3.9.09

EL ENEMIGO


El día se extingue entre las columnas de humo que sirven de soporte al cielo. Emilio, sentado en un sillón de la sala, con una copa de coñac en una mano y un puro en la otra, espera. Falta una. La casa se estremece. Una lámpara cae del techo y se hace pedazos al estrellarse contra el piso. En la vitrina, las pocas figuras de porcelana que quedan cierran los ojos y dan un paso hacia adelante. Una lluvia de polvo se esparce por la sala y el comedor. Emilio se sacude el cabello y le da una fumada al puro. Alcanza a escuchar cómo el último bombardero se aleja, anónimo, llevándose consigo el misterio de su furia. Llega entonces un nuevo silencio, más tenso que el de los crujidos en la casa: el silencio de la derrota, el silencio de los muertos que gritan sepultados bajo los escombros. Emilio apura el coñac. Deja la copa en el suelo, apaga el puro y se pone de pie. Se dirige al piano. Lo rescata, como todas las noches, del polvo, de las piedras, de las cáscaras de pintura que intentan esconderlo. Lo abre. Se acomoda en el banco y empieza a tocar La ciudad dormida de Paul Delvaux. El viento recoge la melodía. La distribuye por las calles montado en su bicicleta. Las notas se cuelan por entre las ruinas como panfletos serpenteados. A la luz de una vela, Emilio toca. Las paredes se levantan como gigantes de roca. Los charcos de cristales se reagrupan y dan un salto hacia las ventanas. El asfalto sutura la dirección en los caminos. Emilio toca y la ciudad renace. Los incendios se apagan por sí solos en las construcciones. Los muertos toman aire, luego las armas y se atrincheran en las esquinas. Emilio toca durante toda la noche hasta que su frente cae dormida sobre las teclas del piano.
Los bombarderos, sorprendidos y rabiosos como todas las mañanas de los diez años que ha durado la guerra, vuelven a morder. Vuelven a despedazar los mismos edificios que han despedazado una innumerable cantidad de veces. Vuelven los tanques, los gruñidos, las ametralladoras. Los muertos, sin vida y por lo tanto sin la saña que dirige a sus adversarios, no pueden más que sufrir otra masacre.
El día se extingue entre las columnas de humo que sirven de soporte al cielo. Emilio, con la frente recargada en el piano, medita sobre la irrevocabilidad de las trombosis. Los mechones de canas forman un sudario que le cubre el rostro. Afuera, el viento se pasea silencioso por las calles. Los cadáveres descansan entre las ruinas a sabiendas de que su verdadero enemigo ha muerto.
La guerra, al fin, ha terminado.

Carlos Alvahuante