios, autos, negocios, árboles. Incluso gente, gente en miniatura. Una gran maqueta que ocupaba el centro del taller. Y, detenido en su estación, un tren -el tren más hermoso que yo había visto nunca- esperaba que un niño le diera vida, dos días después. Un trencito rojo, de madera, las ventanillas de los cinco vagones pintadas con esmalte plateado. Hasta humo debe echar, pensé. Aunque jamás lo sabría.Desenganché la locomotora, la levanté, hice ruidito de motor con la boca. Preciosa, estaba -debo reconocer que el tío Miklós era muy diestro para esas cosas. Sentí que se me oprimía el corazón, tal vez por la ostensible humedad de aquel taller de cuento de hadas.Mientras volvía a la casa, el fondo se inundó de una luz fulgurante: la luna llena me sonrió desde la pendiente de la noche. Serena y majestuosa, parecía adivinar mi futuro de gloria.La púa de puercoespín. Examiné de nuevo el improvisado estilete, antes de entrar. Pensé en los tres: pensé en papá, en mamá, en la tía Rózsa. Era una lástima que apenas me quedasen dos deseos.


M. Di Marco.

Danaides



El dios del mar, Poseidón, tuvo con la ninfa Libia dos hijos. Uno fue Agenor, quien se trasladó a Siria. Su hermano Belo vivió en el país del Nilo, desde donde gobernó a los países africanos. Belo se unió a Anquínoe, hija del dios Nilo, y con ella tuvo a dos hijos gemelos, a quienes llamó Dánao y Egipto.
Egipto recibió el reino de Arabia y Dánao el de Libia. Sin embargo, Egipto reclamó el fértil valle del Nilo y le dió a este país su propio nombre. Egipto tuvo cincuenta hijos de diversas mujeres, mientras que Dánao tuvo cincuenta hijas, que fueron llamadas las Danaides.
Hubo disputas entre los dos hermanos, y Dánao, temeroso del poder de Egipto y por consejo de Atenea, construyó un barco de cincuenta remos y huyó de África, refugiándose en Argos. Ahí, sus hijas edificaron un templo a Atenea.
En Argos reinaba Gelanor, a quien Dánao reclamó el trono. Gelanor se resistió, pero durante la discusión un lobo salió del bosque cercano y se arrojó contra un rebaño que pasaba frente a la ciudad. Atacó a un robusto toro y lo dominó, dándole muerte. Gelanor vió esto como un signo del fin de su reino, y cedió su corona a Dánao.
Se cuenta también que el país estaba devastado por la sequía, pues Poseidón estaba enfadado cuando Argos fue concedido a Hera, cuando él quería el país para sí. Una de las Danaides, Amimone, había sido enviada con sus hermanas para buscar agua. Fatigada por el viaje se tendió a descansar en el campo. De pronto surgió un sátiro que trató de forzarla. Amimone llamó en su ayuda a Poseidón, quien repelió al sátiro con un golpe de su tridente. El golpe dio en una roca, de la que surgió una triple fuente que proveyó de agua a Argos.
Así reinó Dánao durante un tiempo, hasta que llegaron a Argos sus sobrinos, los hijos de Egipto. Éstos le pidieron que olvidara la rencilla con su padre, y anunciaron que su visita tenía la intención de casarse con las Danaides para sellar la paz. Dánao dió su consentimiento, pero desconfiaba de la reconciliación.
Así los cincuenta hijos de Egipto se casaron con la cincuenta hijas de Dánao. El rey celebró las bodas con un gran banquete, pero en secreto le dio a cada una de sus hijas una daga, haciéndoles prometer que darían muerte a sus esposos durante la noche.
Todas las Danaides cumplieron su promesa, excepto la mayor, Hipermnestra, quien conservó la vida de su esposo Linceo por haberla respetado durante la noche de bodas. Todos los demás hijos de Egipto fueron decapitados, y mientras sus cuerpos recibían los ritos funerarios en Argos sus cabezas eran enterradas en Lerna. Egipto, lleno de pesar por la muerte de sus hijos y temeroso de Dánao, se retiró a Aroe, donde murió.
Por orden de Zeus y por mediación de Hermes y Atenea, las Danaides fueron purificadas de su delito. Pero Hipermnestra fue puesta bajo vigilancia por Dánao, por haber desobedecido su orden. Fue liberada durante su juicio, gracias a la intervención de la diosa Afrodita, a quien agradaba el amor que había nacido entre ella y Linceo.
Pero luego de este suceso Dánao no pudo casar a sus hijas, pues cualquier pretendiente sentía el temor de ser asesinado como los anteriores. Por fin, Dánao celebró unos juegos poniendo como recompensa a sus propias hijas y liberando a los ganadores de los regalos que debían hacer a su suegro. Así las Danaides se casaron con jóvenes del país, con los que engendraron a la raza de los dánaos. Según unas versiones del mito, Linceo hizo las paces con su suegro Dánao. Según otras, le dió muerte a él y a las cuarenta y nueve danaides asesinas, vengando a sus hermanos.
Tras su muerte, y rechazando la purificación ordenada por Zeus, los jueces del infierno encontraron a las Danaides culpables del asesinato de sus esposos. Fueron condenadas a llevar agua continuamente a un tonel sin fondo, por toda la eternidad.

Èl...


Me arrellano en mi sillón junto a la chimenea donde crepita el fuego, con la copa de coñac en la mano derecha y la izquierda caída descuidadamente, acariciando la cabeza de mi perro... hasta que descubro que no tengo perro.

A. Connan Doyle.

19.6.06

Poema Cherokee


No te pares al lado de mi tumba y solloces.
No estoy ahí, no duermo.
Soy un millar de vientos que soplan y sostienen las alas de los pájaros.
Soy el destello del diamante sobre la nieve.
Soy el reflejo de la luz sobre el grano maduro, soy la semilla y la lluvia benévola de otoño.
Cuando despiertas en la quietud de la mañana, soy la mariposa que viene a tu ventana.
Soy la suave brisa repentina que juega con tu pelo.
Soy las estrellas que brillan en la noche.
No te pares al lado de mi tumba y solloces.
No estoy ahí, no he muerto.

Autor desconocido.

