Melodental
Era un hombre, y su cepillo de dientes, lavando su boca. Tallaba esa mañana sus dientes con tal maestría, que empezó a crear música sublime.
De forma abrupta la puerta y las ventanas de su casa se rompieron: al instante se percató que tenía frente a él a tres recaudadores de impuestos; siete extraterrestres; dos Dios; una pareja de hipopótamos y a su hermano muerto. Se asustó: con todos tenía cuentas pendientes. Confundido dejó de cepillarse: los otros se desconcertaron y empezaron a emitir nerviosos, amenazantes ruidos. Presto el hombre prosiguió con el tallar de sus dientes, y sus acreedores callaron para oír la dentífrica melodía y seguirla, si era preciso, a una esquina del mundo.
Sin saber que hacer salió de su casa, invadido de horror por el extraño séquito. Al atardecer, sus sangrantes encías y cansados brazos se negaban a proseguir con aquel murmullo restregante, sensual. Pero aún transcurrieron tres meses: el hombre flaco ya, cansado, había recorrido pueblos, llanuras, ciudades.
El grupo que lo seguía era inmenso: algunos regocijados en la fiesta; otros absortos con la música; unos más por las personalidades que encabezaban.
Entonces el hombre recibía nuevos cepillos de manos de doctos violinistas; los amantes de los hipopótamos lubricaban las pieles azules; devotos se flagelaban; burócratas anudaban sus corbatas; ufólogos filmaban; enterradores blasfemaban.
Artistas inflamados de originalidad picaban las costillas de sus vecinos en la procesión para así, dependiendo de la intensidad y el lugar, lograr una nota; y de los que fenecían se usaban sus traqueas e intestinos: de tal modo se conformó la orquesta, donde el cepillo primaba.
Y eran millones...
Los dientes del hombre, muy delgados ya, producían una música aún más exquisita; y de sus nervios nacían heladas perlillas de sudor. El sol para los planetas había dejado de importar, ellos también querían seguir la música dental.
Su último diente se terminó de convertir en polvo.
Textos: E. O. Avilés
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