11.6.06

Marìa Violìn


Manuel el suramericano pasó el ultimo invierno tocando la quena en una bohardilla de la plaza de Santa Bárbara rodeado de un Madrid lluvioso que no podía ver desde su cuarto que daba al patio oscuro con ropa colgada y goterones. Nunca un ciclo limpio ese invierno con algunas nieves, y justo frente a su ventana aquella otra con hollín y cerrada desde siempre, unida a la suya por las cuerdas del tendedero, con gotas resbalando y la quena suena que te suena todas las tardes al final del trabajo, notas y gotas para ir llenando el tiempo en Madrid con veinte años por delante hasta que aclare allá en el Cono Sur, Madrid bohardilla y lluvia, tuberías herrumbradas y tejas de dos siglos, goterones por todas partes y arriba a veces, cuando escampa, un cuadrado de cielo del Greco, ceniciento. El resto de tu vida, cabezón. Te lo dije cuando subiste al barco. Y nada de me moriré en Madrid con aguacero, Vallejo es de otro tiempo y otra sensibilidad. Al fin y al cabo te lo estás pasando bien en tu bohardilla de hombre solo, con tu quena, tu mate, los discos de la negra Sosa y tu trabajo de fotógrafo, le gustaba decirse a sí mismo ahora que era otro.
Ese primer invierno, tocando la quena que le enviaron por correo con aires de quena india hecha con hueso de mujer amada, así es la verdadera, dicen, mirando aquella ventana cerrada y la cuerda de la ropa por donde ruedan las gotas para caer sin ruido justo al borde de la ventana de Manuel toca que te toca, o dando vueltas por la bohardilla con las manos a la espalda y sin mujer, como Pavese sin amor ni aguacero cuando la muerte muy blanca fue a buscarlo en aquel sombrío hotel de Roma.
Cuidado con lo de Pavese, es demasiado drástico y muy poco latinomericano, le decía a Manuel, como quien canturrea, el otro que era cuando se paseaba como exiliado de sí mismo por un Madrid fantasma o humo, Cibeles humo y Puerta de Alcalá humo solamente, o por los tres menos infinitos de la bohardilla en Santa Bárbara, noches sin cuerpo y solamente goterones en la cuerda deslizándose en la pendiente como diminutos animales transparentes, que al rozar cristales de su ventana caían sin forma ya, dejar de de ser lluvia, para sepultarse entre las cáscaras de naranja del patiecito con ropa y zapatos y juguetes muertos cuatro pisos abajo, entre el esqueleto en que se convierte la lluvia cuando cae en los patios estrechosy se arrastra hasta los sumideros, en la tarde gris de tango, senza mamma e senza amore, y pensando en qué hará a esta hora mi andina y dulce Rita de junco y Capulli, sueños mezclados al alcohol.
En función de monocordio una prenda íntima de tela transparente apareció una mañana tendida a secar en el centro de la cuerda. El hollín de la ventana de enfrente había desaparecido, dejando ver unos visillos une difuminaban entre veladuras la figura alta y móvil de la mujer a la que pertenecía. Hembra como caída del cielo, imaginó Manuel, durante toda una noche descendiendo y ahora estaba allí, recién amanecida, junto al fuego cuyas llamas se proyectaban, con la imagen de ella, contra el frío límpido del vidrio.
El portal plateresco del edificio histórico en vías de derrumbe que estaba copiando para el ABC aparecía poco a poco en el líquido revelador aunque los ojos fascinados de Manuel viesen surgir la desnudez de la mujer sugerida por la prenda tendida en el centro de la cuerda pitagórica, dividiéndola en dos octavas justas, señales femeninas que temblaban en el líquido, sus largos cabellos flotando en drogas químicas, la paciente armonía zoológica de aquella arquitectura dcl amor sobrepuesta a la imagen del portal.
Y la fascinación erótica en la noche fría fría, dando vueltas en la cama solo solo. Manuel camina por sus sueño llevando un tablón cortazariano que mira su ventana con la otra, en perfecto equilibrio se desliza, tiritando de frío encuentra el cuerpo de la mujer que durante toda una noche estuvo cayendo del cielo del Greco, penetra en él como quien atraviesa una nube, y más allá del cuerpo llueve sobre las secas mesetas del Altiplano andino, croan los sapos agradecidos y él mismo croa introduciendo un sonido en el sueño silencioso.
Manuel aguanta el frío mañanero asomado a la ventana a la espera de la aparición corpórea de la mujer de sombra que durante la noche compartió la soledad de su cuerpo, con ánimos de incorporar su realidad a lo soñado; el tablón intangible está presente en la doble cuerda del tendedero, en su centro la prenda ya escarchada parece de papel.
Ella abre su ventana y aparece blanca, entera, limpia, como un inmenso signo del deseo. Mira a al hombre y al monocordio, tira de la cuerda para recogerlo pero están grabadas las roldanas. Manuel las destraba con un tirón y ella hace un gesto que enseguida es un principio de sonrisa, él empuja la cuerda y ella la recoge, el monocordio abandona con temblores rígidos el centro del tendero, a los dos tercios de la distancia hay un acorde perfecto de ella y de Manuel, la prenda va rompiendo gotas frías, el deseo del hombre la ve como una mariposa en vuelo, y cuando ya está al alcance de las manos de la hembra que durante toda una noche estuvo cayendo del cielo él da sin querer un tirón en sentido contrario y la mariposa desanda su camino está viajando hacia la ventana de Manuel cuando él dice que todo eso es por culpa de la helada y ella responde algo en una lengua extranjera que el suramericano no comprende, ahora sí dice Manuel dando un golpe a la roldana y ella recoge la mariposa de tela transparente tratando de explicar algo o dar las gracias, pero lo que dice suena a distancias que él no alcanza a percibir, ella está por cerrar la ventana mientras el corazón de él hace glo glo como los sapos bajo la lluvia generosos del Altiplano seco.
-Love, love? -dice Manuel.
-No, no -dice, moviéndose, la cabellera larga y lacia de la mujer. -Amore amore? Lieben lieben? Amour? -Nada, nada -responden sus manos cerrando la ventana.
qué pasillo dará su bohardilla? Hay por lo menos cuatro en cada uno y además distintas escaleras. Escalera derecha, pasillo dos, puerta uno?, preguntan los dedos y la boca de Manuel. Ella sonríe y dice la única palabra española que conoce, un gracias transpirenaico salpicado de nieves y paisajes ignorados, cada vez que le ayuda a recoger la ropa. Y es tan difícil el acceso que él piensa seriamente en pasar a la realidad el tablón del sueño y colocarlo entre las dos ventanas, son menos de tres metros (y cuatro pisos hacia abajo), apenas un salto, un par de apoyos y estaría junto a ella. Una noche recordó que las luciérnagas, para buscar un amor, se hacen señas de luces. Prendió y apagó la suya varias veces, a la espera de que la ventana iluminada de la mujer, contra la que ella estaba apoyada, le respondiese. Pero el rectángulo de vidrios era una pura quietud reiterativa. Seguramente ella no comprendía ese lenguaje, acaso ni siquiera conociese a las luciérnagas, viniendo como venía de un país de nieves permanentes. Apagó definitivamente su luz, y el tiempo, mezclándose con la oscuridad, penetró en su memoria llevando palabras de Pavese, verra la morte e avra tuoi occhi, porque si no había amor podía venir lo otro, la señora muy blanca, muy más que la nieve fría.
Para espantarla recurrió a la quena. Un largo sonido del Altiplano retumbó de cumbre en cumbre andina en su memoria, y aquí en Madrid de ventana en ventana por el edificio frente a la plaza de Santa Bárbara, el sonido del ay de los collas, un mi larguísimo que era también una pregunta, un ?y¿ que vuela sin necesidad de ser luciérnaga, un ?y¿ tan solitario que en el silencio que le guió podrían haberse oído los pasos de la muerte me anda buscando, junto a ti vida sería.
Pero en eso desde la otra ventana, que se encendió, venía en timbre de flauta dulce la chispa de la luciérnaga, sonido compañero, un sol diciendo te echaré cordón de seda, luego la quena do y enseguida la flauta dulce mi, primera inversión de acorde perfecto equiparable a decir amor mío, para que subas arriba, la dama fría muy más que la muerte se va, y si el hilo no alcanzare mis trenzas añadiría, y cl corazón de Manuel que se desata en un solo de percusión recuperativa.
En el largo silencio que sigue alzan sus instrumentos para mostrárselos, pero en realidad están mirando sus cuerpos, con una concentración animal, hasta hacerlos temblar. Cuando esta comunicación se vuelve casi intolerable, la mujer sopla otra vez su flauta, echa a rodar un re alto y blanco como ella, que penetra hasta el corazón del hombre con el propósito de normalizar su percusión, objetivo que alcanza inmediatamente porque los cuellos han sido pensados para la música, son instrumentos vivos.
Acabada su emisión, ella se echa hacia atrás para ofrecer más superficie acústica a la repuesta sonora de Manuel, y cuando la consonancia de la quena se estremece, apaga la luz y se pierde entre muebles pulidos por el tiempo. El hombre también apaga su luciérnaga y se echa en la cama para posar en el encuentro, que ya existe en alguna parte; luego vuelca en el sueño, como si fuera de la misma sustancia, la realidad que acaba de aumbrarse.
Manuel salta de la cama cuando oye chirriar las roldanas del tendedero. Ella cuelga un pañuelo y hace correr la cuerda, él mira el sol y pestañea, hermoso día dice y la extranjera responde algo en otra lengua. Me gustó tu flauta, mucho, y ella cuelga una servilleta, sonríe arrugando su nariz helada cuando sujeta con pinzas su mínimo monocordio transparente, que con el resto de la ropa avanza hacia la ventana del suramericano, que dice ahora tenemos un lenguaje, ?no?, lo dice estúpidamente con palabras, ahora podemos entendernos, ?ves¿, mientras ella cuelga una sábana pequeña con mucho cric de las roldanas gemelas, farfulla algo en su lengua traída de las nieves, a lo que él responde con el glo glo de los sapos de su tierra cuando están en trance de lluvia; ella cuelga medias blancas, corre la cuerda y ahora el monocordio está casi contra la ventana de Manuel, que estira las manos para acariciarlo, ella ríe y se esconde y enseguida aparece flauta en mano, podríamos charlar un poco parece que le dice, y él que toma su quena sin dejar de mirarla, pensando el nombre exótico que tenga la extranjera, no encuentra ninguno que se le parezca.
Mirando al hombre con astucia animal, toca y se menea como queriendo que su cuerpo también sea sonido, le dice a Manuel de dónde es, le cuenta cosas sonoras de su país remoto, pero él con su despiste geográfico no puede comprender, apenas advertir que en aquel país hay mucha nieve. Entonces deja de tocar y viendo que el suramericano no ha comprendido nada hace un gesto como diciendo mira qué tonto eres y lo invita a hablar. Manuel toca un aire del Altiplano y ella entiende, se pone un sombrero y baila como las cholas, sí, de por ahí cerca ha dicho él. La mujer vuelve a tocar melodías de su tierra, Manuel se despista entre algo nórdico y eslavo sin darle importancia a la imprecisión, total ya sabe que cayó del cielo. Con la quena señala hacia abajo y en dirección a la calle, nos vemos ya mismo en el portal quiere decir. La flauta señala también hacia abajo pero en otra dirección, allá te espero vida mía. Deja la flauta y se peina ante Manuel como si él fuese su espejo, él deja la quena y termina de vestirse con cuidados de primera cita. La extranjera ha salido ya y él baja la escalera de madera como cayendo por una cascada, pero realmente lo hace por los cabellos de ella, según van por ahí sus pensamientos.
En el portal la mujer se desdobla para ser más cuando él aparezca. Mientras su deseo mira hacia una de las escaleras posibles, ella observa la otra procurando oír los pasos de Manuel que no llegan todavía. El deseo, viendo que el hombre no aparece, sale a la calle y mira junto al viento hacia un remota cordillera ultramarina. Al tiempo que ella es una estatua apoyada contra el mareo de la puerta esperando la caída de la fruta, el deseo está oyendo quenas en la cordillera pero ahí tampoco está Manuel. La mujer trata de oír sus pasos por las escaleras, mientras Manuel entra y sale de un portal buscándola por dentro y fuera, pero no hay nada de allá, sólo portal vacío y calle con olor a castañas asadas, justo cuando el deseo de la mujer nórdica tiembla en la cordillera cerca de la nieve que le recuerda a su país, ni quena ni Manuel, que por ahí ve pasar a Pavese junto al portal, camino de la muerte que tendrá sus ojos, yendo para la calle en donde su amor vivía, seguido por la señora blanca muy más que la nieve, que al ver a Manuel solo se detiene y lo mira, y al mirarlo empieza a caer una llovizna, únicamente en ese portal, el resto de la calle brilla bajo el sol, mientras la niña del monocordio no puede explicarse por qué el suramericano no ha llegado todavía.
Se rata de un error, no fue una cita, el lenguaje musical suele ser limitado en estos casos, piensa ella; pero entonces por qué, dice Manuel en el portal, si estaba claro que nos encontraríamos aquí abajo, mientras ella mira su reloj, casi media hora, desencantada llama a su deseo, que baja del Altiplano y se junta otra vez con el cuerpo de la niña, van subiendo tristísimos la escalera crujiente, cuando Manuel ve en su reloj que la hora ya es cumplida, no sé sor qué esperé hasta ahora, dice justo cuando ve que la señora muy blanca cruza la calle hacia su portal precedida por una lluvia que solamente pertenece a allá, que alza una mano diciéndole que se detenga, él alcanza a cerrar la puerta en el momento en que la señora empieza a salpicarlo con su lluvia. Llega a su cuarto sintiendo que nadie está entrando allí, que él ya no existe. La muerte me anda buscando, junto a ti vida sería, pero la ventana de la niña parece muy lejana. Hacia las celosías cerradas apunta con su quena, suelta un mi que se humilla para reconciliarse y perdonar, esperando el sol para el acorde. La nota de la quena atraviesa limpiamente los cristales y se pone a girar alrededor de la mujer, recorriéndola como un objeto acústico. Ella toma la flauta y cuando su deseo está por responder con el sonido que formará el acorde perfecto, le arrebata el impulso y emite un fa que ya se sabe, va a unirse al mi en un encuentro áspero que quiere decir no a todo. Manuel comprende la agresión y guarda la quena resignado. La guarda justo en el momento en que advierte que entre las paredes del edificio al que pertenece la bohardilla de él y las que rodean la ventana de ella hay una diferencia de texturas muy notoria a pesar de la intemperie de dos siglos. Pero entonces, dice, su bohardilla pertenece a otro edificio, casas pegadas con un patio común, cómo no me di cuenta, significa que su portal no es el mío, que está en cualquier otra calle de la manzana. Campoamor, Santa Teresa, Fernando Vl y Hortaleza, los nombres de las calles zumban en Manuel, bajando con él las escaleras. Ultramarinos, nada que ver. Verdulería. Librería. Academia. Pescados. La trasnochada carbonería y junto a ella una entrada que podría serla suya. Aquella puerta es igualmente sospechosa. Por esta calle casi nada. Esta otra parece más propicia. Anotar ese numero. Otra librería, nuevamente la calle Hortaleza y enseguida su portal, primer reconocimiento concluido, piensa Manuel ante su chato en El figón de Juanita.
Ella ha comprado un canario enjaulado que cuelga al lado de su ventana, que deja de cantar cuando Manuel toca la quena. No puede ver al hombre, que está siempre a contraluz, por eso cuando calla para oír su música mueve la cabeza en búsqueda visual del origen del sonido. Parece que no conoce el timbre del instrumento y cree que se trata de otro pájaro, de rarísimo cantar. Manuel razona que las notas con que llama a la mujer pidiéndole que se asome van más allá de la bohardilla de allá, después de llenarla bajan por la escalera, con su melancolía indígena por ese hueco que es un tubo acústico van rodando, hasta llegar al portal desconocido, sabe Dios en qué calle.
Llama al pintor chileno que vive en la calle de Lequerica y le pide que dé una vuelta a la manzana procurando oír una quena saliendo por un portal. Tú estás loco o eres tonto, dice el pintor y luego recorre las cuatro calles, una quena en Madrid qué disparate, piensa tendiendo el oído, todo lo que alcanza a percibir es un disco de Frank Zappa y se lo dice, es una lástima comenta Manuel mientras ve que ella se asoma a la ventana para recoger a su canario, mira a Manuel pero no sonríe como siempre, enseguida apaga la luz y se acabó.
Sombras chinescas en la pared cuando ella se asoma por las noches para entrar el pájaro, ridículo Manuel proyectando sombras con las manos, un ciervo un perro un conejito una golondrina que vuela y ella nada: cierra su ventana.
El juego de hoy es llenar los vidrios con postales antiguas, láminas japonesas y claveles colgados en la cuerda que se marchitan junto a la ventana indiferente sin que ella alcance a verlos. El canario mira todo sin comprender, a veces se acuerda del pájaro extranjero que hace mucho que no canta.
Otro argumento: copiar las desmesuras que trajo de su tierra en negativos. Grandes bandejas nuevas para revelar copias enormes, colgarlas en la cuerda, y allá van bamboleantes, prendidos con pinzas, los ríos tumultuosos que bajan de la cordillera, selvas escandalosas que ella nunca hubiera imaginado, vicuñas y guanacos ondulando por la cuerda, y ella nada.
El paso siguiente es comprar sombreros antiguos en el Rastro. Cada vez que ella guarda o saca la jaula, Manuel aparece con un sombrero distinto, complementado con bigotes y pelucas que no siempre corresponden. Los hay verdes y amarillos, altos y con plumas; capotas y chambergos, capirotes y chichoneras, gorros catalanes y un sombrero de tres picos, mientras los primeros soles claros van dando a la mujer el aspecto de uvas que maduran. Hasta que uno de su invención, muy disparatado, con plumas de avestruz y mariposas de papel colgantes, deshiela a la mujer que vino de las nieves, que sonríe como si lo hiciera por primera vez y dice algo en su idioma mostrando la punta de su lengua como un pez asomándose, se esconde y enseguida el canario y Manuel la ven reaparecer con un sombrero del Tirol o algo así y la flauta en la mano.
Pero el verdadero instrumento musical es ella, piensa Manuel. Para producir un sonido es necesario que el cuerpo elástico entre en vibración, que el equilibrio molecular se rompa, y para eso están los variados golpes de arco, las fricciones debidamente dosificadas en su justo ritmo.
Cuando las moléculas perturbadas traten de volver al reposo que tenían, lo sabios movimientos del arco se lo impedirán y entonces la cuerda vibrará libremente. Para que el sonido se produzca, recuerda Manuel de las clases del conservatorio, hace falta un canal, algo por donde pueda caminar; puede ser sólido, gaseoso o líquido, y él tiene a mano la cuerda de la ropa, velocidad del sonido 341 metros por segundo a 15 grados centígrados dicen tratados, qué bien vibra ella con esa temperatura por ser de tierras frías.
Unidos por la cuerda del tendedero, con la mariposa-monocordio a media escarchar y el centro, la mujer nórdica y Manuel son el instrumento y el ejecutante, lo único que falta es producir la música. Con mi quena, dice Manuel, te hago vibrar toda en libertad. Tu mariposa íntima divide la cuerda en dos segmentos exactamente iguales, y el sonido que produce es la octava del sonido de tu cuerpo. Si corremos la mariposa hacia los dos tercios de la cuerda y hacia tu ventana, tenemos un intervalo de quinta, y avanzando un poco más el de la cuarta, consonancias perfectas, gracias Pitágoras, estoy casi en sus brazos.
Cuando el curioso concierto se termina, la nórdica y Manuel estiran sus brazos para acortar distancias, los dedos en la punta del aire hecho cuerda, que no llegan a la nota justa, es terrible para un músico no alcanzar un sonido. El deseo dc ella se apoya en una quena ausente, y Manuel siente que la quena duele, junta a ti vida sería. Hay palabras que ninguno de lo dos comprende, gritos de la selva entrevista en las fotografías, ferocidad de jaguares y dulzuras de arrullos de palomas. ?Portal, cita¿ Nada nada, dice Manuel; nada nada, dice ella: peligro de que aparezca esa señora de blanco muy más que la nieve andina. Si estás cerca de ella y llega esa señora, la niña nórdica podrá agregar sus trenzas a la cuerda para que subas arriba, y entonces la señora blanca de Pavese nada, y dueña del monocordio toda.
Si le damos un nombre, piensa Manuel, para poder tenerla, la extranjera dejará de caer dcl cielo y será de carne y hueso; nombre cualquiera claro y cotidiano, el primero que aparezca en la mente, María por ejemplo. Con lo cual ya está posada. María, dice él, y ella suelta su pelo en la otra ventana sintiéndose nombrada. Alguien llama a la puerta dc Manuel: la señora muy blanca. María, que la ha visto, abre los brazos y le dice a Manuel ven, en su lengua. La señora que pasea con Pavese sigue llamando, golpea a la puerta bajo el agua, ha inventado una lluvia para llevarse al suramericano, sólo llueve junto a la puerta de la bohardilla y Madrid es París con Vallejo y aguacero golpeando en la puerta de Manuel. Déjame vivir un día, dice el del Altiplano, y la señora nada nada. No es la lluvia deseada por los sapos de su aldea, es la que se llevó a Vallejo y ahora quiere hacer lo mismo con Manuel porque está solo. Entonces el comprende ahora muchas cosas, sabe quién ha confundido los portales, esta señora blanca tiene predilección por los suramericanos.
?Viste anoche en la tele la peregrinación de las anguilas para copular¿ Hasta el mar de los Zargazos. Tremendo, ?no¿ Bueno, ahí está la cuerda de la ropa. Las anguilas son equilibristas. Los ríos del norte por donde ascienden para hacer el amor están llenos de peligros, algunas muere en el intento, por supuesto. Sí, descalzo es mejor, hay que aligerar el peso; nunca se sabe basta dónde puede aguantar la cuerda.
La quena, horizontalmente sostenida, es a la vez una ofrenda y la vara que el equilibrista necesita para no caer. Cuatro pisos abajo hay cáscaras de naranjas y zapatos rotos que Manuel no mire, tiene los ojos clavados en el aire que termina en María la nórdica, la mira con ojos de guanaco asustado arrastrando pies circenses sobre el trapecio, dos tercios consonancia perfecta, mientras ella apoya sus manos en la cuerda y siente latir el peso de Manuel, y allá la señora blanca resuelve romper la cerradura. María oye el tremendismo del aguacero en la bohardilla de Manuel y no respira, ve que su mariposa de tela transparente obstaculiza el paso y no respira, imposible que el equilibrista pueda levantar un pie para esquivarla, eso significaría cáscaras de naranja y sangre en los zapatos allá abajo. Manuel ve el obstáculo del monocordio y no respira, sus pies solitarios y desnudos se detienen ahí mismo mientras él oye el aguacero de la señora aquella.
La mujer que ha dejado de caer del cielo tira de la cuerda para traer al hombre detenido junto al monocordio, pero no puede, no tiene fuerzas, y todo está muy quien mientras la lluvia se desparrama por Madrid. Ante esta evidente situación mortal, la mariposa escarchada se pliega en dos y mueve sus partes como alas. Manuel, desde su posición, la ve volar sobre tejas de dos siglos, dejando la cuerda libre. Los ojos de María no pueden ver el vuelo inesperado de su prenda, están muy fijos en los de Manuel que llega con su quena, que cae como una fruta dentro de su cuarto, mientras la lluvia de la señora blanca cesa y en su lejana tumba monocordio Pitágoras sonríe.
Con palabras improvisadas, tienen una comunicación perfecta. Ip iP, dice Manuel. Rup rup, responde ella, y se miran hasta adentro, donde hay ríos que remontan las anguilas.
Los postigos de la ventana han sido cuidadosamente cerrados, aislando al canario. Solar mote los está mirando el fuego desde la chimenea. Cuando se acaban las palabras, llegan los sonidos. Una cuerda y un arco. María Violín y Manuel Arco junto al fuego rompiendo el equilibrio molecular, que para eso están los impulsos, las fricciones de tiempo justo. Manuel Quena perturba el silencio de María Violín con ritmos limpios, y cuando las moléculas, por aquello de la inercia, quieren volver al repose, se lo impide la vibración libre de la cuerda, que busca otro, el de los cuerpos, para que de él brote la música.
Justo cuando la mariposa de tela reaparece. Sólo el canario la ve volver, el pájaro está viendo a contraluz la que la mariposa aparece volando sobre el tejado y luego, cuidadosa de su estructura, se posa otra vez, apenas escarchada, sobre la cuerda pitagórica.


Textos: D. Moyano.

4.6.06

Meyes of the afternoon.


Todo comienza cuando una flor cae, depositada grácilmente, por una mano muerta, por una mano maniquí. Cuando la flor de la tarde cae, tu regreso a casa es como un film, como un sueño. Cae la tarde, por esos senderos de piedra, junto a la puerta de tu casa-laberinto. Cuando cae la tarde, alzas la flor y la llevas como el emblema de tu secreto devenir. Tus pies, envueltos en sandalias, paso a paso, suben los peldaños que te acercan al umbral de la casa. Golpeas la puerta. Nadie abre. Sacas tu llave, la llave oculta en tus ropas. Cuando cae la llave, la alzas. Abres y entras a tu casa, desierta. Tu casa, tal como estaba, cuando todo sucedió Allí esta la taza y el plato, el pan y el cuchillo, el teléfono descolgado al pie de las escaleras, el sillón junto a la ventana. Cuando cae la tarde, miras esos objetos, uno a uno, como si ellos, en su terrible mudez, expresaran formas secretas. Cuando cae la tarde, cuelgas el teléfono y subes las escaleras. Las escaleras de esta casa, ascienden al abismo. Cuando cae la tarde, en las ventanas del cuarto superior, una tela de gasa negra, a manera de cortina, ondea como la brisa que la agita. Te envuelve esa tela-brisa oscura. Un disco gira en la eternidad de su reproducción. Levantas la púa y regresas a la planta baja. Allí te recuestas en tu sillón maravilloso, en tu onírica butaca, a entregarte a tu propio placer. Tus brazos y los del sillón, se confunden en un idéntico abrazo. Sueñas. El velo descorre otra visión del mundo. Y, dormida, te dedicas a mirar por la ventana, cuando una figura te sorprende allá bajo. Otra (que no es la que duerme) baja, abre la puerta, sale a la calle y corre detrás de la embozada. Es una extraña figura, oculta detrás de velos negros, que circula por los laberintos a paso regular. Tu corres y corres pero jamás la alcanzas. Pero, a veces da la vuelta y te revela su rostro. ¡No tiene rostro! O si tiene, pero no es un rostro humano. Es un rostro plano, un rostro-espejo. Su cara es un espejo plano. Al voltearse su reflejo duro y cortante te golpea el rostro. Vuelves a abrir tu puerta, al cuarto que te contiene, al despojado mobiliario, del que nunca saldrás. Allí sigues durmiendo. Los objetos, esta vez, dicen otras cosas. El brillo del cuchillo en lugar del extraño teléfono infunde temor. Las escaleras se vuelven locas y te arrastran dentro de sucesivas caídas. Una y otra vez la escena se repite, concéntrica. Dentro del sueño, el sueño y dentro del sueño, la persecución fantástica. Cuando cae la tarde tres mujeres (la que has sido, la que eres y la que serás) se encuentran sentadas a la mesa. Se miran, se intercambian miradas. Y las tres miran a la que sigue dormida. A la que lleva en el regazo la flor. La llave es algo que las tres comparten. Pero solo una podrá tomar el cuchillo, el reluciente cuchillo, y los ojos asesinos. Esa que se acerca a la dormida, con el cuchillo en la mano y la despierta. Pero cuando cae el velo de la siesta al atardecer es la mano de un hombre la que te toca, quizás despertándote. Es un hombre joven y hermoso que mira los objetos: la taza y el plato, el pan y el cuchillo, el teléfono descolgado al pie de las escaleras, el sillón junto a la ventana, infundiéndoles nuevas oportunidades de significar. Pero el rizo del sueño se obstina en acelerar sus bucles. Eres la mujer condenada a repetir una y otra vez su historia interior. Hasta que el cristal se quiebre y sus fragmentos se esparzan en la espuma, como redes al atardecer. Cuando sea él quien entre y te encuentre, en el sillón, en fragmentos, como un espejo roto, bajo el derrame de tu ventana .

Textos: Maya Deren - 1943.

3.6.06

A contraluz

Bebo los latidos de la ceniza En el velorio de los sueños Roto póstumo Deshaciendo oráculos Destruyendo arcos Subastando lágrimas Bronces desvaídos Anillos como gargantas Nunca fueron hechos los sueños Sin paciencia Sin ríos Sin espigas Nunca faltó un grano de luz Un mar de golpes cubriendo la vida Bebiendo hasta en boca Ajena La sangre Nunca para levantar un alma Faltaron cuerpos Hoy lo sé cuando ellos Construyen el silencio Y desnudan la tierra En pleno sol Nunca para vivir Ha dejado de congregarse La muerte todos los días Con su pañuelo de palpitante río Nunca he dejado de caminar sin tregua Sin fuego Sobre un horizonte de rieles De peces y pasmos Y huellas Nunca dejé de sentir ecos Paleolíticos En la osamenta insomne de las esferas Salvo el frío del grito Salvo las piedras hondas del vacío…

Textos: A. Cruchaga.

Hombres descalzos


Grávida luz, me hiere tu silencio; quéjate, grita, rómpeme la sangre con un feroz escalofrío. Será la muerte, sí, pero no importa. ¡Morir hasta que el mundo resucite! Morir hasta que sean en el mundo los hombres recorriéndolo descalzos: ¡la humanidad por fin enriquecida! Hombres descalzos; por su planta desnuda, justos, buenos. Hombres que al ir andando en carne viva. sintieran el dolor de cada hombre latir en cada piedra que rozaran; sintieran cada gota de rocío temblar a cada sed, a cada lágrima, morir a cada muerte, y gota a gota, encadenando así nuevos rocíos. Hombres descalzos; por su planta desnuda, sobre la tierra lentos y seguros, como una enredadera sorprendente, como si Dios sus águilas postrase, y fueran en el mundo las palomas.

Textos: A. I. Bonnin.

2.6.06

Dagdà


Esta divinidad es denominada por diferentes nombres, según el área celta donde se la mencione. Es, por tanto, una deidad pan-céltica, como muchas otras del panteón céltico. Así en Irlanda, se la conoce como Dagda o Dagdá, en Gales como Daghdé, en la Isla de Man como Daghdha y en el continente como Sucellos, especialmente en la Galia y en la Keltiké hispana (España).A excepción de este último nombre, los demás parecen derivar del término dagdêvos que vendría a significar deidad múltiple o polifacética. En gaélico, un antiguo fragmento llamado “La Elección de los Nombres” nos dice que el nombre significaba “Dios Bondadoso” al mismo tiempo que comenta que era un Dios de la Tierra. También se le designó como “Daghdha Mor”, (el Gran Dagda).
El Sucellos celta galo e hispano es imaginado llevando un mazo o martillo en su mano izquierda. Su propio nombre significa “el que golpea con eficacia o fuerte”. No hay demasiados datos sobre sus atribuciones, si bien los conocidos coinciden con los del Dagda. Se asemeja en las propiedades del mazo, pues dependiendo con que lado de éste golpea, da la vida o resucita o la quita, se asemeja también, en ser un Guardián de la Tribu o comunidad. Coincide en ser un dios de la abundancia, pues Sucellos es representado en ocasiones con una mano derecha portando una taza, (símil al caldero del Dagda) y otras veces con un trozo de pan. Posteriormente con la romanización, se confundió con el Silvanus romano, dejando paso a éste en todas las zonas invadidas, aunque con ciertas reminiscencias galas, que resurgieron cuando el Imperio Romano empezó su descomposición.
Sucellos fue imaginado también como el Dagda, vestido de túnica corta, reflejando al mismo tiempo autoridad y benevolencia, si bien este Dios paternal de la Galia y Keltiké, se representa barbado y ataviado más a la forma común gala. El cristianismo, sin embargo, arrasó con Sucellos, como hizo con El Dagda e incluso con el romano Silvanus.
Volviéndo a El Dagda, observamos que posee otros nominativos tales como Padre de Todos, “Eochaid Ollatayr” o “Ruahd Ro-Fheasach” Pelirrojo de la Gran Ciencia o “Aedh (Fuego)”, lo que hace del Dagda una tríada divina y mítica, al puro estilo druídico.
Es y fue el Dios más venerado por los propios druidas, pues es druida él mismo. Señor de los elementos y de la sabiduría y adivinación, maestro de la música, artes, poesía y elocuencia, excelente guerrero, dios sencillo y apacible, que tiene como función garantizar el pasaje por los diferentes ciclos de la vida y de ésta al Otro Mundo.
En la segunda batalla de Mag Thuiredh fue notable su actitud valerosa y guerrera para derrotar junto a los otros Dé Dannan a los opresivos Fomoré. Sus certeros golpes arrasaron filas compactas de enemigos fomorianos. Su lanza de guerra, arrastrándola dibujaba surcos en la Tierra, tan amplios y hondos como los límites fronterizos que separan las provincias de Irlanda.
Sin embargo, su talante candoroso pero al mismo tiempo astuto queda patente en la historia que cuenta como, cuando los fomorianos desembarcaron en Erin, poco antes de la última batalla, él acudió como embajador pero con la hábil táctica de ganar un precioso tiempo para que el ejército daneano se preparara para el inminente combate. Los fomorianos lo recibieron con fingida cortesía y le dieron alimento. Echaron gachas de avena y leche en un pozo(80 galones, dice la leyenda) y le instaron a tomarlo todo, bajo pena de matarlo. Él, de una forma apacible, sin amilanamiento alguno, tomó un cucharón donde cabían dos personas de la de nuestro tamaño, y rebañó hasta el último pedazo y gota de leche que habían vertido en el referido pozo.
Su lugar de residencia es el Brug na Boyne (Morada sobre el río Boyne), en la cual se encuentra el túmulo funerario de New Grange. Este lugar, además, y esto ha sido comprobado arqueológicamente, sirvió como cementerio real de la época histórica, para los reyes celtas irlandeses de los primeros 4 siglos de la Era Común, o incluso se apunta la hipótesis de haber sido necrópolis de las poblaciones prehistóricas previas a los establecimientos de los primeros celtas.
Cuando el cristianismo se impuso sobre el druidismo, diversos monjes cristianos, que fueron antiguos druidas o descendientes de druidas y celtas paganos intentaron conciliar sus antiguas leyendas aún queridas y añoradas con las enseñanzas del dogma cristiano. Ejemplo de esto los hay numerosos, y una de los más conocidos es el denominado Libro de las Invasiones o Lebar Gabala del siglo XI, que relata como el Dagda y otros dioses, convertidos ahora en hombres jefes o guerreros mortales, murieron antes de la llegada de los hijos de Milé.
Este nombre del río mencionado, como “Boyne”, se debe al homenaje que se hizo en la leyenda irlandesa hacia Boann, esposa del Dagda , que desobedeció el “geis”, que prohibía a cualquier Dios acercarse a un determinado pozo mágico.
Boann fue perseguida por las aguas del pozo en rebeldía, al romper ésta el “geis”, alcanzada y transformada junto a esta riada de aguas, en corriente fija como río. Con Boann, el Dagda tuvo uno de sus hijos más emblemáticos, el conocido Oengus Mac Og, dios del amor entre los celtas, que fue concebido y parido el mismo día.
El referido río Boyne, que se formó con la conjunción de las aguas del pozo y la diosa Boann como se ha referido, es muy conocido y popular en la leyenda irlandesa, pues junto al original pozo cohabitaban 9 avellanos mágicos dándole sombra. Las avellanas que daban eran de color carmesí y poseían la virtud de que quien las comía, entraba en conocimiento súbito de toda la sabiduría conocida. Solamente un ser poseía este privilegio, el conocido “Salmón de la Sabiduría”. Cuando las aguas del pozo se rebelaron contra Boann y se esparcieron formando con ella el referido cauce, los salmones vagaron nadando por su seno, y uno de ellos fue el que comió posteriormente y casi accidentalmente el famoso Finn Mac Cumhaill, dirigente posteriormente de los Fianna, adquiriendo a través de este salmón toda la sabiduría.
Dagda, es un dios Total, hábil artesano, temible guerrero, druida supremo, el cual posee un caldero mágico donde puede revivir a los muertos en la batalla y por tal hecho se le adjudica el sobrenombre de “ Dispensador de la Vida.
El pueblo celta se lo imaginó como a un anciano de aspecto venerable, de gustos sencillos pero gran luchador y guerrero, con túnica muy corta parda, y manto con capucha, cabello echado hacia delante gris y arrastrando un enorme garrote o maza depositada en un carro de 4 ruedas que se hubiera necesitado 8 humanos para transportarla.
Esta maza por un lado, cuando golpeaba, revivía a los muertos y por el otro los enviaba definitivamente al otro Lado. Tambien se decía que un magnífico caballo negro, llamado “Acéin u Ocean” era su compañero. Dagda es el realizador de grandes proezas bélicas y aventuras. Se cuenta que en una ocasión capturó con su mano a un ser de 100 piernas y 4 cabezas, llamado “Mata”, arrastrándola hasta la “Piedra Benn”, cerca del río Boyne y que allí la envió a Otro Plano de existencia.
Como Dios símbolo, también de la fertilidad, abundancia y regeneración, la imagen que emana a veces incluso en paradoja, es pensada como entidad algo grotesca y oronda que come cantidades exorbitantes de comida, pero por el contrario, a pesar de ese aspecto algo jocoso y en ello reside la paradoja, es el Dios Padre de la Tribu y como tal venerado con supremo e intenso respeto.
Aludiendo a esta imagen simbólica de fertilidad, se le emparejó con diversas diosas, una de ellas ya mencionada fue Boann, pero otra fue, nada menos que la propia Morrigan, furia de las batallas. Con este emparejamiento, el cual según cuenta la leyenda ocurrió a horcajadas sobre un río, se vinculaba a toda la tribu representada por El Dagda con la seguridad y protección que deseaban las gentes para su comunidad, que simboliza La Morrigan entre otros variados atributos que posee la Diosa.
Dagda posee un Arpa Mágica con la cual controla el inicio y final de las estaciones celtas, esta Arpa, se dice que la obtuvo del Mundo Superior. La llevó a Tara, igual que el mencionado Caldero Mágico de la Abundancia, llamado “Undri”, que se ha traducido como” Húmedo”, traído desde la fabulosa ciudad de Murias, Es uno de los mejores tesoros divinos de los Tuatha dé Danann en el cual hay alimento en proporción a los méritos de los que pretendan nutrirse de él. Posteriormente sirvió de modelo para que los cristianos lo transformaran en el Santo Grial.
Hay un curioso incidente en la leyenda irlandesa con respecto a esta arpa.
Cuenta la leyenda que en la segunda batalla de Mag tuiredh, que el arpero del Dagda, con el arpa incluida, cayó prisionero de los fomorianos. Uno de los hijos de El Dagda, Oghma y el heroico Lugh ayudaron a El Dagda a recuperar la asombrosa Arpa, para ello fueron en su búsqueda, llegando hasta el salón de banquetes del palacio submarino de sus enemigos. Allí vieron como el arpa colgaba de la pared y Dagda con sus potencialidades, la llamó y ésta rápidamente se descolgó por sí sola y voló hasta las manos del legítimo dueño, matando en el trayecto a 9 fomorianos. El Dagda usó una poderosa invocación como llamada que rezaba así:
“¡Ven dulce murmuradora! ¡Ven cuerpo de armonía de cuatro ángulos! ¡ ven verano, ven invierno! ¡ de las bocas de arpas, bolsas y gaitas!”.
Otra traducción ,sin embargo, lo cuenta así:
¡Ven Roble de los dos gritos! ¡Ven mano de música cuádruple! ¡Ven verano, ven invierno! ¡Voz de arpas, fuelles y flautas!
Ésta última versión parece mejor traducida ya que el arpa tenía dos nombres: “Roble de los dos gritos” y “Mano de Música Cuádruple”. En cuanto a la referencia a la gaita de la primera traducción, la gaita no fue tan tempranamente conocida en Irlanda. Muy a pesar de lo que pudiera pensarse la gaita o cornamusa no tiene su origen en los pueblos celtas. El origen de la gaita se muestra muy difuso en el tiempo, siendo que las primeras noticias de su existencia se remontan al siglo VIII antes de la Era Común, ubicándose en el norte de La India, y mucho después fue conocida como uno de los instrumentos o variantes de ese intrumentos, favoritos del melómano emperador romano Nerón
Cuando el dios Dagda recuperó de nuevo su arpa, tocó en ella las tres nobles cuerdas, que cualquier gran maestro del arpa debía dominar, los acordes de la risa, del llanto y los del sueño. De esta manera provocó una enorme risa, luego llanto y por último sopor entre sus enemigos y merced a esto pudo huir sin contratiempos.
Como Dios primigenio masculino, es hijo de Dana y Bilé (Belenos). Padre de numerosa descendencia, de sus hijos, entre los más importantes citaremos: A la Diosa Brigitt, al dios Oghma, al dios Mider, llamado el Orgulloso, dios del submundo, a Angus Mac Og, el joven Dios más seductor de toda la mitología gaélica, exponente de la belleza y el amor y por último a Bodb El Rojo que sucedió a su padre como gobernante de los dioses Danann.
Sin embargo, a pesar de ser un dios primigenio no fue líder de los daneanos hasta bastante tardíamente. Primero como jefe daneano se conoce al famoso Nuada (Nudd en Gales, Nodens entre los britanos). Después a Bress, medio fomoriano, medio daneano, como el mismo linaje de Lugh, y luego fue El Dagda, desde su retirada a los sidhs, después de perder la batalla contra los milesianos, hasta hoy.
Como Padre de los Dioses, fue él quien distribuyó los diferentes sidhs a los dioses y luego por propia voluntad cedió su liderazgo.
Desde esta derrota, pasando por el dominio del mundo celta por el cristianismo, los dioses antiguos, han sido conducidos hacia el anonimato y el olvido. En el folcklore de nuestros días, especialmente en Irlanda, ellos son el pueblo de las colinas o “aes sidhe” y han sido relegados a la condición de duendes y hadas.
Lugh por el contrario, fue el líder del ejército dé Danann gracias a que Dagda le otorgó este privilegio, después de la segunda batalla de “Mag Tuiredh”.
Cuando los hijos de Miled conquistaron a los dioses Danann, algo casi exclusivo de nuestra mitología en comparación con otras. Sin embargo, no los habían sometido completamente, merced justamente, a los poderes del Dagda. Los humanos milesianos debieron pactar con los dioses, pues el propio Dagda, se encargó de perjudicarlos mientras no firmaran una especie de armisticio y tratado beneficioso para ambas partes: Dioses y Hombres.
De esta forma en Irlanda, no se podía plantar maíz ni beber leche de vaca, sin el consentimiento de El Dagda. El pacto se realizó pues los daneanos consintieron en retirarse a los sidhs o palacios subterráneos, en las profundidades de la Tierra, o debajo de las colinas, que normalmente permanecían invisibles para los ojos humanos y que el mismo Dagda se encargó de distribuir entre los suyos. (sin embargo algunos dioses prefirieron exiliarse). A cambio, consiguieron ser homenajeados y venerados por el pueblo de Miled y sus sucesores. Desde aquella época la Tribu de la Diosa Dana, recibe el nombre de “aes sidhe”, donde cada dios es un fer-sidhe y cada diosa una bean-sidhe.


Textos: Lolai Faol.